Despertar a la Realidad

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Por Daniel R Scott

"Ahora sabemos que somos mortales"( Paul Valéry )

Escasamente un siglo atrás el hombre se divinizó a sí mismo en grado sumo. ¿Por qué? Porque en virtud de sus grandes e indiscutibles logros, le pareció haber subyugado y sometido a su dominio los poderes de la naturaleza y de la materia, proclamándose amo y señor de todo. Por su puesto siempre y desde un principio hubo dolorosas evidencias de que tal pretensión era del todo errada, que era un disparate creerlo. Por ejemplo: Un Titanic al que "Dios no podía hundir", terminó en definitiva hundiéndose en su primera travesía, y no precisamente por Dios, sino por obra y gracia de algo tan inanimado, helado y a la deriva como un gran tempano de hielo. Esto debió haber bastado para echar por tierra las pretensiones humanas de divinización. Pero este acontecimiento, ocurrido en los umbrales del siglo XX casi nuevo y sin abusar, parece que no le dio ninguna lección al género humano. El hombre siguió en su empeño de creerse superior ante la creación. Se siguió considerando la corona de la creación. Un Dios. Si nos tocara definir con breves palabras la arrogante actitud del hombre de los siglos XIX y XX ( en el orden político, social, filosófico, científico y tecnológico, entre varias más que deseo omitir ) se utilizarían las de aquel texto bíblico que dice: "Vosotros sois dioses." Parecían existir, para bien o para mal, motivos mil para tal conducta. El superhombre proclamada por Nietzche, el risible pero peligroso "Reich de mil años" de Hitler, el culto a la personalidad de un Stalin o un Mao, el primer hombre orbitando la tierra dentro de su sofisticado aparato espacial y el histórico y televisado alunizaje de 1969 parecieron, entre otras metas alcanzadas por el hombre, confirmar la tesis de que, ciertamente, el hombre era un Dios. Pero llegado el siglo XXI tal creencia se desvaneció como una neblina ante el sol del mediodía.

Hoy todo ha cambiado. Celebramos con alegría y esperanza el advenimiento del siglo XXI para descubrir muy pronto que no existían globalmente hablando motivos para tal alegría o esperanza. O al menos eso parece. Han sucedido cosas y hechos entre el hormiguero humano que nos han demostrado cuan equivocados estábamos. No somos más resistentes que una telaraña. Abrimos nuestro entendimiento ante nuestra propia finitud. Somos vulnerables como animalitos sin concha ante el soplo de una creación atormentada. Sucesos y fenómenos noticiosos tales como el atentado a las Torres Gemelas, el fundamentalismo islámico, los nacionalismos exacerbados, guerras locales, pequeños genocidios, epidemias sin nombres, terremotos y sunamis nos han abierto los ojos, dejándonos atónitos y obligándonos a reformular los conceptos que nos forjamos respecto a nosotros mismo y al papel que realmente jugamos en este mundo. A lo sumo somos dioses de la mortalidad.

Todo se complica además por lo avanzados de nuestros medios de comunicación. Alguien dijo muy acertadamente que el mundo era una "aldea global." Al respecto Billy Grahan escribió: "Se puede llegar físicamente a cualquier parte en un vuelo de pocas horas, y en pocos segundos por las ondas inalámbricas." Hoy, en esta gloriosa Era de la informática y el internet y otros medios hijos del ingenio humano, esa aldea global se ha reducido a una simple casa llamada "planeta tierra" donde todos parecemos habitar muy juntos y apretados. ¡Es tanto lo que se ha acortado el tiempo y el espacio! En escasos segundos lo que sucede en cualquier parte del planeta se difunde a la velocidad del rayo en las pantallas de nuestro televisores y computadoras. Vencimos las barreras del tiempo y del espacio. Somos algo omnipresentes. Con razón pues el hombre se cree un Dios. Esto es bueno solo en cierta medida porque no solo se difunden las hechos y acontecimientos sino también las tensiones y preocupaciones que ellos encierran. Sigue diciendo Billy Graham: "Esta accesibilidad aumenta la difusión de las tensiones y disensiones." Preocupación, tensión, paranoia. ¿Quién no experimenta un temor paralizante al contemplar las imágenes de un terremoto en un país tan avanzado y de cultura tan milenaria como el Japón o de un océano que se lleva todo lo que encuentra a su paso tierra adentro? ¿Quién no se conmueve ante la guerra fratricida que tiñe de rojo a Libia? Más aun, y que es el tema que vengo desarrollando: ante esas noticias nos invade el temor y tomamos conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra insignificancia, de nuestra propia fragilidad y mortalidad. No somos dioses. De nada vale haber construido tan grande civilización, todo es un gran edificio de naipes que cae al menor soplo. Pienso que ese es el sentimiento predominante entre los hombres hoy. No soy pesimista: solo observo.

Sí, "El siglo XXI ha comenzado con la agotadora comprensión de que no hay lugar seguro sobre la tierra."(John Piper ). Esto no es del todo malo. Es buena esa agotadora comprensión si nos ayuda a dar un paso adelante, obligándonos a hacer un minucioso examen de conciencia que nos lleve a saber cuál es nuestro rango real en este mundo. Quizá solo así estaremos capacitados para seguir la máxima del apóstol Pablo: "Digo a todos ustedes que ninguno piense de sí mismo más de lo que debe pensar. Cada uno piense de sí con moderación." Debemos pensar con cordura cual es el papel real que debemos representar y cuál es el límite de nuestras posibilidades y talentos.

Solo así podremos retomar nuestra verdadera grandeza.
21 Marzo 2011

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