Cuando el lenguaje nos traiciona

Los titulares enmarcan el enfoque de las noticias y provocan quejas cuando no se ajustan al texto. No es lo mismo confiscar que gravar con una tasa.

por MILAGROS PÉREZ OLIVA | Elpais.com
El reto del periodismo riguroso es mostrar de la forma más fidedigna posible una realidad siempre compleja y que a menudo aparece distorsionada por la controversia ideológica. En situaciones altamente polarizadas por la pugna política, ofrecer al lector una visión lo más objetiva posible exige un ejercicio de distanciamiento que no siempre somos capaces de hacer. Y quedamos atrapados en el lenguaje. Unas veces porque no utilizamos las palabras adecuadas y acabamos diciendo lo que no queríamos decir; otras, porque, con la elección de determinadas palabras, no mostramos tanto la realidad objetiva como nuestra particular visión de esa realidad.

El periódico se expone cada día en las palabras que elige. Como explica George Lakoff, especialista en lingüística cognitiva, todas las palabras se definen en relación a determinados marcos conceptuales que conforman una manera de ver el mundo. En un diario, las palabras más determinantes se encuentran en el titular. Son las que constituyen el marco de referencia, el encuadre por el que mostramos la realidad. Muchas de las quejas que recibo tienen que ver con problemas de encuadre.

Les expondré algunos ejemplos de los últimos días. Un lector de Granada, Federico M. Maldonado Bolívar, me escribe para quejarse por el muy diferente trato que reciben dos noticias publicadas juntas en la portada de Elpais.com y en la misma página de la edición impresa el pasado día 13. La primera se titulaba Venezuela confiscará el 5% de los beneficios de la banca y en ella se informa sobre la nueva Ley de Instituciones Bancarias, aprobada por el Parlamento venezolano en primera discusión. Lo que da lugar al titular son unas declaraciones de Hugo Chávez por las que, según la autora, Maye Primera, una vez que sea promulgada la ley, cada banco deberá destinar el 5% de su beneficio bruto, antes de impuestos, al "cumplimiento de la responsabilidad social, que financiará proyectos de Consejos Comunales u otras formas de organización social de las previstas en el marco jurídico vigente". Con los beneficios de 2009, la medida reportaría 53,5 millones de euros a las arcas públicas.

La segunda, firmada por Juan Gómez desde Berlín, se titula Merkel eleva la carga fiscal para cubrir el déficit de la Sanidad, y explica que el Gobierno alemán ha aprobado una reforma por la que se incrementa la aportación de los ciudadanos al seguro médico. La misma reforma reduce los ingresos de la industria farmacéutica por la vía de limitar el precio de los medicamentos, una medida con la que el Gobierno alemán espera obtener 2.000 millones de euros, algo que nadie califica de confiscación. El lector de Granada pregunta por qué en un caso se habla de "tasa" y en el otro de "confiscación", y recurre a la ironía para ilustrar la carga semántica que se deriva del muy diferente tratamiento dado a ambas noticias."Presentan una foto de Hugo Chávez con el titular que afirma que Venezuela 'confiscará' el 5% de los beneficios de la banca. En la misma portada se dice que Merkel 'elevará la carga fiscal' en Alemania. Qué fina Merkel, que parece que suba los impuestos con una taza de té en las manos y unas pastitas en la mesa. Muy distinta al grosero Hugo, confiscando sudoroso todo lo que se pone por delante. Con independencia de la opinión que nos merezca un gobernante, no creo que una tasa del 5% sobre los beneficios se pueda considerar confiscatoria". Para este lector, "aunque el Gobierno de Chávez haya realizado políticas confiscatorias (y cosas peores), es injustificable esta composición ideológica de la portada".

Luis Prados de la Escosura, redactor jefe de la sección de Internacional, expone a la Defensora el contexto de pugna política en el que se aprueba la ley y la trayectoria intervencionista del Gobierno de Hugo Chávez, pero con respecto a la queja de Federico M. Maldonado, admite que "el lector tiene razón". La palabra "confiscar" significa "penar con privación de bienes, que son asumidos por el fisco" y es sinónimo de decomisar. Gravar los beneficios es algo que hacen muchos Gobiernos y nadie habla de confiscar. El propio presidente de la Asociación Bancaria de Venezuela, Juan Carlos Escotet, salió al paso de esta interpretación, como pueden ver en su página web, y si están interesados en una visión crítica de la ley, pueden consultar la del economista venezolano César Aristimuño.

Las políticas de Hugo Chávez son controvertidas y el diario las ha criticado en sus editoriales y en numerosos artículos. Pero una cosa es la opinión y otra la información. Esta debe ser rigurosa y ponderada. Hemos de ser muy cuidadosos en la elección de las palabras. No es lo mismo confiscar que gravar con una tasa, como no es lo mismo, en el contexto de una negociación política, buscar un acuerdo que "poner precio", como señaló el lector Antoni Jiménez Massana a propósito de una noticia titulada: CiU y PNV mantienen vivo al Gobierno, pero elevan su precio.

