Fundo Tacatinemo

Por Daniel R Scott

"Antes el mundo era el Cielo" (Cosmogonía de la etnia yekuana, del Alto Orinoco)

por manaure
Cuando se me propuso, la noche de mi cumpleaños, emprender un viaje o absurda peregrinación nostálgica al viejo fundo de papá, nuestro huerto del Edén familiar, el mismo que fue el deleite de nuestra niñez, mi reacción inicial fue responder con un enfático y rotundo "¡No!". Tras una prolongada ausencia de dos décadas, temía de veras lo que pudiese o no pudiese encontrar en esas tan queridas hectáreas. Le temo a ese "cuerpo etéreo con que están hecho los recuerdos", (Ramón Sampedro) porque los tales no son reales cuando salen de nosotros y se confrontan con la realidad. Los recuerdos, a decir verdad, no son reales en ningún lado. El último capítulo de la obra "Las Memorias de Mama Blanca" de nuestra querida escritora Teresa de la Parra me había dado una gran e inapelable lección al respecto. La familia vende la hacienda paterna y parte a Caracas para "civilizarse". Pasan dos años. Las niñas del relato, presas de la nostalgia, les dio por evocar sus días en la hacienda "Piedra Azul". Para ellas, ese período era "la edad de oro en el paraíso perdido". Querían visitar el lugar. Escribe la autora: "Seguras de que habíamos dejado allá un tesoro de felicidad, queríamos poseerlo de nuevo, aún cuando fuese por algunas horas". Pero la madre, más sabia, no quería saber nada del asunto. "Mamá no quería volver a su antigua hacienda. No tanto porque el viaje fuese largo, pesado y polvoriento, sino porque sabía por advertencia del corazón que es peligroso el enfrentarse a las cosas sobre las cuales, desde lejos, ponemos a reposar nuestros recuerdos". Pero tanto insistieron las niñas que finalmente la madre accedió. ¡Que alegría! Pero finalmente, ¡que horror! El viaje al pasado fue un verdadero fiasco. "En lugar de las sombras familiares, hallamos en todas partes una cosa dolorosísima: el nuevo dueño de Piedra Azul era un rico, gran amante del progreso, animado de una actividad insaciable para idear y realizar reformas. Vale decir que nuestro querido Piedra Azul, disfrazado de otra cosa, también lloraba, con los gritos desoladores de sus reformas, el habernos perdido a nosotras". Y por eso no quería ir. También estaba el temor que me inspiraba aquel sueño recurrente y perturbador que se me presentaba en las noches, cada seis meses, con la precisión mecánica de un reloj onírico: yo regresando viejo y cansado al fundo para encontrarlo todo revuelto, cambiado o desaparecido. ¿Advertencia del subconsciente, producto de leer a Teresa de la Parra? No lo sé; pero finalmente eché a un lado mis temores, me armé de perverso valor y me incorporé al viaje ritual rumbo a la meca de nuestros más caros y preciados recuerdos. Así somos los seres humanos de imprudentes y arriesgados.

Salimos al amanecer del sábado 30 de agosto. Lucía en en los cielos un sol radiante y hermosísimo, adecuado para viajar y contemplar paisajes. De san Juan de los Morros llegamos a Ortiz, de Ortiz pasamos a El Sombrero, y saliendo de el Sombrero seguimos por las Lajitas y los Laureles para, finalmente, doblar a la izquierda y rodar una hora por caminos rojizos, en parte polvorientos y en parte empantanados. ¡Cuantas veces, ida y vuelta, recorrimos estos parajes de arbusto y maleza en el Opel y el Jeep de mamá y papá! Nuestro recorrido estuvo señalado de paradas simbólicas en puntos emblemáticos del camino para recordar, suspirar y tomar fotografías: el montículo aquel donde se dibuja el suave azul del horizonte llanero, el puente de metal oxidado que se alza sobre el caño, el gran roble siempre cargado de extraños nidos, el potrero donde solíamos cazar conejos y venados al caer la tarde. Todo tramo tenía historias o su personalidad particular.

