Periodismo y literatura, otra vez

La revista electrónica venezolana Prodavince publica un interesante discurso del escritor y periodista Armando Coll, texto leído el 24 de mayo en la Universidad Metropolitana y en la Feria del Libro de la ciudad de Mérida. Apuntes para una discusión necesaria sobre las modas y su influencia en los géneros periodísticos tan en boga por estos días.


Armando Coll | Prodavince
Parece tema trillado, pero cada día hay algo nuevo que decir al respecto. Parece, también.

Periodismo y literatura o Literatura y periodismo.

A despecho de los que pretenden poner el periodismo a la par de la Literatura, a medida que el periodismo más se especializa o más bien, a medida que más se refina, más se define como categoría y/o disciplina aparte.

No comulgo con categorías tales como literatura de ficción y literatura de no-ficción.

Para mí, la literatura, la gran literatura, la única, siempre es ficción.


Intentemos ver cómo empinarse por ese escollo de literatura de no ficción. Suena como a cerveza sin alcohol, a mi juicio y en primer lugar, suena a chocolate light, a café descafeinado, a chicharrón libre de colesterol, suena a jamón Plumrose. Es una etiqueta. Es marketing.

Literatura de no ficción podría ser el ensayo, si acaso, que como bien decía Alfonso Reyes es un género en el que la palabra está al servicio de las ideas.

Si seguimos esa lógica en el periodismo, la palabra está al servicio de la verdad.

En la literatura, la palabra no está sino a su propio servicio y nada más, a sus anchas, en su plenitud, y en busca de una alteridad en la que la realidad, sea factual o histórica, da lugar a otra “realidad”.

Es mi opinión que la literatura crea mundos, más que representar los hechos del mundo, aún en los casos en que el llamado sustrato real sea muy evidente, como en el caso de la llamada novela histórica, cuya adjetivación conlleva a sospechas, por no tratarse de una derivación temática, como es el caso de la novela policial y su periferia, sino de una aspiración que la literatura desecha: contar los hechos.

La novela no es historia. Literatura es la literatura.

Se equivoca quien crea que al leer la novela El pasajero de Truman de Francisco Suniaga va a despejar el misterio que rodeó la supuesta locura del candidato Diógenes Escalante. Suniaga con artes de novelista, despojado de la ciencia del historiador, más bien se adentra en el misterio, no para develarlo, sino para desde la complejidad novelística ahondar en ese misterio que es el poder.

Por estos días leí en un twitter una barbaridad: “todo buen periodismo es literatura” ¿Ah sí?

¿Acaso estaban Woodward y Bernstein ocupados en hacer literatura cuando produjeron las entregas de una de las hazañas periodísticas más memorables como lo es el caso Watergate, recogido en el libro Todos los hombres del presidente?

¿Querrá el brillante periodista argentino Hugo Alconada que lo suban al parnaso junto a su compatriota Jorge Luis Borges?

El libro de Alconada tiene un título que de ser literatura, novela o cuento, resultaría muy sugerente: Los secretos de la valija.

Pero, para el lector avisado, el título de marras no da lugar a la duda: tras ese título estarán los hechos bien documentados, el dato con pelos y señales de una operación de corrupción que involucra a los más altos funcionarios de dos gobiernos latinoamericanos.

Nadie que se adentre en las páginas del documento de Alconada lo hará en busca de ensoñación, de sugerencias, de fraseo inconcluso y seductor o de “la gloriosa lujuria de la duda”, al decir de la escritora Leila Guerriero, o de una mirada especial y privilegiada, sino para enterarse de los hechos con cifras, fechas y lugares constatables en la realidad factual.

Quien lee una pieza de periodismo, del mejor periodismo, lo hace para enterarse, no para el extravío al que invita la literatura.

La literatura lo menos que busca son respuestas; para el periodismo es un imperativo darlas. Difiero de mi admirada Leila –autora de uno de los reportajes mejor acabados que he leído, Los suicidas del fin del mundo, y en el que a su pesar responde al rigor de las cinco W–, digo, Leila, que en una suerte de manifiesto publicado en la revista El Malpensante, se vanagloria de no haber pasado por una escuela de periodismo y deja ver a continuación la gran ingenuidad con que asume el oficio que la ha convertido en éxito editorial y maestra de cuanto taller o curso de periodismo tenga lugar en el otrora imperio de Carlos V. Digo, difiero tajantemente de Leila en cuanto sí creo que el periodismo busca responder a una de las cinco W, y sobre todo: ¿por qué? “Why”.

Que hay ciertos híbridos entre literatura y periodismo: sí que los hay. Híbridos.

La crónica, por ejemplo, género ornitorrinco como lo define uno de sus más destacados cultores de habla hispana, Juan Villoro.

No se olvide que la crónica conoce su apogeo de la mano de la primera manifestación de la comunicación social moderna que son los periódicos impresos.

Fueron grandes creadores literarios quienes en el siglo XIX y principios del XX la cultivaron en las rotativas de los periódicos incipientes de entonces.

Pero, para nada estoy ganado, yo que me he probado en el periodismo y la literatura, a poner uno igualado con la otra.

