Aquí aparece la pregunta central que ya nadie logra sofocar: ¿Qué detiene a Trump?
Por Xavier Padilla
IMAGEN | La guerra avisada no mata al soldado, dicen. Lo que sí mata es la guerra que se anuncia y se congela.
Todos conocemos el dicho: «Guerra avisada no mata a soldado». Hoy, pocas frases pueden causar tanto daño.
La guerra real no funciona como un teatro con telón. La guerra vive del silencio, de la sombra, del movimiento que ocurre cuando nadie está mirando. La guerra, cuando se anuncia, se convierte en espera, fatiga, desgaste moral.
Trump lleva tiempo avisando. La flota se desplaza, se extiende, se repliega. Los marines entrenan cada madrugada como si ese día fuera el último antes del combate verdadero. La maquinaria se mantiene girando en el vacío. Y toda máquina que gira sin descargar su potencia comienza a romperse por dentro. El soldado se entrena para actuar, no para esperar eternamente.
La opinión pública también se fatiga. Al principio se acumula energía. Luego aparece la duda. Después surge la burla. Finalmente llega la palabra más corrosiva de todas: «fanfarrón». Eso ya empieza a ocurrir.
El pueblo venezolano mantuvo durante meses una fe sostenida por señales concretas. Cada nuevo buque, cada nuevo despliegue, cada nuevo gesto, palabra, sílaba. Hoy esa fe entra en fase de erosión.
La expectativa prolongada sin desenlace transforma la esperanza en ansiedad. La ansiedad se vuelve irritación. La irritación busca culpables.
Trump empieza a ser visto como un bocón por sectores que hace meses lo veneraban como el ejecutor final de una justicia aplazada durante décadas.
Y aquí aparece el núcleo del problema: una amenaza sostenida en el tiempo pierde filo. Una promesa sin fecha pierde peso. Un músculo sin descarga pierde potencia.
La guerra avisada no mata al soldado, dicen. Lo que sí mata es la guerra que se anuncia y se congela. Mata la moral. Mata la credibilidad. Mata la percepción de inevitabilidad. Mientras tanto, el régimen aprende. Mide reacciones. Reacomoda peones. Traslada activos. Limpia rutas. Refuerza túneles. Reubica rehenes. Ajusta alianzas. Cada día de espera favorece al criminal.
El régimen necesita resistir en el tiempo. Trump necesita golpear en el momento justo. Entre esos dos relojes se juega algo más que una intervención: se juega la psicología de millones de personas.
Aquí aparece la pregunta central que ya nadie logra sofocar: ¿Qué detiene a Trump?
En mi modesta opinión lo detiene el mapa invisible de intereses financieros. Lo detiene la red de potencias que usan a Venezuela como tablero indirecto. Lo detiene la filtración permanente. Lo detiene su propio campo minado político interno.Nada de eso elimina la opción militar, pero la aplaza. La tensa. La deforma. Y mientras tanto sucede algo mucho más grave: la guerra deja de parecer guerra. Se vuelve narrativa. Se vuelve espectáculo. Se vuelve espera mediática.
El problema de la guerra avisada es que convierte el acto en una novela. Y toda novela, cuando se alarga demasiado, termina perdiendo seguidores.
El régimen necesita resistir en el tiempo. Trump necesita golpear en el momento justo. Entre esos dos relojes se juega algo más que una intervención: se juega la psicología de millones de personas.
Hoy la sospecha empieza a circular como un murmullo pesado: «Tal vez no viene». «Tal vez nos usaron». «Nos vendieron humo». «Era presión vacía». Ese murmullo es más peligroso que cualquier misil. Porque cuando un pueblo deja de esperar la liberación, empieza a adaptarse a la cárcel.
Y cuando un ejército deja de esperar la orden, empieza a consumirse en entrenamiento estéril. Si «guerra avisada» no mata soldado, guerra suspendida desangra a todos sin disparar.
Por eso, ahora sólo ocurrirá cuando la sorpresa vuelve a existir. Ahí la maquinaria recupera sentido. Ahí la historia deja de anunciarse y vuelve a suceder.
