El Gozo del Colibrí

A la única Rosa de Pétalos Azules, la de Mirada de Azulejos en las tierras del marfil.


(Ilustración: Jorge Rivas Cantillo. México)
Por Daniel R Scott

Sábado caluroso, tranquilo, de nubes blancas y cielo azul. De visita en la casa de mis buenos amigos, toqué la puerta una o dos veces, pero nadie atendió ni salió. Toqué más fuerte. Nadie salió. Ah, que fastidio, me dije, no quiero perder el viaje... Decido sentarme en un recodo cualquiera del jardín, a la espera de que alguien venga, o me abran la puerta en cualquier momento. "Quizá salieron y no tardan en llegar" pensé. Entonces sucedió algo para ser contado aunque no creído. Es cuestión de lo que decida cada quien. Es cosa de contarlo y ya. A los pocos minutos de estar pensando en cualquier nadería se presentó con veloz aleteo un colibrí al jardín y se posó agotado en las ramitas de un arbusto, como a dos metros de donde me encontraba. Apenas lo divisé sonreí y me quedé inmóvil, maravillado ante este diminuto portento de la naturaleza. No quería quebrar el hechizo de ese momento. "Muy pequeño" me dije. "¡Pero vaya que diseño!" Se me ocurrió, al ver los colores y la suavidad de sus plumas, que estaba ante la presencia de un mineral alado. Vaya locura Nerudiana. Y es que la poesía nos ayuda a verle el lado mágico a todas las cosas. Y más cuando se es un contemplativo sin remedio. La naturaleza siempre ha ejercido en mi alma una gran fascinación. Esto no es nada nuevo ni una postura intelectual de mi parte: de niño, solía observar casi hipnotizado el caer de la lluvia en los períodos pluviosos. Mamá comentaba allá en la cocina, entre aroma de arepas y café: "Daniel me tiene preocupado." No sabía que vine al mundo con un espíritu que ni yo mismo comprendo.

Después de mantenerme quieto y observando, me puse de pie, con la absoluta certeza que al percibir el más mínimo de mis movimientos, sin duda el colibrí se daría a la fuga de inmediato. Estos son animalitos muy nerviosos y mañosos. Pero, para mi sorpresa, no se movió de su sitio. Es más: ni dio muestras de alarma. Me observaba como quien observa a un igual. Sin dejar de mirarlo, cual gato que acecha su presa y a sabiendas que los más seguro es que esta vez sí huiría, se me ocurrió el infantil absurdo de acercármele muy lentamente, con movimientos silenciosos e imperceptibles. Me asemejaba a un torpe depredador. Me ruboricé pensando en mi papel de tonto del reino animal, pero igual continué con mi ensayo. Por segundos me parecía que el ave alzaría el vuelo impulsado por su miedo ancestral, pero, muy calmo, no lo hizo. Pasos lentos y cautelosos que acortaban distancia. Mi corazón comenzó a latir de emoción e incredulidad. ¿Puede ser esto posible así no más? Pues se crea o no, lo cierto es que caminé hasta tenerlo al alcance de mi mano. A mi mismo me parecía una mentira. Me atrevo a decir que de los dos, el asustado era yo. Es que no lo podía creer. ¿Por qué continúa allí, sin alterarse, sin huir, sin miedo a mi presencia de depredador? Ocurrió algo maravilloso: Extendí mi mano y con dedo índice acaricié con suavidad su cabeza. ! Se quedó muy quieto! Tan quieto como cualquier animal doméstico. Fui aun más lejos y lo tome en mi mano en un intento de desprenderlo de la ramita, pero él, fuertemente aferrado con sus patas, no me lo permitió. Temí ocasionarle un daño a su delicada estructura así que desistí. Entonces vino el instante mágico que quisiera, tú que me lees, me lo explicaras con algún manual de biología en mano: el ave alzó el vuelo, más no para escapar, sino para revolotear juguetón en torno a mi rostro y volver a la misma ramita del arbusto. Lo hizo unas tres veces mientras yo alborozado extendía mi mano derecha hacia las desordenadas órbitas de su vuelo de risa. Esquivaba mis intentos de tocarle, pero sin alejarse de mi rostro. Todo parecía deliberado. No había duda: se divertía conmigo. Y yo con él. En ese momento apareció uno de mis amigos y eso bastó para que el colibrí huyera veloz y se internara en la fronda de un gran árbol que había al otro lado de la calle.

¿Qué explicación dar? Creo que ninguna. Simplemente que el hombre y el reino animal bajaron la guardia en una especie de momentáneo pacto de no agresión y se dieron un abrazo fraterno, jugando a la confianza y la diversión. Cuando le conté a papá el episodio me dijo: "Percibió tu pureza y buena intención." Pero al oír la historia uno de mis mejores amigos, soltó una carcajada de escándalo. "Ahora sí que te estás volviendo loco."

14 de Octubre de 2010, tal como recuerdo que sucedió en 1995.
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