La hora del Ángelus
— Infundid, Señor, vuestra gracia en nuestras almas, para que, pues hemos creído la Encarnación de vuestro Hijo y Señor nuestro Jesucristo anunciada por el Ángel, por los merecimientos de su Pasión y Muerte, alcancemos la gloria de la Resurrección. Amén. — Se escuchó el rezo en el largo zaguán de la Casa del Chaguaramo.
Por José Obswaldo Pérez
ERA TEMPRANO. Empezaba a rayar el día, cuando apareció el Padre Juan Ignacio Ibáñez – el entonces cura de Ortiz -, en el negocio del don Domingo Rodríguez Moreno. El establecimiento comercial ubicado entre la calle principal y calle San Juan, donde trabajaba Nicanor. Vestía de sotana negra y llevaba un homiliario en la mano izquierda. Ibáñez había llegado al pueblo de Santa Rosa, en noviembre de 1914. Estaba residenciado en la casa de la familia Navarrete, en una esquina de la Plaza Bolívar.
Ibáñez se acercó al mostrador y pidió - cortésmente y con cierta devoción -, sus predilectos tabacos de tres por centavo.
—Mea catirito — le manifestó el cura a Nicanor, con un acento peculiar —véndeme medio tabaquitoz de loz deamaz.
Mencionaba el monaguillo Nicanor que el acento peninsular del sacerdote era recordado por los vecinos del pueblo. Se trataba de un español con “una curiosa forma de hablar y era eso, su lenguaje, nos hacía recordarlo”, agregaba.
— Un día domingo, entrando en la casa de sus anfitriones, el párroco le dijo estas palabras a la señora Navarrete: “Mire señora, yo quisiera un burrico para llevar los chismes a Parapara”.
Entonces, la señora Navarrete repostó sorprendida:
— ¡Hay Padre! Pero, ¿cómo usted va a llevar los chismes de aquí a Parapara? No haga eso...
Era sólo pura gracia. El religioso provocaba con su humor esas historias del pasado venidas de pleitos entre vecinos de Ortiz y Parapara. Aún recuerdos perecederos de eternas querellas, muchas heredadas por años de sus antiguos benefactores. Eso lo sabía todo el mundo y el Padre Ibáñez se prestaba para hacer memoria, a veces, desde el púlpito de la liturgia dominguera o en las fiestas familiares de los vecinos. Así, se divertía y entretenía a los demás.
En otro tiempo, también, ocurrió otra cosa parecida. Una historia que Nicanor casi olvida por completo; pero, el trataba de recordarla, esforzándose, una y otra vez, para remendar algunos recuerdos de su abuela doña Evarista Moreno Vilera. Su confidente de esos remiendos de su memoria. El relato pertenecía a una pelea de parroquianos. A una disputa entre vecinos de Las Mercedes y Santa Rosa de Lima, antiguas parroquias de Ortiz, cuando un pasado atrás floreció en ellas rivalidades y conflictos limítrofes locales.
Todo comenzó con la protesta de los mantuanos de Santa Rosa de Lima contra los parroquianos de Las Mercedes. Los primeros se opusieron a que últimos la realicen los oficios religiosos en la Casa de El Chaguaramo. Eso fue en 1911, cuando el gobierno del general Juan Vicente Gómez inició la reparación del templo orticeño, el cual estaba en malas condiciones. E igual le pasaba a la capilla de Nuestra Merced, prácticamente en escombros.
—Entonces los católicos de Las Mercedes vinieron a hablar con el Padre Juan Bautista Franceschini, para proponerle que pasara la iglesia y los oficios religiosos a la Casa de El Chaguaramo, pero los mantuanos de Santa Rosa no quisieron—, explicó Nicanor.
Fue un “no” rotundo. Las familias aristocráticas de Santa Rosa se habían opuesto. Así, se originó una disputa, en la que ningún vecino de ambos sectores podía pasar de un lado a otro. La situación fue agravándose y el asunto llegó hasta el presidente del Estado. De este modo, el mandatario tuvo que intervenir con un delegado del gobierno regional. El designado fue el doctor Manuel Emilio Toro Chrimíes, un destacado jurista de El Socorro, y residenciado en Aragua. Con inteligencia y apremio logró reunir a las partes del conflicto en la Plaza Bolívar,
—Un puente de ladrillo – decía Nicanor —, fue la línea divisoria entre las dos parroquias, ahora cubierto de cemento.
A parte de los hermanos Rodríguez, quienes con ejercicio memorialista aportan algunas anécdotas de este asunto ocurrido a principios del siglo XX, más nadie recuerda el hecho. Porque quienes la vivieron hoy son difuntos.
— Infundid, Señor, vuestra gracia en nuestras almas, para que, pues hemos creído la Encarnación de vuestro Hijo y Señor nuestro Jesucristo anunciada por el Ángel, por los merecimientos de su Pasión y Muerte, alcancemos la gloria de la Resurrección. Amén. — Se escuchó el rezo en el largo zaguán de la Casa del Chaguaramo.
Una vez unas liceístas haciendo de periodistas de El Estudiantil, vocero de los estudiantes del liceo local, le preguntaron a Nicanor, ¿cómo se hizo el monaguillo de las Casas Muertas? Y él les respondió con interés, empezándole por contar su vida de niño y reencarnándole la imagen del muchacho sacristán, limpiador santos en la Iglesia Santa Rosa de Lima de Ortiz.
Nicanor era un jovenzuelo, un poco flaco. Se gastaba unos pantalones corto y aunque estaba en la edad de usarlos más largos —como mandaba la costumbre de la época—, no se los ponía. Había sido el monaguillo de varios curas del pueblo. Desde el Padre José Carmelo Matute, pasando por los párrocos Vera, Ibáñez, Peña, entre otros.
—Bueno, como he dicho siempre: Casa Muertas fue escrita en esta casa y cuando Miguel Otero Silva la terminó se la releyó a mi mamá, así como a otras personas que vivíamos aquí— dijo, humildemente.
La otra tarde el niño Nicanor salió de la bodega, donde trabajaba para ayudar al Padre Peña en las labores eclesiásticas.
— Voy a ir a limpiar la Iglesia, tío Domingo—dijo.
— Pues, anda muchacho — le respondió el tío, el antiguo concejal y representante civil del municipio.
Era casi siempre. Domingo Rodríguez Moreno, hombre bondadoso y con derramada sencillez, le daba el permiso. Por su parte, Nicanor tenía esa gratitud con Dios: ayudar al Padre Pernía (o el Padre Peña como era su verdadero apellido) en la misa, en la limpieza de la iglesia junto con otros muchachos de la época. Luego de las labores caseras, Nicanor salía corriendo de la bodega de don Domingo, luciendo sus canillitas delgaditas a cumplir con el gesto humano de desempolvar a los santos y adórnalos con flores hechas de tela bañadas con esperma de vela.