Militares y orden público

En las últimas dos décadas, desde que se completó la transición a la democracia de la mayoría de países latinoamericanos, un objetivo crucial ha sido mantener a las fuerzas armadas por fuera de la misión de proteger a la ciudadanía.

Foto: Reuters

Por Marcela Sánchez

El 28 de noviembre, miembros de una fuerza militar y policial conjunta izaron una bandera brasileña en la cima de una colina en Río de Janeiro. Habían llegado como conquistadores, 2.600 en total, autorizados por los Gobiernos de la ciudad y el país para asumir el control de uno de los vecindarios más pobres y abandonados de Río, que estaba en manos de violentas pandillas criminales.

El operativo, celebrado a lo largo de Brasil, significó un cierto alivio para los 400.000 residentes del Complexo do Alemão, un conjunto de favelas que se había convertido en una guarida para los bandidos y en un infierno en vida para los demás. La ofensiva fue la acción más reciente y atrevida en el ambicioso plan del Gobierno de Río para reducir la actividad criminal en zonas peligrosas, en anticipación al Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.

Otras ciudades en la región han intentado tácticas similares. A comienzos de 2007, poco después de su toma de posesión, el presidente de México, Felipe Calderón, lanzó una ofensiva militar y policial contra pandillas de drogas de la ciudad fronteriza de Tijuana. En 2002, el mandatario colombiano, Álvaro Uribe, envió a 3.000 militares y policías a las comunas de Medellín como parte de la Operación Orión. En pocos años, esta ciudad se convirtió en ejemplo de éxito y, de hecho, ha servido de inspiración para Brasil.

Ahora es Río el modelo en boga. Sus logros, incluso, han llevado a reconsiderar la renuencia en la región de emplear fuerzas armadas en asuntos policiales.

Expertos regionales en seguridad, reunidos en la Organización de Estados Americanos (OEA) en la última semana, están ciertamente más abiertos a la idea. El secretario de Seguridad Multidimensional de la OEA, Adam Blackwell, se refirió a la acción militar como un desarrollo "positivo" y agregó que para combatir criminales despiadados muy bien organizados, los Gobiernos en la región debieran usar todas las fuerzas a su disposición, incluidas las militares.

"Lo que percibo es una nueva disposición de, por lo menos, discutir el rol militar siempre y cuando ocurra bajo supervisión civil", aseguro Blackwell en una entrevista. "Este no es un tema de la izquierda o la derecha, del norte o del sur, del este o el oeste. La gente ... no quiere ser abatida a tiros en las calles".

En las últimas dos décadas, desde que se completó la transición a la democracia de la mayoría de países latinoamericanos, un objetivo crucial ha sido mantener a las fuerzas armadas por fuera de la misión de proteger a la ciudadanía. La mayoría de las naciones, como parte de su consolidación democrática, tienen ahora ministros de defensa civiles, fuerzas policiales civiles y una clara separación entre las misiones de la policía y los militares.

Pero los esfuerzos por sacar de las calles a los militares han sido vacilantes e incompletos. Grupos de derechos humanos están particularmente preocupados por una posible expansión de la misión militar por parte de fuerzas que todavía no han superado plenamente su legado de represión.

Adam Isacson, experto en seguridad regional de la Oficina para Asuntos Latinoamericanos de Washington, reconoció que circunstancias excepcionales, como cuando la policía es superada por criminales mejor armados, amerita una acción militar de protección y disuasión, pero dicha participación debe durar poco.

La presencia militar a lo largo de, al menos, siete meses en la favela Complexo do Alemão que proponen los funcionarios brasileños es un lapso demasiado largo, lo que podría sentar "un precedente terrible", dijo Isacson en una entrevista. La pregunta ahora es ''¿cómo van a mantener estos vecindarios?, y esa no es una interrogante de carácter militar''.

Afortunadamente el plan de seguridad del Gobierno de Río es multifacético. Después de la ofensiva inicial, la policía comunitaria, organizada en "unidades policiales de pacificación", debe empezar a establecer una presencia a largo plazo, al tiempo que se implementan otros programas e inversiones gubernamentales.

Es muy difícil saber, claro, si la estrategia tendrá éxito. Sergio Fajardo, el ex alcalde de Medellín a quien se le atribuyen buena parte de los logros en reducción de criminalidad en esa ciudad, reconoció en una entrevista que es limitado lo que puede hacer un líder local para derrotar crimen financiado por un negocio internacional. "Mientras haya narcotráfico, hay violencia", dijo. Aún así, agregó, el enfoque debe estar en crear nuevas oportunidades en aquellas áreas donde por mucho tiempo la criminalidad ha sido la alternativa más atractiva para una ganancia financiera.

Lo que es indiscutible es que temas de seguridad serán prioridad para los Gobiernos en la región ahora y en años venideros. Noventa por ciento de los latinoamericanos teme ser víctima de crimen en algún momento en su vida. Uno de cada dos habitantes de la región quiere mayor presencia policial en las calles, según el último informe de Latinobarómetro. Esto "podría interpretarse como una solicitud autoritaria", según Marta Lagos, directora ejecutiva de Latinobarómetro; pero es una petición "civilizada" cuando uno no puede salir y sentirse seguro.

La historia justifica la preocupación ante el creciente rol de los militares de la región. Pero a menos que los Gobiernos latinoamericanos puedan reducir la criminalidad, los delincuentes seguirán representando una amenaza desestabilizadora para las democracias de la región, mayor que cualquier otra.


FUENTE: The New York Times Syndicate


Marcela Sánchez ejerce el periodismo en Washington desde comienzos de los noventa. Esta es su columna semanal

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