Cárceles de ayer

Los presos han convertido una de las celdas en botiquín en el que venden aguardiente...


ELÍAS PINO ITURRIETA |  EL UNIVERSAL
Uno de los primeros informes sobre las cárceles en la época republicana data de 1831. Está suscrito por Antonio Leocadio Guzmán, quien es entonces Ministro de lo Interior, y dice así: "En toda Venezuela no hay un edificio que pueda llamarse adecuado para la detención y seguridad de los presos, puesto que no está concluido el que se levanta en Caracas. Es asombroso el descuido que se nota en este ramo y es tan importante su mejora, cuanto que de ella depende, en gran manera, la administración de justicia. Hasta ahora, los jueces territoriales, al aprehender a un reo, lo ponían en marcha a disposición de la Corte Superior, con el sumario, porque no habiendo cárcel en que asegurarlos, la imperiosa necesidad los obligaba a hacerlo; pero esto ya no es posible; ningún venezolano puede ser distraído de sus jueces naturales, y como nadie puede faltar a esta disposición constitucional, todos los crímenes van a quedar impunes, si no se establece, por lo menos en cada cabecera de cantón, una cárcel segura. El Ejecutivo cumple su deber representando que, por efecto de las disposiciones existentes, no debe contarse con esto en mucho tiempo".

La afirmación de una figura fundamental de la burocracia nos lleva al terreno de la contradicción entre la realidad y los ideales. Es evidente cómo se impone la primera sobre los segundos, no en balde declara la imposibilidad inmediata de transformarla en términos positivos. Desde el siglo XVI ha funcionado una cárcel en la capital, situada en la esquina de Principal. El local se caracteriza por la sordidez, pero no experimenta mejorías en las primeras décadas de la república. En 1837, el diputado Francisco Aranda la llama "mala y horrorosa" en carta que dirige al Presidente de la República. En 1843, el diputado Tomás Lander le dedica las siguientes letras que publica en El Relámpago: "La cárcel que tiene Caracas es una mansión de horrores. El venezolano que se ve encarcelado deprava su moral con la vista de los objetos que le circundan, se deprava a sí mismo, porque cuanto ve y cuanto oye lo empuerca y lo envilece, y se familiariza con el crimen por el inmediato roce en que la sociedad lo coloca con todos los criminales".

La situación permanece en 1856, pues un informe para el ministro del ramo lamenta que las refacciones en el edificio no hayan parado en nada bueno: "Así ha estado desde el coloniaje y parece que continuará para vergüenza nuestra, para escarnio de la justicia y de la vida republicana". Sin embargo, el lugar que por fin estrena nuevas construcciones no varía la rutina en su interior. Denuncia El Candelariano, en su edición de 5 de noviembre de 1851: "No es cárcel, sino un lugar calculado para hacer morir muy en breve a un hombre en medio de los tormentos más atroces". Pero, ¿qué pasa en las provincias? Nada edificante, la continuación de una cadena de apresamientos miserables, dejados y ofensivos de cuyas vicisitudes apenas se ofrecen ahora contados detalles.

Pedro María Ortiz, preso en Angostura, se queja en 1833 de que lo están matando de hambre junto con otros infortunados. Dos años después, en la fortaleza de Maracaibo viven hacinados los prisioneros, hasta el punto de que se busca la manera de trasladarlos hacia Puerto Cabello para evitar "horribles consecuencias de orden público". La casa que sirve de prisión en Cariaco en 1848 es una ruina: "Hállase la existente en el mayor estado de deterioro, amenazando aplastar a los pobres que dentro están". En las bóvedas de La Guaira no existe manera de atender a los reos enfermos, afirma el alcaide en 1849. El funcionario le escribe al ministro "por razones de humanidad". De acuerdo con un expediente de 1839, la penitenciaría de Barcelona es un caos. Como funciona en una propiedad alquilada que antes servía como domicilio familiar, carece de los mínimos requisitos de seguridad. Los cautivos hacen lo que les viene en gana, no sólo por lo inapropiado del lugar sino también por la complicidad de los escasos e irresponsables celadores. Pero la situación no es mejor en Barquisimeto, según oficio de 1853: "Considerando el carácter indómito de la mayor parte de los encausados y los excesos que se cometen dándoles dinero, sin embargo de la vigilancia de los Alcaides, se proporcionan licores y se entregan a juegos de azar y suerte, de que resultan pleitos de gravedad, tanto que ayer un preso, por motivos de esta especie, hirió cruelmente a otros". En breve se enteran en el ministerio de las tremolinas que suceden en las permisivas celdas de San Cristóbal. Los presos se niegan a desyerbar las calles y las plazas, sólo asisten cuando quieren a los oficios religiosos y han convertido una de las celdas en ruidoso botiquín, en el que venden sin ocultamiento botellas y copas de aguardiente. Los delincuentes han hecho de su galera un club, en suma.

Pero son cosas del ayer lejano, testimonios de un pasado yerto y enterrado que seguramente apenas toquen la sensibilidad de los lectores acostumbrados a los avances en materia carcelaria que ha experimentado la sociedad en nuestros días. Quizá piensen que observan un desfile de incuria y atrocidad cuyos detalles no les incumben y cuyo registro no deja de ser una ociosidad en la humanizada y revolucionada república de la actualidad. No obstante, y sabrán perdonar, fueron ahora el único recurso del escribidor para cumplir su compromiso dominical. 


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