DESMEMORIADOS*

Por Antonio López Ortega
alopezo@movistar.net.ve


La impresión es la de una cultura que tritura el recuerdo, que no lo asimila, que lo tira al borde de la vía (si es que hay una vía) sin ningún asomo de arrepentimiento. La desmemoria -un término que acuñó con maestría el escritor paraguayo Augusto Boa Bastos— se hace de todos los ánimos y el pasado no es necesario para vivir, pues se vive en la instantaneidad del presente. En este ámbito que se ha impuesto habría que preguntarse honestamente si nociones como las de libertad y de democracia en verdad cuentan para el venezolano de a pie, encantado como parece estarlo con la inmediatez, con la solución práctica de los apuros cotidianos, con la emergencia. En nuestra miseria infinita, atesorada sin clemencia en estos últimos lustros, basta que se ponga un poco más de circulante en la calle para que todas las nociones históricas que han sustentado nuestro modo de vida se sumerjan en una especie de inconsciencia.

La Venezuela pueblerina que recorre Juan Liscano en los años treinta, a la vuelta de sus estudios en Suiza, es fundamentalmente una Venezuela llena de valores, de signos culturales. Puede que haya sido una Venezuela pobre, sin recursos, pero nunca miserable, sino más bien llena de signos vitales. En la literatura folklórica, la imagen recurrente del araguaney como árbol nacional no es para nada azarosa; esconde más bien un sentido profundo de la existencia: florecer en medio de la austeridad. Estar cerca de la tierra, según Liscano, asegura los nutrientes. De allí que nuestras celebraciones rituales o nuestras maravillas musicales sean tan variadas como ricas o complejas: en su mezcla o diversidad reflejan lo que es nuestra cosmovisión profunda. La religiosidad parece ser la impronta mayor de estos cantos y melodías, y este tópico recurrente quizás esconda el muy terrenal afán de trascender, de proyectarse más allá de los tiempos que nos circunscriben.

Pero esta Venezuela rural relatada por Liscano tiene ya poco que ver con la Venezuela mayoritariamente urbana del presente. La pobreza de ayer era al menos una pobreza con valores culturales, con memoria. Pero la pobreza de hoy encaramada en tos cerros o disperse en nuestras barriadas periféricas, no esconde más que desapego, desarraigo, desmemoria. Construir sobre esa base tan disminuida es tarea titánica, pues ni siquiera las nociones básicas de la nacionalidad están aseguradas. Se diría que la parafernalia bolivariana ha sabido morder en la ignorancia y extraer sus réditos sacando a flote el último recurso de la vieja mitología del procerato independentista, del cual el más maltrecho de los venezolanos retiene aunque sea una vaga idea. En el pasado —dice esta conseja— fuimos mejores, y si no los somos ahora es porque alguien nos lo impide.

No tener memoria nos vuelve muy pobres -pobres de recursos— y nos sitúa en la vorágine de la inmediatez. No saber de dónde venimos, qué fuimos, también nos impide comparar. Borrar el pasado extirparlo de las conciencias, es una estrategia que asegura capital político a corto plaza De allí que cualquier ensayo de reconstrucción nacional pase forzosamente por la rehabilitación de la memoria (de la verdadera). En la balanza oscilante que históricamente nos ha situado entre hombres, fuertes y empresas ciudadanas, puede que el cobijo de las primeros convenga para el venezolano de a pie que diariamente cuadra su existencia más orgánica, pero ya vendrá la hora de los ciudadanos, que es la que se construye entre todos, más allá de Mesías o iluminados.
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*Tomado de El Nacional, martes 11 de septiembre de 2007/p 13