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Paseando entre dos pueblos

Al día siguiente decidí dar otro paseo. Cruzo un puente bajo el cual corre tortuoso un rio de aguas pútridas y con basura y animales muertos en sus riberas. Las garzas, los loros y los pericos hace mucho tiempo que se marcharon para no volver jamás


Por Daniel R Scott

Salgo a pasear por este pueblo bucólico, apacible, de gente buena, hospitalaria, laboriosa, dedicada a la siembra y la cría de ganado y en donde nunca sucede algo que perturbe la paz. El cerro desde su altura parece mirar y bendecir la cuadricula de casas adosadas. Alguna vez un bardo soñador le compuso a este cerro unos versos. El paisaje es hermoso. Todo huele a anécdotas y a tradición. Los árboles, altos y frondosos, bordean los caminos ofreciendo nido a las aves y sombra a los viandantes. Los hombres, de un blanco inmaculado o en traje de faena, se inclinan sobre la pared colonial sentados en silletas de madera y cuero, para ver caer la tarde, saludar al transeúnte o hablar con el compadre las últimas y pocas novedades del día. "Se me murió una vaca compadre." "¿Y la comadre cómo está?" "Bien gracias." "Yo debo vender algunas reses." El cielo se ve surcado por una bandada de garzas, loros y pericos. Por la Calle Real un hombre sudoroso arrea dos burros, su única posesión. Más allá, montado en un pollino, un niño sonríe desde una acera artísticamente empedrada, reminiscencia de la época colonial. Es que su padre ató al animal al pie de un árbol y entro a la pulpería para comprar algo de mercancía y tabaco para mascar. En los patios soleados el gallo canta y enamora a la gallina. Una cuadra más allá, en la entrada de la prefectura, dos árboles de porte gallardo y marcial parecen montar guardia. En aquella casa, la enamorada se asoma a la ventana porque sabe que a esa hora con disimulo pasará su hombre amado. Todo no pasa de miradas y suspiros o de una carta furtivamente entregada que una vez ¡vaya susto! una severa matrona de ceño fruncido confiscó para vergüenza de la moza. "Pero aún conservo ocultas y amarradas con un cintillo rosado veinte cartas" confiesa ella a su confidente que muere de envidia. "Es que un hombre debe oler a colonia cara y tabaco fino" dice la matrona a una vecina. Más abajo, a orillas de un rio cristalino y anchuroso donde siglos atrás se asentó el conquistador de tez blanca, con la espada y la cruz, personas preparan con aire festivo el sancocho que hierve sobre el fogón. Los niños nadan y chapotean en el agua. Mientras esperan para comer se cuentan entre carcajadas la última novedad: El cura sacó a la virgen en procesión. Todos se quitaron el sombrero en señal de respeto, menos Antonio porque es protestante, hereje al fin. Ofendido en grado sumo, inmediatamente el cura dio aviso al jefe civil y el ciudadano compareció en el acto ante la máxima autoridad. "A ver...por qué usted no se quitó el sombrero en la procesión?" Y Antonio, sagaz y malicioso, contestó: "Yo solo me quito el sombrero ante mi General Juan Vicente Gómez." Lo dejaron ir de inmediato y el cura quedo chasqueado. "Son cosas del diablo. Los protestantes entierran a sus muertos boca abajo." Alguien comenta que en casa de su compadre no hay que comer, pero eso no parece importar: el padre de familia, carabina al hombro, saldrá a cazar un venado en las cercanías del pueblo. El animal terminará descuartizado sobre la tosca mesa de madera y la carne será salada y colgada al sol. ha caído la noche. Decido ir a mi casa. Me espera mi chinchorro y la manta. Desde el patio ya se ven los luceros de una noche transparente.

Al día siguiente decidí dar otro paseo. Cruzo un puente bajo el cual corre tortuoso un rio de aguas pútridas y con basura y animales muertos en sus riberas. Las garzas, los loros y los pericos hace mucho tiempo que se marcharon para no volver jamás. Los árboles fueron talados. Feos y chatos edificios ocultan de mi vista el cerro al que el bardo le cantó. Emanaciones toxicas y metálicas de interminable tráfico automotor. El hombre destruye el medio y se destruye a sí mismo. La gente no se conoce, no se saluda, y camina apurada y angustiada para dirigirse a quien sabe dónde. Por doquier rostros desconfiados, ceños fruncidos. Inclinados en las paredes los mendigos piden limosna. La palabra "prójimo" está desfasada. Aquí te matan todos los días. Se desconoce el significado de las palabras "Hola", "Disculpe", "¿Cómo está usted?" "Buenos días" Nadie se ven los rostros. Hervor de asfalto que satura los pulmones. Reflejos de vidrio y metal que hieren la pupila. ¡Cemento calentado y vuelto a calentar! Chillidos confusos de bocinas y ulular amenazante de sirenas que asustan al oído. Arrastrar los pies, el alma, el ánimo sobre aceras heridas de postes cableados. Buhoneros gritando y pregonando sus productos de un solo día. La brisa arrastra en remolinos trozos de periódicos y papeles manchados con las salsas de los perros calientes y la hamburguesa. El humo de las frituras y el monóxido de los tubos de escape manchan de tizne los pocos malogrados adornos que ostenta la línea arquitectónica de los nobles edificios que eran nuestro orgullo en el pasado. De aquí a poco el golpe mortal de la piqueta y la embestida de ruidosas máquinas amarillas echaran sus glorias por tierra. Ebrios tendidos a tu paso. Templos profanados con estúpidos grafitis políticos. Vómitos y cagadas de perros en las esquinas. Mil cristales rotos de mil botellas rotas. Alcohol que se ingiere y droga consumida. Y el dedo detrás del gatillo esperando accionar su carga mortal sobre la humanidad del hombre honesto y trabajador. La sangre de Abel que no se cansa de clamar desde la tierra, pidiendo justicia.

El pasado lo pudrió el presente

2 Abril 2011

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