Todos somos maestros
Diría de forma tajante que, inevitablemente, por nuestra natural permeabilidad a la experiencia con otros, querámoslo o no, seamos conscientes de ello o no, todos somos formadores, todos impactamos, para bien o para mal, en el entorno comunitario en el que transcurren nuestras vidas.
Por Óscar Henao Mejía
Es usual asociar el oficio de enseñar con los maestros adscritos al sistema de la enseñanza. Vale la pena aclarar que el territorio educativo no se ciñe sólo a los límites de la escolaridad. La escuela es, apenas, una de las escenas, quizás la de mayor importancia, en el recorrido de la formación.
Pero el territorio real y más genuino es la vida misma, en cada lugar y en cada momento. A cada instante los seres humanos, niños, jóvenes o adultos, estamos recibiendo de la experiencia en la cual desdoblamos nuestra existencia, motivaciones, informaciones, modos de moverse por el mundo, que afectan, de forma positiva o negativa, el edificio personal que vamos construyendo. Quienes interactúan con nosotros impactan permanentemente en los modos que vamos incorporando y asimilando.
Diría de forma tajante que, inevitablemente, por nuestra natural permeabilidad a la experiencia con otros, querámoslo o no, seamos conscientes de ello o no, todos somos formadores, todos impactamos, para bien o para mal, en el entorno comunitario en el que transcurren nuestras vidas. En cada momento aprendemos de otros y enseñamos a muchos otros, generalmente sin decir palabra, simplemente, con nuestra peculiar manera de transcurrir por el mundo.
El número de aprendices varía, según el entorno y las circunstancias. Algunos dan lecciones para uno, dos, tres o más hijos. Otros, además de la prole de casa, tenemos audiencia en aulas de amplio número de estudiantes. Muchos otros impactan desde su particular rol en su profesión, en su responsabilidad, en las tareas que les corresponde.
Por eso, igual que recuerdo ahora al primer maestro de escuela que marcó mi vida de forma significativa, Don Astor Carvalho, me viene a la memoria también Doña Lucila Bustamante, de quien aprendí, de la forma más bella, sin escuela ni exámenes, y con generosa dosis de cariño, las primeras letras, al lado de mi inolvidable amigo -otro hermano de la infancia- Gerardo Baena.
Y, de la misma manera que evoco a quienes en la escolaridad me contagiaron el gusto por la literatura, los que encontraron pretextos para despertar mi sentido crítico, los que a través de la música lograron darme la dimensión estética, los que me enseñaron a ser recursivo, los que le dieron "clic" a mi sentido común y los que me empujaron a tantos retos, hago el reconocimiento a un sinnúmero de maestros anónimos que en la cebra del semáforo, en las colas del banco, en la parada del bus, en el supermercado, en el puesto de verduras, en las salas de cine, tuvieron un gesto, una palabra, un ademán, que me hicieron sentir que había algo nuevo para aprender, que había algo importante para emular.
Todos, inevitablemente, somos maestros. El problema es saber qué es lo que realmente enseñamos.
Fuente: El Colombiano