"Si cualquier partido político defiende los intereses de sus electores, cuando negocia, lo hace desde el criterio de lo que ese partido cree justo y susceptible de ser negociado", argumenta. Utilizar la expresión "elevar el precio" introduce "una idea de cierta ilicitud", afirma, que se aplica únicamente a los partidos nacionalistas. Tiene razón. La utilización de esta expresión contribuye, en mi opinión, a crear un marco conceptual adverso a estos partidos, en el que se reduce lo que son legítimas aspiraciones avaladas por los votos a un puro mercado, cuando no chantaje, del que se deriva una idea de ilegitimidad.

Querido papá, voy a aplastar Irak era el titular con el que se presentó la noticia de las memorias de George W. Bush. Juan Sánchez Cuenca, de Madrid, protesta porque ese titular induce a creer que se trata de una frase textual de la carta que el ex presidente envió a su padre con motivo de la invasión de Irak. "Me encanta ver cómo se vitupera a tan execrable presidente de Estados Unidos", escribe el lector, pero "no al precio de ver cómo el diario al que soy fiel por su mayor objetividad cae en la deriva de la prensa mediocre".

Augusto Klappenbach, de Pinto (Madrid), también ha escrito a la Defensora por considerar "falso" el titular El Gobierno reprocha a Marruecos la violencia ejercida en el Sáhara, aparecido en la portada del pasado sábado. La información que abría la sección de Internacional dejaba claro que el Gobierno se había limitado a lamentar lo ocurrido y había eludido expresamente reprochar o condenar la actitud del Gobierno marroquí.

A veces las palabras nos traicionan por descuido. Queremos decir algo y acabamos diciendo algo distinto. Es lo que ocurrió con el reportaje de la sección Vida y Artes del pasado jueves Esta grosería la paga usted. Se explicaba que un colaborador de Telemadrid había hecho comentarios soeces en presencia de niños de varios colegios, entre ellos los de un centro de Marruecos sobre los que hizo también alusiones despectivas. El reportaje calificaba de "burla" esos comentarios, "máxime cuando la mayoría de los estudiantes del Colegio Español de Rabat son cultos y pertenecen a clases acomodadas (entre ellos había hijos de ministros, intelectuales y mandos militares)". Esta frase movió a Miguel Mauricio Iglesias a escribir a la Defensora: "¿Quieren decir que si los estudiantes viniesen de un barrio humilde de Rabat o de Ouarzazate, la descalificación sería menos grave?". Tanto la subdirectora Berna González Harbour como la autora del texto, Joaquina Prades, deploran lo ocurrido y piden disculpas. Este lector, comprensivo donde los haya, señala otras "traiciones" del lenguaje en este mismo texto, que ustedes pueden consultar en la página de la Defensora.

Como han visto, son ejemplos muy variados y muy recientes. Podría componer un artículo como este cada poco tiempo con otros tantos ejemplos, lo que demuestra la importancia que tiene la elección de las palabras. Con ellas no solo hablamos del mundo sino de nosotros mismos. Con las palabras que elegimos demostramos cada día lo objetivos que queremos ser.


jueves, noviembre 25, 2010

El Gozo del Colibrí

A la única Rosa de Pétalos Azules, la de Mirada de Azulejos en las tierras del marfil.


(Ilustración: Jorge Rivas Cantillo. México)
Por Daniel R Scott

Sábado caluroso, tranquilo, de nubes blancas y cielo azul. De visita en la casa de mis buenos amigos, toqué la puerta una o dos veces, pero nadie atendió ni salió. Toqué más fuerte. Nadie salió. Ah, que fastidio, me dije, no quiero perder el viaje... Decido sentarme en un recodo cualquiera del jardín, a la espera de que alguien venga, o me abran la puerta en cualquier momento. "Quizá salieron y no tardan en llegar" pensé. Entonces sucedió algo para ser contado aunque no creído. Es cuestión de lo que decida cada quien. Es cosa de contarlo y ya. A los pocos minutos de estar pensando en cualquier nadería se presentó con veloz aleteo un colibrí al jardín y se posó agotado en las ramitas de un arbusto, como a dos metros de donde me encontraba. Apenas lo divisé sonreí y me quedé inmóvil, maravillado ante este diminuto portento de la naturaleza. No quería quebrar el hechizo de ese momento. "Muy pequeño" me dije. "¡Pero vaya que diseño!" Se me ocurrió, al ver los colores y la suavidad de sus plumas, que estaba ante la presencia de un mineral alado. Vaya locura Nerudiana. Y es que la poesía nos ayuda a verle el lado mágico a todas las cosas. Y más cuando se es un contemplativo sin remedio. La naturaleza siempre ha ejercido en mi alma una gran fascinación. Esto no es nada nuevo ni una postura intelectual de mi parte: de niño, solía observar casi hipnotizado el caer de la lluvia en los períodos pluviosos. Mamá comentaba allá en la cocina, entre aroma de arepas y café: "Daniel me tiene preocupado." No sabía que vine al mundo con un espíritu que ni yo mismo comprendo.

