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Crónica de un tiempo difícil

Me estoy cansando de argumentar y tengo más deseos de discurrir sin pretensiones de tener que demostrar la lógica de mis argumentos.

Por Fernando Henrique Cardoso*
A veces me dan ganas de ser más cronista que articulista. Me explico: de un articulista se espera que argumente, de manera lógica y concatenada, sobre un asunto cualquiera. Ahora bien, el cronista puede divagar. Me estoy cansando de argumentar y tengo más deseos de discurrir sin pretensiones de tener que demostrar la lógica de mis argumentos.

Empiezo por hacer una confesión. El jueves 1º de septiembre, después de un placentero almuerzo con los buenos amigos que todavía se toman el trabajo de seguir celebrando mis ya cumplidos 80 años, llegué al Instituto a las 5.30 p.m. Recibí a un antiguo colaborador y amigo, a quien no veía en mucho tiempo (actualmente general del Ejército, para más señas) y me dispuse a mostrarle la exposición sobre el Brasil de antes y después del Plan Real, que preparó el Instituto FHC para servir a las nuevas generaciones y, quién sabe, despertar el interés de algún investigador. A las 7 p.m., terminada la visita a la exposición, recibí un recado de una de mis asesoras: que no me olvidara del artículo para el primer domingo de septiembre.

Más grave aún: el viernes, a las 7 a.m., debía salir de la casa rumbo al aeropuerto para ir a Montevideo, a invitación de mi amigo el ex presidente de Uruguay (1985-1990), Julio Sanguinetti. ¿Qué hacer?

Tenía en mente dos temas para este artículo. Algunas reflexiones sobre la crisis de la economía de los países ricos y nuestra experiencia en lidiar con la cuestión o, algo más candente, los límites de la "limpieza" llevada a cabo por la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, y mis declaraciones al respecto.

Temas serios. Lo confieso, me faltó energía para discutir a fondo esas cuestiones en dos horas -que era el tiempo que me quedaba- aunque no me faltaba el apetito para emitir algunas opiniones como cronista (sin querer ofender los bríos de los verdaderos cronistas).

Vamos pues. Primero, la crisis financiera de los países ricos y nuestro "legado", palabra pretenciosa y tan engañosa como la expresión que estuvo de moda, "herencia maldita".

En el caso de los países ricos, es indiscutible que lo que causó la crisis fueron más los excesos del sistema financiero y la creencia ciega en las autocorrecciones del mercado, que el gasto gubernamental y la crisis fiscal, si bien ésta también existe.

En el caso de Brasil durante los años '90, fueron las dificultades en las cuentas externas y, sobre todo, las especulaciones contra la moneda nacional - el "contagio" - complicadas también por las fragilidades fiscales. Allá como aquí, por las mismas razones o sin razón aparente, las agencias evaluadoras del riesgo desempeñaron un papel importante para suscitar dudas sobre la liquidez y la solvencia.

Pero hasta ahí llegan las similitudes. Ni teníamos la posibilidad de picar y transformar las hipotecas en "derivados", pues el crédito inmobiliario era pequeño, ni de impulsar hacia el Banco Central el desastre financiero de bancos y similares.

En nuestro caso, también hubo cierta "socialización de las pérdidas", es decir, la tesorería (y todos los contribuyentes) acabó pagando parte de los desatinos de los banqueros y especuladores. Pero en pequeña proporción: El grueso fue pagado por los propios banqueros audaces. Sus bienes quedaron indisponibles y perdieron sus bancos. Eso fue el Programa de Estímulo a la Reestructuración y Fortalecimiento del Sistema Financiero Nacional (PROER).

Y los bancos públicos estatales, cuando los gobernadores tomaban dinero prestado y no pagaban, fueron privatizados o cerrados. En esos casos también hubo algo de aumento de la deuda pública federal, justificable para impedir la posibilidad de excesos futuros. Eso fue el Programa de Incentivos para la Reducción del Sector Público Estatal en la Actividad Bancaria (PROES).

En los Estados Unidos y Europa ¿qué vemos? Inundación de dinero público a través de los bancos centrales para salvar al sistema financiero, sin penalización alguna contra los responsables. Y, aun por encima, cortes drásticos en los presupuestos, sin aumento de impuestos, ¡haciendo que los menos favorecidos pagaran por los desvaríos de los más ricos! Peor aún: todo esto sin que la economía recupere su dinamismo.

En Europa, hay un tumulto para ver si algún país paga por los empréstitos que sus bancos hicieron a los países ahora en dificultades, o si sería el Banco Central Europeo -es decir, todos- el que pagaría. Siempre, además de eso, hay recortes drásticos en el presupuesto para poner en orden las cuentas fiscales. Resultado: pocas posibilidades de crecimiento en los próximos años. ¿Basta para entender?

Cuando desde aquí gritábamos contra la desregulación (llegué a apoyar la tasa Tobin, un impuesto sobre las transacciones financieras internacionales - que casi todos los economistas condenan - para crear un fondo de solvencia de los países endeudados), nos vienen con la misma receta: restricciones fiscales y nada más, salvo uno que otro empréstito del Fondo Monetario Internacional cuando la situación ya estaba desesperada. Quien a hierro mata, a hierro muere.

La confusión, ahora es "de ellos" y, como es "de ellos" y ya no existen ellos sin nosotros, hay que poner las barbas a remojar pues la recesión en marcha acabará por alcanzarnos. En cuanto a eso, los sueños de un Grupo de los 20 (países industrializados y emergentes) que actuara para regular el mercado financiero murieron en la recta final.

No aprendimos nuestra lección: además de las pregonadas restricciones fiscales, seguimos las reglas de Basilea, esto es, nuestro Banco Central puso freno a las especulaciones y la irresponsabilidad en el sistema financiero desde tiempos del PROER y el PROES. Y no descuidamos tener un Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social (BNDES), activo en los programas de transferencia de ingresos a los más pobres y de aumento real del salario mínimo desde 1994 a la fecha.

En cambio, deberíamos aprender de los países ricos que no se debe jugar con la corrupción pública. En Alemania, el gran consolidador de la Unión Europea, Helmut Kohl, pagó un precio muy alto de perder el voto en 1998 por no querer decir quién lo ayudó en las elecciones. Y recientemente un importante ministro se vio obligado a renunciar, acusado de plagio académico.

Así, ahora que se empezó a hablar de la limpieza, creo que en Brasil debemos apoyar las iniciativas en ese sentido (desde una Comisión Parlamentaria de Investigación hasta los actos de la presidente, estimulándola para llegar más allá), sin dejar que ningún gobierno o partido, ni siquiera de la oposición, se apodere de la bandera de la moralización. Eso sería visto luego como maniobra política y perdería apoyos en la sociedad, que está cansada de tanta impunidad.

De ahí a pensar, como piensan algunos, que estamos queriendo apoyar gobiernos o salir bien en la foto, es desconocimiento de las motivaciones reales o insensatez de quien no ve más lejos: las fuerzas de la corrupción están más arraigadas en el poder de lo que parece. Sin táctica, persistencia y visión del futuro, será difícil contenerlas.

© 2011 Agencia O Globo

(distribuido por The New York Times Syndicate)

Fernando Henrique Cardoso es sociólogo y escritor, fue presidente de Brasil de 1995 a 2003

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