No creo en la literatura de no ficción, en todo caso tomo en cuenta géneros en que la literatura, sus recursos y técnicas, sirve de insumo a otros propósitos, que no les son naturales.

Habrá quien me nombre esa gran novela de no ficción, como la definiera su autor Truman Capote, A sangre fría.

A sangre fría es una cumbre, y como con toda cumbre nadie puede quedarse a mitad de camino. Es lo que de momento puedo decir de esa excepción que es A sangre fría.

El gran periodismo, la crónica y el reportaje, se vale de la literatura, pero no aspira a que se lo iguale con las creaciones de gente como el nombrado Borges con sus Ficciones, como el Diderot de Jacques el fatalista, como el Rabelais de Gargantúa y Pantagruel, como el Cabrera Infante de Tres tristes tigres, el Kundera de El libro de la risa y el olvido, el Auster de la Trilogía de Nueva York, Bolaños todo, por no nombrar a nuestro Gallegos, a Julio Garmendia, Guillermo Meneses, o el genial, recientemente fallecido Darío Lancini con sus palíndromos, o el Montejo de El cuaderno de Blas Coll.

A quienes quieren etiquetarse como autores de literatura de no ficción los invito a confrontarse con este pensamiento, y perdonen una vez más mi Borges, que para mí es idioma, palabra y sólo palabra al servicio de nada que no sea la palabra:

“Ignoro si la música sabe desesperar de la música y si el mármol del mármol, pero la literatura es un arte que sabe profetizar aquel tiempo en que habrá enmudecido, y encarnizarse con la propia virtud y enamorarse de la propia disolución y cortejar su fin”

Semanas atrás tuve ocasión de toparme en el Papel Literario con una sentencia según la cual, la literatura de ficción venezolana lamentablemente no tenía la calidad de la literatura de no ficción. ¡Caramba! Es como comparar las fresas de la Colonia Tovar con el cacao de Barlovento.

No entiendo por lo demás, ese complejo envanecido de ciertos periodistas ante la literatura, ese inútil afán de competir en otra categoría.

En mi caso personal, ahora que cada vez se me considera más como escritor que como periodista, siempre he tenido la sensación de que habría preferido ser mejor periodista, puesto que es un oficio que no se resume en escribir bien y tener habilidades narrativas, sino que requiere de disciplinas y experticias de las que el creador de ficciones puede prescindir fácilmente.

Me anima escribir estas líneas el profundo respeto que como escritor le profeso a los buenos periodistas con los que he trabajado, he conocido o leído. Mi respeto por el gran periodismo que a mis 49 años todavía tengo como propósito hacer algún día.

El periodismo es una operación en equipo, requiere de reporteros, fotógrafos, jefes de información, editores de texto e imagen, decisiones tomadas por un cuerpo colegiado en la mesa de redacción. Yo me precio de ser mejor jefe de información que reportero, y no obstante, tras casi 30 años de ejercicio, siempre tengo el anhelo de volver a la calle a reportear porque creo tener todavía una deuda pendiente con esa fase de la carrera periodística, que otros colegas han desarrollado con excelencia y me merecen la mayor admiración.

No veo a los mejores periodistas de mi país necesariamente llamados a hacer literatura. Hay una especialidad periodística conocida como periodismo de precisión. Para hacer periodismo de precisión hay que escribir bien, muy bien, pero para nada hay que ser poeta en esta exigente disciplina. Invito a leer los excelentes trabajos de Eugenio Martínez sobre el tema electoral en El Universal, por ejemplo. Las impecables investigaciones que Roberto Giusti entregó a El Nacional o del joven David González en el suplemento Siete Días también de El Nacional, o el enjundioso periodismo de economía de El Mundo.

Hay un periodismo narrativo, de prosa muy bien cuidada, literaria, digamos. Esa es mi escuela, luego de ser colaborador de la revista Exceso desde su fundación hace 21 años y posteriormente su jefe de redacción durante nueve años.

Pero no por venir yo de esa escuela que tiene en la revista Exceso un paradigma, me desentiendo de los otros periodismos, el de la urgencia, el del dato duro, la cifra, el recuadro y la infografía.

Hay algo que el periodismo narrativo tiene que honrar como todos los demás, por muy literario que sea, y es la fidelidad a los hechos, sin desvaríos prosísticos que traicionen la realidad que hemos de registrar los periodistas.

Invito a los pretendidos autores de literatura de no ficción a asomarse a ese destino, esa fatalidad que es la literatura, tal como la formula Borges. Me pregunto si sabrán que en cualquier momento enmudecerán y si que literatura es lo que quieren escribir habrán de hacerlo con todo el costo que supone–se podrá hablar de literatura de no ficción como un sub producto de la cultura pop, como se habla de rock sinfónico. Los invito, digo, a que suden la silla como es debido –y así decía el maestro Salvador Garmendia–, se arriesguen y trasnochen. Atrévanse a tener imaginación y soportar las consecuencias, porque ahí, en donde se hace literatura, nada es confortable y mucho menos chic. Se trata de un viaje cuya llegada a buen puerto no está garantizada.

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