Después de mantenerme quieto y observando, me puse de pie, con la absoluta certeza que al percibir el más mínimo de mis movimientos, sin duda el colibrí se daría a la fuga de inmediato. Estos son animalitos muy nerviosos y mañosos. Pero, para mi sorpresa, no se movió de su sitio. Es más: ni dio muestras de alarma. Me observaba como quien observa a un igual. Sin dejar de mirarlo, cual gato que acecha su presa y a sabiendas que los más seguro es que esta vez sí huiría, se me ocurrió el infantil absurdo de acercármele muy lentamente, con movimientos silenciosos e imperceptibles. Me asemejaba a un torpe depredador. Me ruboricé pensando en mi papel de tonto del reino animal, pero igual continué con mi ensayo. Por segundos me parecía que el ave alzaría el vuelo impulsado por su miedo ancestral, pero, muy calmo, no lo hizo. Pasos lentos y cautelosos que acortaban distancia. Mi corazón comenzó a latir de emoción e incredulidad. ¿Puede ser esto posible así no más? Pues se crea o no, lo cierto es que caminé hasta tenerlo al alcance de mi mano. A mi mismo me parecía una mentira. Me atrevo a decir que de los dos, el asustado era yo. Es que no lo podía creer. ¿Por qué continúa allí, sin alterarse, sin huir, sin miedo a mi presencia de depredador? Ocurrió algo maravilloso: Extendí mi mano y con dedo índice acaricié con suavidad su cabeza. ! Se quedó muy quieto! Tan quieto como cualquier animal doméstico. Fui aun más lejos y lo tome en mi mano en un intento de desprenderlo de la ramita, pero él, fuertemente aferrado con sus patas, no me lo permitió. Temí ocasionarle un daño a su delicada estructura así que desistí. Entonces vino el instante mágico que quisiera, tú que me lees, me lo explicaras con algún manual de biología en mano: el ave alzó el vuelo, más no para escapar, sino para revolotear juguetón en torno a mi rostro y volver a la misma ramita del arbusto. Lo hizo unas tres veces mientras yo alborozado extendía mi mano derecha hacia las desordenadas órbitas de su vuelo de risa. Esquivaba mis intentos de tocarle, pero sin alejarse de mi rostro. Todo parecía deliberado. No había duda: se divertía conmigo. Y yo con él. En ese momento apareció uno de mis amigos y eso bastó para que el colibrí huyera veloz y se internara en la fronda de un gran árbol que había al otro lado de la calle.

¿Qué explicación dar? Creo que ninguna. Simplemente que el hombre y el reino animal bajaron la guardia en una especie de momentáneo pacto de no agresión y se dieron un abrazo fraterno, jugando a la confianza y la diversión. Cuando le conté a papá el episodio me dijo: "Percibió tu pureza y buena intención." Pero al oír la historia uno de mis mejores amigos, soltó una carcajada de escándalo. "Ahora sí que te estás volviendo loco."

14 de Octubre de 2010, tal como recuerdo que sucedió en 1995.

Mujeres malqueridas

Fuego Cotidiano presenta el primer capitulo del libro "Mujeres malqueridas" de Mariela Michelena (Editorial Alfa).Mujeres malqueridas es considerado por la autora, la psicoanalista Mariela Michelena, un libro de autoayuda para que las mujeres encuentren respuestas a preguntas tales como: qué se considera una mujer malquerida, cómo se siente una mujer malquerida, cómo suelen ser sus relaciones sentimentales y los motivos por los que se repite ese tropiezo en la misma piedra, dónde asirse para reconocerse ellas mismas y recuperar la confianza, y el inevitable paso por el duelo afectivo.

Malqueridas por su condición de mujeres
por Mariela Michelena
A lo largo del último siglo son muchos y muy valiosos los territorios que la mujer ha conquistado. El voto, la independencia económica y decidir cómo, cuándo, dónde y con quién tendrá sus hijos, son logros indiscutibles.

Sin embargo, en medio de los aplausos por tantas victorias, llevamos algún tiempo escuchando las quejas de mujeres independientes y emancipadas que sufren por un mal amor. Hace no tantos años su lamento encajaba perfectamente en el listado interminable de maltrato y postergación social del que la mujer ha sido víctima.

