En los dominios de la lluvia

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Por Daniel R Scott



¿Qué día es hoy? ¿Domingo en la tarde? No lo sé: el calendario y las fechas a veces se me traspapelan en la memoria. Me digo: los días, las horas los minutos, ¿qué son? Debo organizar esa cosa llamada tiempo y fechas pero por ahora carezco del tiempo y de los ánimos para hacerlo. Dejemos eso para después. El período de sequía parece haberse marchado, y unas nubes grises, vespertinas y frías se ciernen silenciosas, movedizas y pacíficas sobre las lomas y los cerros de mi pueblo. Deseo ir a caminar a ninguna parte, visitar a mi buen amigo ninguna parte. Caminar no sé de donde ni para donde. Algo me impele a huir, a salir corriendo, a respirar libertad primitiva. ¿Parábola de la Humanidad? Vestido pues de riguroso blue jeans de pies a cabeza y con zapatos deportivos me interné a un barrio de esos que aparecen sin previo aviso en el paisaje urbano.



¿Silencio dominical? Cae del cielo una lágrima a dos. Sopla una brisa suave como susurros, acariciando mi rostro. Y me besa. "Son mis besos por atreverte a salir." Me dice la brisa. Miro de izquierda a derecha y de derecha a izquierda: casas cálidas, tibias, generosamente iluminadas, albergando en su interior familias, parejas, ancianos, amantes. Padres, madres, hijos traviesos que se niegan cenar. Allí bajo la bombilla eléctrica veo al estudiante universitario con su libro de enigmas descifrado. Todo ello en conjunto conformando lo que se ha venido a llamar nuestra sociedad, médula del país. ¿Qué será de su futuro? ¡Quien sabe! Por ahora prevalece la paz bajo los techos húmedos y tras las paredes sin frisar. Siempre he creído que un hogar bien constituido es la más elevada expresión de la paz.

Comienza a lloviznar en serio, pero no pienso guarecerme en ningún lado. ¡Que importa! Que los cielos dejen caer sus tímidas pero persistentes gotas de cristal y me acompañen en mi andar de hombre errante. Camino por el borde de aquel riachuelo que el hombre en su avance contaminó lanzándolo a la miseria de un mendigo echado a la calle. Mi cabello se moja más y más: hilos de agua se deslizan sobre mi frente llegando al musgo de mis cejas. Parpadeo. Me limpio la mirada goteante. El frío comienza a traspasar mi chaqueta e invade mi piel. Se humedecen los dedos de los pies. Pongo mi mente en blanco por un momento. Lo mío ya no es un caminar, se trata más bien de un arrastrar el alma, la mente y el corazón entre los charcos, maleza pisoteada y meada por perros y aceras de cemento cuarteado por la desidia y la vejez de los decenios. Elevo la mirada al cielo: más salpicaduras de cristal líquido me obligan a cerrarlos. Repentinamente llego al callejón sin salida que conozco: allí, luego de cruzar el puente sobre la quebrada, está la casa, la de ellos, la de ellas. Está muda y cerrada. No vive nadie allí. Me agarro compungido de la verja que chorrea agua y oxido y llamo inútilmente nombres y apellidos ausentes. Nada. Silencio. Nadie sale. Doy media vuelta y regreso resignado por donde mis pisadas me trajeron...

Anochece. Estoy hermanado con el clima, padre y madre del cielo y de las nubes. Me topo con el ámbar. El frío parece irse. La sangre me corre por las venas como fuego y las sienes me laten con la fuerza de un derrumbe.

21 de Abril de 2010

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