A medida que nos acercábamos a la casa del fundo se me aceleraban los latidos del corazón y relampagueaban en mi mente las terribles advertencias de los oráculos de Teresa de la Parra: "Debemos alojar los recuerdos en nosotros mismos sin volver nunca a posarlos imprudentemente sobre las cosas y los seres que van variando con el rodar de la vida. Los recuerdos no cambian y cambiar es la ley de todo lo existente". Yo me inquietaba. "Oh Teresa déjame en paz!" pensaba. "¡Quédate dentro de tus libros y del Panteón Nacional" Cuando al fin llegamos, me bajé del rustico, caminé unos cuantos pasos y me situé frente a la casa. Abrí bien los ojos y por Dios que no les miento si les digo que... ¡Estaba intacta! Solo los muros exteriores que resguardaban los corredores sufrieron daño, pero alguna mano experta supo restaurarlas. El resto no había variado ni sufrido cambios o alteraciones. Por esta vez o por ahora, Teresa de la Parra se había equivocado: ni la mano del hombre ni las garras del tiempo la habían tocado o desgarrado. Permanecía tal cual papá la diseño y construyó en ¿1971? Parecía una joya de cal que me sonreía bajo el sol, como dándome la bienvenida. Eso sí: la casa anterior a esta, la de barro y techo de hojas de palmas, la que se construyó unos metros más adelante, a la que llamábamos cariñosamente "la Casa Vieja", la misma que nos alojó la primera vez que llegamos aquí, desapareció sin dejar rastro, tragada y vuelta a tragar por la maleza, los arbustos y el olvido. Por mucho que me orienté y busqué, no la pude hallar. La naturaleza había reclamado sus espacios con violencia y triunfado, elevando al cielo un victorioso grito de ramas y hojas verdes. Después de enredarme el pie en unos bejucos y caer de bruces sobre la hierba, me puse disimuladamente en pie, me limpié la ropa y, después de verificar que nadie me había visto, desistí de mi búsqueda.
Las acacias y cotopriz que mamá sembró uno detrás del otro como disciplinados soldados en formación nos ofrecieron las sombras que protege de las inclemencias del sol llanero. Aquí se siente la mano y obra de mi madre, siempre amante de los árboles y los jardines. Cuando entré a la casa y elevé la mirada, noté que los troncos y la madera que sostenían la techumbre de cinc se hallaban como nuevos. "Veo que han restaurado parte del techo" se me ocurrió comentar, a lo que mi anfitrión respondió: "No señor, de allí no han quitado nada. Este es el mismito techo que le puso su papá". Tal fue la cara de sorpresa que puse que volvió a decir: "Es que los viejos de antes sabían en qué época del año cortar la madera para que dure, que es cuando la luna está en menguante. En cambio ahora ya no la cortan así y se pudre rápido".

Me dejaron a solas. Los demás toman cerveza afuera. La casa y yo dialogamos dulcemente, comunicándonos mutuamente imágenes de un pasado grato y afín. El grueso y compacto sedimento de los recuerdos que dormían se agitó en mil partículas de oro dentro de mi corazón, señalándome mil caras y episodios que giran vertiginosamente y que no me siento capaz de describir. Son cosas indecibles que la pluma se muestra incapaz de abordar con el debido talento. Se trata de mi abuela Carlota Power caminando todas las tardes en dirección al caño para ver sus corrientes y solazarse en los recuerdos de a finales del siglo XIX, la vaca "palmasola" que cada amanecer daba la leche que tomábamos en esta misma casa, el canto madrugador mojado de rocíos del que ordeña a las vacas en el corral de troncos de palma, el finado "Fucho" fraguando el queso en la quesera de bambú, el bagre y la guabina que mordían nuestros anzuelos, la tarde que me perdí por horas con mi hermano menor, las zambullidas que nos dábamos en la laguna cercana y mil cosas más que es demasiado largo e interminable para consignar aquí.

Se podría escribir un libro, hablando de cosas tales como las visitas más absurdas y estrafalarias que recibimos en esas soledades, como la de aquellos tipos con cara de gansters que cazaban con ametralladoras, o la de aquella familia de Argentina descendientes de alemanes que abandonaron su país concluida la Segunda guerra Mundial. Eso fue la semana santa de 1976 y según palabras de ellos mismos, el padre había sido oficial de la SS. Era gente rara que guardaban armamento muy sofisticado dentro de finos estuches de madera y terciopelo e intentaban atrapar las guabinas con cañas de pescar. Uno de ellos, rojo como un tomate, cabello blanco como la nieve y ojos de un azul intenso, siempre llevaba consigo un equipo estéreo donde lo único que sonaba eran cassettes con la música militar que hacía marchar al ejército nazi en sus ansias de conquista. El otro, sería apenas un niño cuando Alemania firmó la rendición incondicional, y la nieta, una presumida arrogante de modos racistas y quizá antisemitas.