Su padecimiento por amor era una queja más, o casi podría decirse que una queja menos, porque entre tanta reivindicación fundamental, una lágrima, una espera, un nudo en la garganta o un insomnio, parecían detalles insignificantes. Tomando en cuenta las condiciones de menoscabo que ha sufrido durante siglos la mujer, interrogarse por su felicidad en el amor hubiera sido como si, ante un niño que empuja una carreta de carbón en una mina de Gales, nos hubiéramos preocupado por el estado de sus uñas o de sus dientes.

Hoy, que otros problemas más acuciantes están resueltos, las voces de las mujeres que sufren por amor se escuchan con más intensidad. Sus lamentos chirrían en un mundo que muchas dan por conquistado. Todos conocemos a más de una mujer que se queja de que la quieren mal. El eco de su pena se escucha en los lugares de trabajo, en el gimnasio, en las animadísimas comidas entre amigas y en las series de televisión. Dicen que es un tema femenino de actualidad. Por supuesto que conozco y frecuento todos esos foros, pero en este libro voy a hablar desde mi experiencia como psicoanalista.

Malqueridas

Cuando hablemos de malqueridas hablaremos de mujeres que padecen por un mal amor, no necesariamente de mujeres maltratadas físicamente, sino de mujeres enzarzadas en relaciones imposibles, destructivas, que lloran por un amor perdido o sin futuro aunque pasen toda la vida enganchadas a ese llanto y a esa relación.

Mujeres fieles a parejas intermitentes. Amores furtivos, prohibidos, clandestinos. Mujeres extraordinarias que se transforman en niñas enfermizas si un hombre no las llama. Mujeres encadenadas a una pena de amor, condenadas a ser la horma de cualquier zapato, o a instalarse debajo de cualquier zapato. Mujeres que no se cansan de escuchar: «No quiero compromisos». Mujeres sumisas, mansas, asustadas, complacientes. Mujeres que son fuertes ante todos los retos de la vida, brillantes para resolver sus tareas, para enfrentarse a cualquier desafío, valientes para todo, excepto para resguardarse de ese hombre que las quiere mal. Mujeres dispuestas a esperar y a esperar y a esperar. Engañadas, traicionadas, malqueridas…

De sus parejas sería arduo delimitar dónde empieza el maltrato emocional y dónde termina la malquerencia.

Y cuando digo que las malquieren, no me refiero a que NO las quieran, al contrario, puede incluso que las quieran muchísimo, lo que ocurre es que las quieren mal.

Quieren a una que no es ella, la quieren raro, torcido, al revés, y ella se retuerce y se contorsiona hasta encontrar la forma exacta que encaje con el trazado caprichoso de ese mal amor. A veces el hombre quiere a «otra» que tiene en su imaginación y pretende transformar a su amada en alguien que no es ella, y la amada descoyunta su ser intentando complacerle. A la mujer verdadera apenas la tiene en cuenta, a veces ni siquiera se ha preocupado por conocer sus gustos, sus inclinaciones, sus dificultades; ¿para qué? Es suficiente con que ella siempre esté allí para él.

Se trata de un amor que suele quedar un poco estrecho de cintura y holgado de espalda. Es un amor «de otra talla» que no le sienta bien a casi nadie y que, no obstante, esa mujer insiste en llevar a cuestas a pesar del sufrimiento que le supone.

Una mujer subida a un amor como ése, debe tener la misma sensación que una mujer subida a unos zapatos prestados, estrechos, puntiagudos y de tacón muy alto.

Mientras todos los que la rodean la ven haciendo malabares y tambaleándose, ella se cree elegantísima y maravillosa, incapaz de reparar en que no es más que una mujer que sufre y que se siente profundamente desgraciada.

Lo que yo sostengo es que en toda mujer malquerida por una serie de hombres, hay una mujer que se quiere mal a sí misma. Y cuando digo que se quiere mal, quiero decir que se quiere con un amor tergiversado. Con sus palabras ella dice que quiere una cosa, pero sus actos revelan que quiere otra. No estoy hablando de que «no se quiere suficiente»; no me refiero a que tenga una«baja autoestima». Puede que, sin saberlo, incluso, se quiera a sí misma en exceso y se sienta en el fondo tan fuerte y tan poderosa como para ser capaz de salvar, por amor, todas las dificultades que se le presenten en el camino, aunque en el empeño se deje la sangre y la piel. Alguien que hace un mal negocio no necesariamente es alguien que no tiene dinero, puede quedarse sin dinero por no haber sacado bien las cuentas, causa de un negocio torcido, o de una mala inversión. Pero quedarse sin dinero es una consecuencia, no una causa. Quedarse sin autoestima puede ser la consecuencia de haber invertido mal el amor propio. A veces el amor propio tiene una preocupante tendencia al heroísmo, a adornarse a sí mismo con una capita de superhéroe, que lleva a su dueña a sentirse capaz de acometer ciertas proezas titánicas que no le reportarán ni el éxito, ni la fama mundial, ni siquiera le servirán para asegurarse un lugar en el Cielo. Sólo obtendrá cansancio, humillación y sufrimiento.

