El paludismo en ‘Casas muertas’

Cuentan que, para poder describir de manera realista y creíble el cuadro sintomático de un episodio palúdico, Otero Silva acudió a un curso completo de paludología


Por Fernando Navarro

Casas Muertas (1955), la segunda novela del escritor venezolano Miguel Otero Silva (1908-1985), es una denuncia de los estragos que el falso progreso y la modernización desintegradora causaron en muchas zonas de Hispanoamérica. En sus páginas, el autor narra la decadencia de un pueblo venezolano llamado Ortiz, devastado por el paludismo, el abandono institucional, la violencia política y la emigración de sus habitantes hacia las grandes ciudades y las zonas petrolíferas del país, con la consiguiente despoblación y deterioro de sus edificaciones y tradiciones en los llanos centrales de una Venezuela vaciada.

Cuentan que, para poder describir de manera realista y creíble el cuadro sintomático de un episodio palúdico, Otero Silva acudió a un curso completo de paludología. Con aprovechamiento, añadiría yo, a juzgar por el siguiente pasaje que reproduzco del capítulo 30 de la novela:

Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se sintió invadido en pleno trabajo por pastosas oleadas de pereza, de lasitud, de abandono, sacudido por breves latigazos de frío.

―Tengo el cuerpo cortado ―dijo, y caminó hacia la sombra.

Pero Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, sabía que ya venía a su encuentro el ramalazo de un acceso palúdico y se dispuso a recibirlo. Acurrucado sobre los hilos del chinchorro sintió llegar a su piel, a la pulpa de su carne, a la raíz de sus cabellos, a la masa blanca de sus huesos, un frío que iba creciendo como un caño y haciéndose más hondo como una puñalada. Se estremeció el chinchorro bajo el temblor de sus miembros y el entrechocar de sus dientes. Arrebujado en la cobija, en la sábana, en el mantel, en lo que topó a mano para cubrirse, Celestino era un espectro pálido, sacudido por trémulos furiosos de hielo y angustia.

El frío se extinguió al rato. En su lugar surgieron aletazos de calor cada vez más intensos, cada vez más frecuentes, cada vez más febriles. Celestino se despojó de la cobija, de la sábana, de los trapos todos que lo cubrían y comenzó a arder como una lámpara, encendido el rostro como la flor de la cayena, de arcilla los labios resecos, de espejo brillante las pupilas dilatadas. Breves globitos de sudor, que se hicieron poco a poco más amplios hasta unirse los unos y los otros en un solo sudor total, cubrieron la frente, las manos, el cuerpo entero de Celestino. Era un sudor a raudales que traspasaba las ropas, diseñaba manchones en el tejido del chinchorro y goteaba en el suelo como el rocío.

Después descendió la fiebre y Celestino experimentó una extraña, inesperada sensación de ternura, un injustificado bienestar de sentirse liviano y con vida, no obstante que le dolían los músculos de la espalda, las coyunturas de los brazos, los huesos de la cabeza.

También, lentamente, desaparecieron los dolores. Y Celestino, que bien pudiera ser Diego o José del Carmen, se alzó del chinchorro y, caminando en silencio, con la frente baja y los ojos cansados, volvió al trabajo que había dejado abandonado cuatro horas antes.


Fernando Navarro es médico y traductor de origen espanol. Articulo originalmente publicado en Diario Médico

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