El Tercer Día de la Creación

Por Daniel R Scott

Como dije en mi libro que aún no termina de salir de la imprenta (apúrese poeta) mis padres y parte de la familia abandonaron sus respectivos empleos y emigraron al campo, allí donde abunda el mastranto, la palmera, el caño, y el cují, con el alma henchida de nobles proyectos, convencidos que dominarían a la perfección el arte y la técnica de la siembra y la cría de ganado para así levantar el fundo o emporio que sería la reina y envidia de toda la región. Y ¿por qué no? nuestras reses y productos envasados llegarían a abastecer a todo el país y al mundo entero de ser posible. Es que los sueños desenfrenan la cordura. "Y si fracasamos lo volveremos a intentar" afirmaba mi hermano Luis Eduardo desafiante y con convicción. Y yo pensaba "la cosa va en serio."

La familia pues se estableció en una casa rodeada de árboles, vacas, caños, lagunas y una quesera. En los meses de marzo y abril el apamate se adornaba con flor de oro y lo dejaba caer como manto real sobre el suelo llanero. Mamá, amante de la fertilidad de la tierra y del misterioso poder vital oculto en las entrañas de la semilla se ocupó con celo misionero de edificar sobre el amarillento suelo duro como el pedernal un huerto verde, fresco, colorido y jugoso semejante a una maqueta del paraíso perdido del que nos habla la página bíblica, si lo tal es posible, que no hacía juego con la árida geografía circundante. Allí cultivó que yo recuerde pimentón, ají, tomate, zanahoria, cebollín y algunas cosas más. Sus manos, al manipular la tierra, las plantas y las simientes, repetían a pequeña escala el tercer día bíblico de la creación: "que produzca la tierra toda clase de plantas: hierbas que den semilla y árboles que den fruto. " Esta pequeña réplica de Dios que fue mamá demostró la existencia del creador probando científicamente el tercer acto creativo. Como predijo el profeta antiguo, hizo "reverdecer" el desierto. El fuego oculto de estas artes según sé, las heredó de otro enamorado del surco, la semilla regada y la planta de fruto maduro: su padre,  un francés quien también ponía a producir esta tierra azotada por el aliento candente del trópico. Pero su padre merece un capítulo aparte...

Era una tarde lluviosa de julio o agosto de 1975. No logro precisar el mes pero eso no importa. Carece de importancia. Era una llovizna menuda y delicada empeñada en imitar a las neblinas. Mamá, inclinada sobre el huerto, escardilla en mano, abre surcos para la semilla. En su mente y corazón ya ve la planta crecida y el fruto maduro. Desde los corredores de la casa la veo. ¡Que incansable! Parece el cuadro de algún artista famoso. Podría ser inmortalizada por el pincel y el lienzo que cuelga en el museo. ¡Cuántas ricas escenas cotidianas se escapan al ojo del artista! Pero esta vez mamá abusó. Que terca. El frío de la lluvia del llano le caló hasta los huesos. Deja sus labores y entra a la casa temblando de frío. Es un páramo o algo así. Papá la abrigan, la hacen entrar a las cálidas sombras de la habitación y le da un sorbo de su sacrosanto brandy "Capa Negra", haciéndola entrar en calor. Ahí los veo juntos en la cama mientras retumba el trueno sobre el llano y los techos de cinc. Años más tarde, no se la razón, mamá le recordó a mi padre ese episodio en una carta. Sin duda para ella, pura alma sensible, ese gesto significó mucho y la marcó positivamente. Sabe Dios qué valor le dio ella en su corazón. Se lo llevó al sepulcro y al cielo. Por eso, 36 años después, lo escribo para que nadie lo olvide.

25 abril 2011

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