Ellas tienen la palabra

Desde mi experiencia como psicoanalista, he tenido ocasión de toparme con muchas mujeres malqueridas.

En estas páginas, sus historias aparecen lo suficientemente enmascaradas como para que ni siquiera ellas mismas puedan reconocerse. Todas ellas me han enseñado algo. Todas y cada una me han permitido descubrir una fascinante y singular respuesta. A todas ellas, para empezar, mi agradecimiento. A cada una de sus historias me acerco como si fuera la primera y no puedo dejar de preguntarme «¿y por qué?». ¿Y por qué esta mujer, tan inteligente, tan desenvuelta y exitosa en su trabajo, no se da cuenta de cuánto está sufriendo? Y, si lo sabe, ¿por qué lo acepta como si no tuviera otra alternativa? ¿Y por qué sufre tanto por el final de una relación que iba tan mal? ¿Y por qué vuelve con él después de todo lo que ha sufrido a su lado? ¿Y por qué lo echa tanto de menos si apenas se soportaban? ¿Y por qué sigue esperando a que cambie, si es evidente que nunca va a cambiar? ¿Y por qué le parece que ese hombre es tan extraordinario si tampoco es para tanto? ¿Y por qué se ha buscado a otro hombre exactamente igual al anterior?

De todas estas preguntas se desprende una que resulta esencial: ¿qué ventaja saca ella de todo esto? ¿Qué extraña y secreta transacción ha realizado ella, consigo misma, con su pareja, con la vida, para creer que una situación tan dolorosa le resulta rentable? ¿Cómo explicar que se resista con tanta voluntad a abandonar ese lugar que aparentemente es tan incómodo? Intentar responder a estas preguntas es el tema que va a recorrer como un hilo rojo las páginas de este libro y lo que va a diferenciarlo de otros.

«¿Qué he hecho yo para merecer esto?»

En mi consultorio, yo no soy la única que se hace preguntas. La paciente que acude a una consulta también está buscando respuestas. Cuando alguien, cualquiera, hombre o mujer, sufre y reza ante otro su letanía de quejas, al final, aunque no pronuncie las palabras, hay algo en él o en ella que reclama: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?». Generalmente, repito, aunque no se pronuncien las palabras, el tono suena más a un reclamo que a una interrogación y no parece que el afectado esté esperando una respuesta sino un consuelo. Con frecuencia, lo que espera escuchar de su interlocutor es algo muy parecido a:

«Tú no has hecho nada, esto es una injusticia, tú eres estupenda(o), claro que no te mereces una situación como ésta. Las circunstancias son duras y ‘el malo’, es el otro».

Claro que hay sufrimientos que nadie se merece. Nadie merece ser malquerido y mucho menos maltratado. Pero cuando un paciente formula esa misma queja en la consulta de un psicoanalista, éste se toma en serio la pregunta del paciente, en un sentido literal, y se pone a la faena de ayudar a comprender al paciente qué ha hecho él para merecer tal o cual situación. Se empiezan a anudar las preguntas del paciente con las del terapeuta y se emprende un camino conjunto en busca de respuestas. Con el correr del tratamiento y la ayuda del psicoanalista, el paciente termina por responderse con el reverso de su propia pregunta: «Pues sí, puede que yo haya hecho tal o cual cosa para contribuir a esta penosa situación que estoy viviendo…».

En el caso de las mujeres que sufren por amor, las respuestas a estas preguntas suelen ser múltiples. A la mujer malquerida que pregunta «¿qué he hecho yo?», podríamos empezar por contestarle que lo primero que ha hecho es ser mujer. Y luego indagaríamos en cada caso particular para entender cómo deambula ella, a su manera, por el territorio de su feminidad, un deambular que vendrá determinado por su historia infantil, por una familia, una madre, un padre, un lugar entre los hermanos, un carácter y una forma de ser.

Si bien encontraremos rasgos comunes en unas y otras malqueridas, no hay una causa única que explique todos los casos. Hay que pensar más bien en una dialéctica constante entre lo general y lo particular, entre aquello que atañe a todas las mujeres como género, ese extremo burdo de la generalización, del «eterno femenino», y lo estrictamente particular y personal que concierne a cada mujer según su propia historia.

Si sólo tuviera importancia lo general, lo universal, escribir este libro no tendría demasiado sentido porque todas las mujeres, sin excepción, estaríamos abocadas, condenadas, a ser mujeres malqueridas. Si, por el contrario, sólo tuviera peso la historia personal, también nos veríamos obligados a abandonar nuestro empeño, pues no tendríamos nada que aportar con un solo libro, tendríamos que escribir un libro para cada lectora, que diera cuenta de su propia biografía. Así que, en estas páginas iremos permanentemente de lo general a lo particular y viceversa.