¿Y qué decir de los lugareños, los amables campesinos, gente buena y simple, los verdaderos protagonista de toda historia que tenga estos escenarios? Medardo trabajando con las fuerzas y la nobleza de un buey, la vieja y chiflada María Socorro que casi nos mató con aquellos frijoles que lavó con kerosene antes de prepararlos en el fogón, aquel sordomudo al que no le entendíamos las señas y que caminaba más que un perdido, el "tuerto Quintana" que era uno de los que ordeñaba, el bueno de "pescuezo torcido" que intentó enseñarme a nadar en las lagunas que reflejaban el infinito cielo azul y otros tantos que ya murieron pero, como dijo alguien, los tengo vivos y sonrientes en mi corazón.

El 24 de diciembre de 1975 celebramos la navidad aquí, en esta misma sala. Fue la época utópica en la cual creíamos ciegamente que llegaríamos a ser grandes hacendados o terratenientes. ¡Vaya pretensión! Al final regresamos a San Juan de los Morros con las tablas en la cabeza, unas cincuenta gallinas ponedoras que no ponían huevos y una lora que silbaba alegre estrofas mutiladas del Himno Nacional. Pero esa vispera de navidad hubo abundancia de musica, hallacas, ponche crema y vinos, y al día siguiente un amanecer colmado con los regalos del niño Jesús. Pese a que yo conocía todos los secretos acerca de la persona y obra del Niño Dios, no por eso ( ¡Oh alma incrédula no te lo merecías! ) dejé de recibir mi regalo. El corazón materno supo encarnar a un dadivoso Hijo de Dios cada 25 de diciembre y a los "tres reyes magos" durante toda la vida.

En plena zona central de estos llanos, a pesar de estar a muchos kilómetros y horas de cualquier centro urbano, estábamos muy cerca de la civilización. Un escandaloso motor de camión nos suministraba energía eléctrica y una enhiesta antena atrapaba en sus bigotes de metal las señales que nuestro primitivo televisor en blanco y negro traducía en imágenes. Esto nos mantuvo al tanto de lo que sucedía en el mundo en los días que viajábamos al fundo, que eran por lo general los meses de julio/septiembre de la década de los setenta. Papá apagaba la planta diez minutos después de acostarnos pero nunca antes del noticiero. "Murió el cantante norteamericano Elvis Presley" anunció RCTV en agosto de 1977, y un año más tarde, en agosto de 1978, la misma RCTV volvió a anunciar: "Murió el Papa Pablo VI." Además teníamos un tocadisco mas parecido a un sarcófago de caoba donde colocábamos a girar "Hey Jude" o "Abbey Road" de los Beatles...
A partir de 1979 el fundo comenzó a decaer por falta de ingresos y de obreros. No se ordeñó más, ni se siguió haciendo el queso, y los cuatreros acabaron con las pocas vacas que quedaban. Ya a partir de 1983 papá lo mantuvo mas por distracción que por cualquier otra cosa hasta que decidió venderlo, en 1992. A sus ochenta años ya no podía seguir atendiéndolo ni seguir viajando ida y vuelta por una vía tan peligrosa para cualquier anciano de su condición.

Este viaje valió la pena: hubo una dulce concordancia entre el recuerdo y las cosas materiales que pueblan el presente. Complace saber que algunas cosas logran escapar de los estragos del tiempo. Sí, algún día se perderá la batalla final y todo esto tomará el mismo camino de la "Casa Vieja", pero ahora no deseo perder el tiempo con tales pensamientos.

Antes de marcharnos nos detuvimos en "Las Araguatas", un fundo vecino, para darnos un baño en las aguas de una laguna. Mis sobrinos, que vienen por primera vez, estam felices nadando y gritando. Yo me pavoneo hablándoles de estos sitios, exhibiendo con orgullo mi pasado, como un general retirado que narra una batalla bien librada y ganada con honor. Sobre nosotros el cielo es un cuadro inmenso penetrado de luz donde flota en perspectiva de lienzos un manto de nubes que va disminuyendo de tamaño en la medida que se extiende hacia el horizonte. Tal cuadro o inmensidad de llano y cielo te llena el ojo de asombro y te hace el alma un poco más grande. Claro: confinado uno entre paredes, tráfico y edificios, el corazón, hecho por Dios para todo lo grande, se sobresalta cuando lo echan dentro de la majestuosidad.

Nos fuimos por donde mismo venimos, pero la nostalgia y la felicidad se acurrucaron dentro de una choza de bahareque.

16 de Septiembre de 2008
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