Otredad y devenir en la letra de Raday Ojeda
El uso y abuso frecuente de espejos y espejismos en la ebria latitud de la página en La violenta maquinaria del olvido hace proyectar en el papel, un sin número de sombras de fabulados mitos y fauna; allí, cada cárcava dialoga con las paredes con el barro y su pastosa esencia.
Roger Herrera Rivas
Vinculado al río del lenguaje se aproxima nuestro argonauta ̵ lector en su bongo de imágenes a subvertir todo lo leído a trasegar lo estudiado en sus penumbras, o enjundiosas soledades para volcarnos tras la ola de la otredad en el signo de nuevas y caducas identidades, solapadas en los sonidos de vocablos abstrusos o falsos espejos, donde el imaginario relata y regresa cargado de tiempos pespunteados de arena en los tremedales recuerdos de río y sabana, allí, donde el piloto elabora su bitácora de sueños, allí donde toda evocación está permitida por el olvido, la cicatriz, o nada más que un recuerdo licencioso.
El uso y abuso frecuente de espejos y espejismos en la ebria latitud de la página en La violenta maquinaria del olvido hace proyectar en el papel, un sin número de sombras de fabulados mitos y fauna; allí, cada cárcava dialoga con las paredes con el barro y su pastosa esencia. Espacio para la realización donde Raday funge de médium para propiciar en Selene o en las tripas del ganado o la llanera tinaja y el fogón; el padre y los aguaceros; los ladrillos atizados del hogar y el espumoso corazón de María Eugenia (Madre) donde funda una nueva voz, una nueva estancia y desde el lenguaje pronuncia sus apetitos u honra al nombrar las clavellinas; auspiciando sereno cual un Otomaco llorando a la luna la vendimia de sus palabras, en cuya esencia y ausencia, sólo insinúa la muda evocación.
La letra en Ojeda es tradición, entendiéndose esta noción bajo la sentencia de Guillermo D´Ors “Todo lo que no es tradición es plagio.” En el hacer poético de nuestro bardo encontramos reminiscencias simbólicas de todos aquellos que han sufrido la diáspora y el exilio ante la pérdida del origen, la familia o del amado suelo. Sin perder de vista la exaltación del terruño y su acervo. La palabra ante el sufrir se acendra a manera de vórtice en nuestro subconciente para generar desde los vocablos y tropos deliberados el hecho de la identidad. Empero, identidad asumida desde la distancia y la otredad. Estos menesteres de hilvanar esta tradición cargada de evocaciones, ausencias y heridas nos trasladan entre otros a la letra de Homero o bien a “La tierra baldía” de T. S. Eliot (1922) como ejemplos foráneos; así como rememora en sus acentos a otros nacidos en nuestro suelo, delos cuales citaremos a: Pío Tamayo en su ya antológico poema Homenaje y demanda del Indio que recitó en el Teatro Municipal de Caracas en 1928 tanto a los estudiantes como a la reina Beatriz I, en plena dictadura gomecista. He aquí, un canto contra el despotismo y un conjuro para redescubrirnos en la matria y su recuperación desde el ejercicio del lenguaje; osadía que le costó a nuestro vate, perder su libertad y su vida.
Otra grupo de poetas que se inscriben en esta modalidad tradicional de exaltar las virtudes de la tierra y su acervo, como la voz y mirada desde el éxodo y el destierro, incluiremos a manera de balance celebrar a: J. A. Pérez Bonalde y su “Vuelta a la patria”, José A. Ramos Sucre en su poema “El Mandarín”, Vicente Gerbasi y “Mi padre el inmigrante”; “Si el verano es dilatado” (1968) y “Resolana “(1980) por Luis Alberto Crespo ; cerrando con el círculo solar de nuestros elegidos con el poema “Derrota” (1963) de Rafael Cadenas y sus ponderados libros Los cuadernos del destierro (1960) y “Falsas maniobras” (1966) entre otros que me disculpo por obviar.
También concurren aquí las voces del río y la arena; los tremedales zurcidos en Flor de Bora, (2011) de J.G. González Vivas y en Tierra negra (1994), o Carama (2000) dados a la luz por Igor Barreto. Versos hijos de la espuma en los peces enhebrados en la aguja de oro de la escritura; vapores, sonidos, aves que hieren la página y el cuero del ganado. La sangre dilatada de su padre el día que la noche tasajeo la luna en los fragmentos del viento en los cuibas o en la oscurana muda de los otomacos; ¿y qué hay de lo sido en los murmullos y el lloro de los Yaruros bajo la nocturna sombra de un zamuro? Sólo, la poesía podrá respondernos.
Roger Herrera Rivas nació el 7 de junio de 1962. Es licenciado en Teatro, mención Actuación, por el Instituto Universitario de Teatro (1987). Egresado de la Escuela de Artes Visuales Cristóbal Rojas (1992), mención Arte Puro. Realizó posgrado en Gerencia Cultural en Imprec-USR. Ha publicado Fragmentos (1986), La crin de Dios (1996), Desadaptado (2000), Elegías a Wolfing (2003), Octubre Rojo (2007), Mínimo y Varial I y II (edición digital de 2013), Apuntes sobre el teatro y su doble (2001), El lenguaje de los dioses (2005) y una obra de teatro, Yo, sólo Dios (2006). Ha desarrollado una extensa carrera como actor de teatro, cine y TV, paralelamente a su labor como artista plástico y docente, obteniendo múltiples reconocimientos dentro y fuera de Venezuela.
Correo: rhpunzon@gmail.com