No son pocos los rasgos de «lo femenino» que contribuyen a que una mujer se preste a representar en su vida el papel de malquerida, sin embargo, en este libro veremos que algunos de ellos parecen más relevantes que otros.

Desde la perspectiva de lo particular, nos encontramos ante el peso de la historia infantil y su influencia en la vida adulta, que hará que esos rasgos femeninos se modelen de una forma peculiar en cada mujer. Esa historia infantil va a generar una especie de «agenda oculta», un plan secreto que escapa a la lógica formal y a la conciencia.

Se trata de una guía silenciosa que se sigue a pies juntillas y a ciegas. Una guía que no siempre lleva al usuario por el mejor camino, ni mucho menos por el más despejado, ni el más sencillo. Al contrario, lo lleva a repetir situaciones dolorosas, una y otra vez, sin saber ni cómo, ni cuándo, ni por qué. Se trata de la guía secreta de los nudos del inconsciente que con frecuencia nos domina y nos traiciona.

Los hombres y las mujeres

Buscando analogías que nos permitan acercarnos en toda su complejidad al misterio de lo femenino y lo masculino, he pensado que Hamlet, la tragedia de William Shakespeare, cuenta con dos personajes que encarnan, cada uno en su propia tragedia, el extremo de la posición femenina y el extremo de la posición masculina.

Me refiero a la pareja malograda de Hamlet y Ofelia. Hamlet y Ofelia están locamente enamorados el uno del otro. Todo está bien hasta que el rey, el padre de Hamlet, muere en extrañas circunstancias y él, como su único hijo, está obligado a vengar esa muerte. A partir de ese momento toda su vida gira en torno a convertirse en el digno vengador de su padre. El resto del mundo deja de interesarle, incluida Ofelia. Sólo lo mueven la obsesión de venganza y la duda de si será o no capaz de dar la talla y de cumplir con lo que el padre espera de él. A lo largo de la tragedia, acosado por la indecisión, Hamlet se hace muchísimas preguntas, pero entre todas ellas, hay una que lo caracteriza: «¿Ser o no ser?». Su pregunta me parece típicamente masculina; algo así como «¿soy suficientemente hombre para cumplir con mi padre?», «¿cómo tendría que demostrarlo?». Su pregunta encarna la preocupación masculina, el hombre está mortificado por «ser»,

por parecer lo que se supone que debe ser: un hombre. Para la posición masculina es importante demostrar activamente que él «tiene» lo que hay que tener y suele pasarse buena parte de sus días poniendo sus atributos sobre todas las mesas. Él «tiene que ser» el más valiente, el más potente, el más listo, el más conquistador.

En fin, ha de ser siempre el primero de alguna lista, de alguna competición que continuamente está librando con algún otro hombre en su cabeza. De hecho, en la tragedia de Shakespeare, Hamlet está dispuesto a matar –y mata– para «ser» un hombre, digno hijo de su padre, para defender su lugar en el mundo.

Pero ¿qué pasa con las mujeres?, ¿qué pasa con Ofelia? Mientras Hamlet está obsesionado por la venganza, ocupado en dilucidar si él «es o no es», en averiguar qué tendría que hacer para «ser» un hombre como su padre; Ofelia, ajena por completo a las luchas por el poder, sólo sabe que ella sigue enamorada de Hamlet y que él la ignora. Incapaz de tomar ninguna iniciativa, sólo atina a soñar con su amor. Es así como Ofelia se pasa las horas perdidas, entregada a preguntarse otra cosa. Ofelia se vuelve loca de amor y se rinde sin moderación a su locura. Ha perdido la razón porque Hamlet no la quiere. Rodeada de flores, dedica los últimos días de su vida a deshojar margaritas y a preguntarles «¿me quiere? o ¿no me quiere?». Ofelia está dispuesta a morir –y muere–, se quita la vida por amor. Ofelia encarna el extremo de la pasividad femenina.

La queja de Ofelia es la queja que más se escucha en boca de una mujer, quien, más tarde o más temprano se preguntará: «¿Me quiere?, ¿no me quiere?», «¿cuánto me quiere?», «¿cómo me quiere?», «¿me querrá siempre?», «¿qué tengo que hacer para que me quiera más?».

