Pancho Ascanio: entre el canto y la madera

Francisco “Pancho” Ascanio se revela como un hombre de dos artesanías: la carpintería y la música llanera.

—Me gustaba andar por los caminos cantando joropo. Era muchacho, tenía trece años. Escuchaba al Carrao de Palmarito, a Montoya, a Ángel Ávila, a Pedro Rodríguez. Esa música me llamaba.


Por José Obswaldo Pérez

En la Plaza Bolívar de Ortiz, bajo la sombra asoleada de los robles, el primo Francisco “Pancho” Ascanio se revela como un hombre de dos artesanías: la carpintería y la música llanera. Con más de treinta años entre sierras, muebles y accidentes que dejaron huella en sus dedos, Pancho no sólo construyó con madera, sino también con melodía.

—Yo soy artesano en la carpintería, conozco mucho de eso ahorita —dice, mientras recuerda con orgullo que todavía hay muebles hecho por él que aún se conservan desde hace más de tres décadas.

Nació en 1955, hijo de Juana Bautista Ascanio y Asiclo Victorino Aguirre Pérez, de los Aguirre de Tiguigue. Su linaje está marcado por la laboriosidad y la memoria oral.

—Mi abuela María Teresa y mi tía Isabel hacían porrones. Eran artesanas también. Mi mamá ordeñaba, hacía queso, sembraba plantas en ollas viejas con huequitos para que el agua no se quedará. Yo aprendí a ordeñar, pero no aprendí a hacer queso, te digo la verdad.

Llanero de sabana y de cerro, Pancho montó caballos, cargó latas de agua, y recorrió caminos bajo palmas quemadas. Su vida está tejida con los hilos de la tierra y el canto.

—Me gustaba andar por los caminos cantando joropo. Era muchacho, tenía trece años. Escuchaba al Carrao de Palmarito, a Montoya, a Ángel Ávila, a Pedro Rodríguez. Esa música me llamaba.

Su formación fue empírica, como la de tantos sabios populares. Aprendió carpintería en el aserradero de La Caimana, manipulando máquinas y observando a los maestros.

—Pero no basta la teoría, es la práctica —afirma con convicción—. Ahí fue donde me accidenté este dedo, por cierto

La música llegó temprano, con un cuatro comprado por su madre por treinta bolívares.

—Le dije: “Cómprame un cuatro”. Y me lo compró. Mi hermano me enseñó las primeras notas. Después el maestro Tomás Silva me dijo: “Si un pasaje no te sale en un tono, hay que buscarlo en otro”. Eso no lo sabía yo.

Desde entonces, Pancho se lanzó a los bailes campesinos, a los clubes de San Juan, a los homenajes y programas de radio y televisión como Así es mi tierra que dirigió Luis Brito Arocha en Venezolana de Televisión, cuya grabación se realizó en Hato El Totumo en San José de Tiznados en 1981, dónde le tocó participar y dejar huella.

—En el año 77 estaba yo recién salido del cuartel y me invitaron a cantar en El Club de Ochoa. Canté dos temas de Damaso Figueredo. Tenía 21 años. Fue la primera vez que canté ante un público.

Pancho es memoria viva de los conjuntos de arpa, de los domingos criollos en el Club Los Cocos, de los homenajes a Magdalena Sánchez, de los encuentros con el Indio Figueredo.

—Conocí al maestro Néstor Acevedo, a Don Adelio Estrada, a Juan León. Canté en el Club Militar Los Cocos, en el Excelsior, en el Club de Marina. Cada quince días me contrataban en San Juan.

Su relato es un tejido de nombres, lugares, afectos y saberes que dignifican la vida cotidiana. Pancho no es sólo un carpintero ni sólo un músico: es un archivo oral, un testigo de la cultura popular, un hombre que canta y construye desde la raíz.


—Yo tengo dos partes de la artesanía —resume con una sonrisa—: la madera y el canto.




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