NOTACIÓN MUSICAL DE LLOVIZNA Y CRISTAL
Me acosté el sábado por la noche y el domingo me amaneció sin haber podido dormir ni siquiera media hora. El pesado y temido amigo insomnio me visitó sin previo aviso ni mediar palabra alguna, perturbándome el sueño, la paz y la alegría.
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Por Daniel R Scott
Sale nuevamente el sol sobre el humilde pueblo de Parapara. Se filtra entre las ramas de la arboleda y el trinar de los pájaros un amanecer inusualmente frío por obra y gracia de las lluvias del mes de agosto. Por lo general, el clima de Parapara es caluroso y sofocante, propio del "bosque seco tropical" dijera el cronista e historiador Oldman Botello. La temperatura es tan alta, espesa y húmeda, que al caminar sus calles sientes sumergirte dentro de ella como si se tratase de las aguas de las lagunas del llano. Los más inconformes empotraron en las paredes de sus casas aires acondicionados para burlarse del calor y vivir dentro de un clima artificial, falso y surrealista.
Me acosté el sábado por la noche y el domingo me amaneció sin haber podido dormir ni siquiera media hora. El pesado y temido amigo insomnio me visitó sin previo aviso ni mediar palabra alguna, perturbándome el sueño, la paz y la alegría. Los segundos se convierten en minutos y los minutos me parecen horas, y no faltará alguna hora insolente de la madrugada que se me ría en mi propia cara. En este caso de nada me sirvieron las estratagemas, ardides y trucos de antes para echarle fuera: ni la respiración abdominal del niño recién nacido, ni contar del uno al cien y del cien al uno como me lo recomendó cierto médico, ni ninguna de los otros ejercicios de meditación creativa que practiqué a mediados de los noventa. Todo falló. El insomnio me sujeto fuertemente por el cuello decidido a no soltarme hasta que cantara el último gallo en el corral y las primeras hilachas de claridad se golpearan contra la ventana de vidrio cuarteado y metal oxidado de la habitación. Resignado, a eso de las 4.00 a.m., me dejé caer boca arriba sobre la cama insomne, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, espiando antes de tiempo por la ventana la aparición de los primeros candiles del día.
Ya va amaneciendo. El paso de las horas traen a rastras las primeras luces del nuevo día. Aunque ya la oscuridad es lentamente disipada por la tímida y friolenta aurora de los llanos, siento que el tizne de la madrugada se me quedó en las ojeras, resaltando el cansancio de la mirada. Menos mal que nadie me ve. En los silencios matutinos de la atmósfera dominical con sabor a misas y capillas evangélicas, comienza a lloviznar sobre el techo de acerolit. El rebotar de las gotas son las tristes campanadas que llaman a un selecto número de fieles a los cultos y a la liturgia de la melancolía. Al rato oigo un ruido, breve y repetitivo, que por su naturaleza sobresale por encima de los otros. Es una rudimentaria musicalidad quebrada, algo parecido al el xilófono o marimba, el instrumento musical que en los días de mi infancia marchaba triunfal en manos de la acompasada "banda seca" del Grupo Escolar "Republica del Brasil", donde cursé mis estudios primarios. Recuerdo que un niño o una niña, engalanados con un vistoso traje militar como sacado de los días de la independencia sudamericana, tocaban en ese plateado artefacto "El Amor Es Azul" del director de orquesta Frank Pourcel. Esta musicalidad en miniaturas de cristal (un tintineo) que ahora oigo no parecen cosas de la lluvia: cada uno de los sonidos posee colorido, soronidad y carácter propios, danzando en torno a una técnica o principio de los que rigen el universo musical. El ritmo parece provenir de algún trozo de pentagrama desgarrado y mutilado por manos profanas y criminales. Es una melodía primitiva, básica y hasta torpe, pero agradable al oído: se le nota cierto arreglo, una combinación sonora de un par de notas musicales. ¡Qué cuernos! ¿De qué otra forma podría describirlo? Soy un mal letrado y no conozco el argot. Lo que oigo, en fin, es el neuma o fragmento recuperado de una canción perdida en los escombros arqueológicos del olvido y la desidia.
Mente e imaginación se me dieron cita para deliberar e intercambiar opiniones, pero no dieron con el origen de la discapacitada nota musical. "¡Ah que más da!" me dije. "Hay que verlo". Me senté en la cama aguzando el oído. Nada: mis cinco sentidos están hechos un asco con esto del insomnio. Me puse en pie, caminé hacia la puerta y miré a todos lados. El misterio se resolvió: el canto gregoriano viene de varias botellas de cerveza vacías golpeadas rítmicamente por las gotas de agua que caen del techo de acerolit. Eso es todo. El beodo las dejó amontonadas allí, sin sospechar en su ebriedad que el talento innato de la llovizna matutina sacaría la música oculta en el cristal. Cosas de borrachos y del período pluvioso. Nada más fortuito y artístico. La verdad es que, en el peor de los casos, vivimos en un mundo maravilloso, después de todo.
Revelación: todas las cosas, hasta las más prosaicas, atesoran en sus átomos invisibles un ritmo oculto a la espera de ser descubierto y llevado a un pentagrama, y del pentagrama a las grandes orquestas del mundo. En mi caso, lamenté de veras no tener alma de músico o ser compositor bien dotado para extraer los vestigios y restos melódicos del vidrio y de la lluvia, para componer alguna canción que resuene en algún concierto. El público se pondría de pie y no cesaría de aplaudir, como en "El Mesías" de Handel.
¿Quien me asegura que de los rumores confusos y los ruidos ensordecedores de una ciudad capital no se puede extraer, con estudios, corazón e imaginación, una gran sinfonía que deleite el oído culto de los públicos selectos?
15 de Agosto de 2008