Estas preguntas: «¿Me quiere?, ¿no me quiere?», no suelen ser el mejor camino para despejar dudas respecto a una relación maltrecha. No es suficiente con que la respuesta sea «¡Sí! ¡Me quiere!». También los maltratadores quieren muchísimo a sus víctimas, tanto, que no soportan estar sin ellas y verlas vivir lejos de su control…

Las quieren, sí, pero las quieren mal, las quieren con un amor monstruoso, con un amor enfermo. Las quieren tanto que prefieren verlas muertas antes que en brazos de otro, por ejemplo. Así que «¿me quiere?, ¿no me quiere?» son preguntas que arrojan respuestas engañosas. Para empezar, la respuesta está en manos de la otra persona y siempre es preferible plantear preguntas que pueda responderse cada quien, por ejemplo: «Una relación así, ¿me compensa o no me compensa?», «¿Es esto lo que yo quiero para mi vida?», «¿Estoy dispuesta a perdonarle otra infidelidad?», «¿Cuántos años más puedo esperar hasta que se decida?», «¿Tengo que creer en sus palabras o en sus actos, en sus promesas o en los hechos?».

¿Sólo mujeres?

Vamos a hablar de «mujeres malqueridas», para entendernos y porque son mayoría, pero por supuesto que también hay «hombres malqueridos». Excepto la Barbie, no conozco a ninguna otra mujer que sea cien por cien una mujer, ni a ningún hombre, excepto Rambo, que sea cien por cien un hombre (y digo Rambo porque me parece que ni siquiera el Ken, la pareja de la Barbie, tiene su identidad sexual muy definida). El ser humano se distingue, entre otras cosas, por su disposición a la bisexualidad.

Ante cada persona concreta, más que de «hombres» y de «mujeres» en estado puro, cabe hablar de posición masculina o posición femenina, identificando «femenino» con pasividad y «masculino» con actividad. Para explicar en qué sentido identifico el par femenino/masculino con el par pasividad/actividad, voy a recurrir a la expresión biológica más elemental: la fecundación. Desde el punto de vista más descriptivo, en la fecundación, aun a riesgo de ser considerados políticamente incorrectos, podemos afirmar que el óvulo espera (pasivamente) la llegada del espermatozoide, mientras que el espermatozoide ha de buscar (activamente) el encuentro con el óvulo. Así se forja la historia de amor entre el óvulo y el espermatozoide.

¿Qué pasa cuando esa expresión biológica elemental se hace más compleja, cuando hablamos de seres humanos? Entonces contamos con un abanico muy variado, en el que lo femenino y lo masculino, la pasividad y la actividad, se mezclan en distintas proporciones, dando como resultado una gama amplísima de actitudes humanas que recorre desde los extremos más caricaturescos de la homosexualidad en la que se supone, por ejemplo, que un hombre se coloca netamente en una posición femenina o una mujer en una posición indiscutiblemente masculina; a la supuesta heterosexualidad sin mácula representada por los iconos del «macho latino» y la «mujer objeto», pasando por la ejecutiva agresiva de «ordeno y mando», uniformada con su impecable traje de chaqueta, o el metrosexual atildado que se depila, usa el secador de pelo durante más tiempo que su mujer y gasta en cremas tanto o más que ella.

Una vez aclarado que parto de la idea de un gradiente masculino- femenino de infinitas combinaciones, quiero destacar que en la posición femenina pasiva hay una mayor disposición a sufrir por amor, que en la posición masculina activa.

Para Simone de Beauvoir, el estilo de querer considerado como «típicamente femenino» es la consecuencia inevitable de la situación de desventaja social en la que se encuentra la mujer, una situación de dependencia que le impide situarse en la vida como sujeto y ser protagonista de su historia. Según su punto de vista, la mujer, condenada a depender de un hombre, no tendría otra alternativa que transformar a ese hombre en un dios y, a partir de ahí, convertir su condición de esclava en una virtud, y el amor en su única razón de ser. Lo curioso es que la mujer no se revela contra esta situación, antes bien, la mujer sometida se siente orgullosa de su esclavitud, y experimenta una especie de honra de sierva. Es así como el amor, para la mujer, más que una forma de expresión afectiva, se constituye en una religión.

Personalmente yo comparto la opinión de Simone de Beauvoir respecto a la mayor parte de las mujeres hasta hace escasos decenios. Pero este planteamiento me resulta insuficiente para explicar la situación de un enorme número de mujeres que sufren por amor en la actualidad. Hoy en día hay cada vez más mujeres que cuentan con una entrada económica estable y que son las únicas dueñas de las riendas laborales de su vida. Cualquiera conoce a una mujer que se ha labrado a pulso un lugar propio en el mundo, sin tener que depender de un hombre. Sabemos que, a pesar de que persisten las diferencias por razones de sexo, cada vez hay más mujeres que alcanzan puestos de alta responsabilidad en la política, en los negocios, en la cultura, etcétera. Simone de Beauvoir se sentiría orgullosa de todas ellas porque son la demostración de que su lucha y sus palabras, inspiradoras del feminismo más fecundo, no han sido en vano.

