Los muertos vivos





Las enfermedades fueron aniquilando la población y, poco a poco, convirtiéndola en una aldea de fantasmas, cuyos rostros exhibían aflicción y tristezas. El aguijón del aedes había cobrado sus víctimas sin respetar edades y clases sociales

 Por José Obswaldo Pérez
Cuando era niño Arturo Rodríguez contaba que se colocaba en las barandas de la Casa Atravesada, a contar los muertos que tempranas horas de la mañana iban desfilando hacia el cementerio hasta casi tarde de la noche, hora en que los espíritus y las almas en pena salían a retozar con el ganado en el silencio de la soledad.

- Yo me ponía a contar a los muertos, desde por la mañana hasta las nueve o diez de la noche, cuando todavía seguía la procesión y mi mamá llamaba adentro.

Las enfermedades fueron aniquilando la población y, poco a poco, convirtiéndola en una aldea de fantasmas, cuyos rostros exhibían aflicción y tristezas. El aguijón del aedes había cobrado sus víctimas sin respetar edades y clases sociales, sin que valieran las medicinas, los rezos ni los más variados menjunjes para espantar aquella diabólica peste.

El pueblo estaba casi deshabitado. Todos habían emigrado. Y eran tantos los moribundos que los muertos los enterraban vivos. Llegaban a la sepultura sin la conformidad de la Ley de Dios. No había tiempo para los sacramentos respectivos. No había el toque de las campanas ni cuanto menos para preparar el difunto.

Eran días del éxodo, decía Doña Evarista, la abuela de Nicanor, moviéndose en la mecedora. Y con ese hablar característico de ella iba dibujando un cuadro desalentador que colmaba la historia del pueblo en un relato necrológico de drama y muerte, miseria y ruina.

- La peste vino y dio en toda Venezuela. Pero, aquí fue más terrible porque encontró el terreno abonado. Un pueblo palúdico, con hambre, y en el último estado de abandono como estaba en esa época - señalaba Arturo Rodríguez, bajo la sombra de una mata de mango en el solar de su casa.

- Acabo con lo que quedaba - señaló.

La mayoría de los pobres eran llevados al cementerio en chinchorro o en la Urna de la Caridad. Un  ataúd negro, fabricado para uso público del Concejo Municipal que prestaba sus servicios gratuitamente a las desamparadas víctimas del paludismo, la hematuria, el vomito negro y últimamente a los de la peste española.

- A mí me dio dos veces y gracias a Dios que la pase  – cuenta Arturo -. En esa época vivíamos en la Casa Crespera que estaba en la Calle del Ganado y que ahora llaman la avenida Doctor Roberto Vargas. Una casa que era propiedad del general Joaquín Crespo Torres y por allí, al frente,  pasaban los muertos hacia el cementerio.

Esa noche de 1910, una dama anciana contaba - entre solloza -, en el salón del velatorio que la niña Columba Paúl, hija de unos de los generales Paúl, había fallecido de calentura o de fiebre alta, manteniéndola postrada por siete días en cama, con el desconcertante consuelo de la muerte.

- Aquí no entierran otro muerto más- dijo el Jefe Civil -, el cementerio está clausurado.

Su cuerpo estaba frío e inerte. El olor a mortina se hacía sentir en el salón apesadumbrado; pero, finamente decorado con flores frescas de los jardines de la casa. Aunque el cadáver de Columba no podía descansar religiosamente junto con  las almas del antiguo camposanto, el de los antepasados familiares y el cual los pobladores llamaban el Cementerio de Los Españoles.

No la enterraron sino a los tres días después, porque el Jefe Civil del municipio, Ismael Capote, no autorizaba aquel entierro y porque los familiares de la difunta se empecinaron en que aquella alma de Dios debía ser sepultada en el camposanto viejo de Ortiz.

- El cementerio está clausurada por mandato del general Gimón y no voy a desobedecer sus ordenes y permitir allí otro entierro- sentenció tajantemente Capote, el gernamen del pueblo.

La pobre Columba fue enterrada en el recién inaugurado Cementerio Nuevo o en el " Pate' vacal", como lo llamaba la gente. De nada valieron los reclamos de la familia. Ni las protestas. Todo fue en vano. Todo quedó con el remedio de sepultarla allí.

- La pobre se distraía jugando con las mariposas de colores en el jardín- decía la dama anciana entre solloza, rezos y murmullos de lapida.

Al otro día, al amanecer, todo continuo igual. Colmenares, el sepulturero de las almas de la peste y el conocedor de todas las penurias del pueblo, mantenía su rutina diaria. Era un hombre corpulento, negro. Y según, quienes lo conocieron, había venido al pueblo del oriente con una buena estrella, porque no le había caído ni “ coquito”.

Era un hombre saludable para aquel trabajo, poco recomendado y deseado en una ciudad de Apocalipsis. Una noche se le oyó hablar, metido en un chinchorro,  que los muertos salían en la media noche a deambular y retumbar en el silencio con el torpe paso de las reses.

El enterrador de muertos – y casi muertos- estaba preso por  matar a su esposa. La había matado en el camposanto. Se llamaba Angela Escobar y la trajeron en un chinchorro quejándose de la muerte. Sin embargo, en esos días como no había nadie quien lo sustituyera del oficio, el jefe civil coronel Ignacio Carreño España resolvió anular la pena y soltarlo.

- Es mejor morir, Angela, que mal está sufriendo. No te voy a llevar a casa; sé que eres mi esposa, pero tendré que hacerlo, no valdrán tus quejidos; todos los muertos de este pueblo se quejan cuando están cerca del hoyo. Pero, es mejor moría Angela, que mal estar sufriendo – dijo el negro Colmenares, antes de sentenciarle la muerta a su mujer.

-         ¿ Qué cuarto es éste? – preguntó  Angela, en su delirio.

Colmenares le hecho la tierra encima y Angela ese día no volvió a ver la luz. Se marcho esa tarde, dentro de su agonía, olorosa a guarapo de papelón.

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