Y, a pesar de todos esos logros, la misma Simone de Beauvoir se sorprendería si comprobara hasta qué punto las consultas psicológicas se siguen nutriendo de mujeres autónomas, emancipadas, independientes, que, cuando nadie las ve, lloran desconsoladas las heridas que deja un amor desdichado, como solían llorarlo sus antecesoras. Esas mujeres brillantes, reconocidas, a quienes no les queda casi nada por demostrar desde el punto de vista laboral, siguen emulando a Ofelia y, a escondidas, deshojan la mustia margarita del «¿me quiere?, ¿no me quiere?».

Visto así, el argumento de la subordinación económica y social de la mujer respecto al hombre no es suficiente para explicar este estilo femenino de querer. Tenemos que buscar la explicación en otra parte. En este caso, «la verdad no sólo está allí fuera», en la sociedad, sino también «aquí dentro», en la misma condición femenina, lo que veremos en el próximo capítulo.

El ciclo de la repetición

Hacerme las mismas preguntas a lo largo de tantos años me ha llevado a concebir la ilusión de que se pueden responder. El amor es un animal extraño y caprichoso que se mueve sin brújula, y sus razones escapan a toda lógica consciente. El amor es un animal que se alimenta de certezas absurdas y de verdades falsas. Mi experiencia terapéutica con este tipo de casos me ha permitido vislumbrar un patrón reiterativo.

La repetición es una marca de identidad de la conducta humana. Solemos repetir a ciegas desde la conducta más sublime hasta la más impresentable. Quiero que a través del libro recorra conmigo una especie de ciclo que se repite y que empieza con toneladas de ilusión y expectativas que, sin entender muy bien por qué, naufragan una y otra vez en un amor lastimoso.

Después de acercarnos a esa disposición típicamente femenina para el amor incondicional y el sacrificio, continuaremos la historia con la propia elección de pareja que siempre es fruto de todo menos del azar. Me referiré a esos casos en los que se establece un tipo de relación en el que la mujer convierte a su hombre en un dios y ella pasa a ocupar el lugar de su sierva, de su dueña. Repasaremos lo que he llamado «pecados capitales» de una relación, algunas de esas situaciones, actitudes o vicios inevitables pero que, en exceso, se convierten en pecados que llevan a la mujer a verse envuelta en relaciones destructivas y sin futuro.

Recorreremos varios de los ingredientes típicos de este tipo de relaciones: la infidelidad, la Otra, los celos. Repasaremos también algunos de los recursos de los que echa mano una mujer atrapada en este tipo de relaciones; en el mejor de los casos empieza a funcionar un radar que la lleva a buscar ayuda y compañía. Recurre a sus amigas, que se convierten en pilares firmes que la sostienen; además busca consejo con el mismo interés en un libro de autoayuda, en el horóscopo o en las cartas del tarot y, finalmente, cuando nada de lo anterior le ha funcionado y el sufrimiento persiste, acude a un terapeuta para pedir ayuda psicológica. Veremos que cada una de estas «tablas de salvación» cumple una función diferente, tiene sus peculiaridades y ninguna de ellas sustituye a las demás.

La mayoría de estos amores imposibles, por suerte, no son eternos, y aquel que hasta ayer era un dios y ocupaba el lugar más alto de un pedestal, una mañana cae sin remedio y casi sin explicación. Un buen día resbala el velo que no dejaba ver a la mujer con claridad y su ídolo se presenta en toda su humanidad. Será cuando ella esté preparada para desprenderse internamente de él, aunque se hayan separado mucho tiempo atrás.

Caído el ídolo del pedestal, empieza el proceso de reconstrucción de la mujer, que habrá de atravesar un duelo inevitable. Veremos que son muchas y muy variadas las estrategias que puede emplear una mujer para evitar ese duelo, sin embargo, sin ese trabajo de duelo, no hay final. En los casos de peor pronóstico, una mujer todavía convaleciente de un amor desdichado, y que no conoce las verdaderas razones que la mantuvieron atada a esa relación, se prepará –sin saberlo– para emprender otra relación igual de perniciosa para ella que la anterior y repetirá el mismo ciclo. Sólo cuando la mujer ha podido determinar qué papel ha desempeñado ella misma en su sufrimiento, en esa desgraciada historia, entonces podrá restituir su propia identidad, su valía y su razón de ser, más allá de la relación que mantenga con un hombre. Sólo entonces será capaz de relacionarse consigo misma y con los demás, de una manera menos destructiva y más provechosa. Si lo consigue, habrá deshecho la rueda de la repetición y su próxima historia de amor, su propia historia, será otra.


LA AUTORA
Mariela Michelena es psicoanalista y miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Madrid (Asociación Psicoanalítica Internacional). Ha desarrollado su actividad clínica en Caracas, Houston y Lima. Actualmente ejerce como psicoanalista en su consulta privada de Madrid. Ha publicado Un año para toda la vida (2002) y Saber y no saber. Curiosidad sexual infantil (2006).
michelena.mariela@gmail.com
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