Los olores de la soledad

- Hueles a soledad, muchacho. No sé si has notado que a veces va uno por la calle y siente al pasar una persona que arrastra un halo de soledad. Y se percibe la fragancia, el perfume de una sana y alegre soledad, o el tufillo de una soledad dañina.






Por E
rnesto Ochoa Moreno 

Cuando entré, el padre Nicanor, mi tío, no me respondió el saludo, sino que se me quedó mirando y advertí que, casi físicamente, husmeaba como buscando un olor que hubiera llegado prendido a mi piel. No me gustó.

- ¿Qué huele, padre Nicanor? O mejor, ¿a qué huelo, tío? Usted me perdona, pero el ser viejo y mayor en dignidad no le da derecho a descortesías. Le confieso que no me gusta que usted me reciba olisqueando como un perro.

- No te incomodes, muchacho. Olfateo tu alma, no tu cuerpo. Nos pasa a los curas. Andamos a la husma de aromas del espíritu.

- ¿Y a qué estoy oliendo, entonces?

- Hueles a soledad, muchacho. No sé si has notado que a veces va uno por la calle y siente al pasar una persona que arrastra un halo de soledad. Y se percibe la fragancia, el perfume de una sana y alegre soledad, o el tufillo de una soledad dañina.

- A ver, tío, a ver. Barájemelo más despacio. Luego hay una soledad buena y una soledad mala.

- Tú conoces mi teoría de que así como en la salud del cuerpo se habla del colesterol bueno y el colesterol malo, en la salud del alma también hay que analizar, y tratar, una soledad que es dañina y termina desatando conflictos interiores graves, y otra soledad, saludable siempre, que mantiene la armonía del espíritu y enriquece y madura a la persona.

- Pues " se non e vero, e ben trovato ", padre Nicanor, como diría usted en su nunca olvidado italiano que aprendió en Roma y en el que -me cuenta Mariengracia- habla usted dormido o cuando empieza a disvariar. Lo difícil es diagnosticar la soledad.

- Hay que ir a las causas y a los síntomas, como en la medicina. Es mala la soledad que nace del desencanto, de la frustración, de la depresión y que lleva al mal genio, a refunfuñar de todo y de todos. Uno se vuelve inaguantable y acaba siendo aislado por los demás. La peor soledad es la de la incomprensión: no comprenderse ni aceptarse uno mismo; no comprender ni aceptar a los demás; no sentirse comprendido, no comprender ni aceptar la vida, el mundo, la realidad. Como tú, ahora.

- ¿Yo? ¿Cómo lo sabe, padre Nicanor?

- No lo sé, lo olfateo. Se te nota el azogue, la intranquilidad, la impaciencia, el mal genio bajo la piel y eso desata un hedorcillo espiritual maluco.

- Vea, pues, ya me gané mi regaño. Entonces hábleme de la otra soledad.

- Es, hijo, una soledad que brota de la serenidad interior, como una "fonte", que diría san Juan de la Cruz, el poeta de la "soledad sonora". Una soledad sonreída, que no te crispa ni ofende a los demás. Es simplemente la aceptación de la condición humana. De tu condición humana y de la de los otros. No es aislamiento, aunque a menudo se vive en solitario.

- Padre Nicanor, no hable para santos ni para ángeles. Por favor, hable para humanos.


- Pues te digo que esa soledad no es precisamente una actitud religiosa, aunque suele estar iluminada por una fe y tarde o temprano se abre a un ser trascendente, a un Dios.

- Utopía, pura utopía, tío.

-Seguramente, muchacho.

Y eso qué tiene de malo. Después de todo, la utopía es lo único y lo último que nos queda después de todos los finales.

- Si usted lo dice. Yo mejor me voy. Me parece que si juntamos nuestras soledades, buenas o malas, para que mutuamente se rediman, hacemos de ellas una sola soledad compartida. Que eso es la vida, padre Nicanor: una soledad compartida. Y esa es más creíble utopía, pienso yo. 




Fuente: El Colombiano
sábado, mayo 21, 2011

Todos somos maestros

Diría de forma tajante que, inevitablemente, por nuestra natural permeabilidad a la experiencia con otros, querámoslo o no, seamos conscientes de ello o no, todos somos formadores, todos impactamos, para bien o para mal, en el entorno comunitario en el que transcurren nuestras vidas.


Por Óscar Henao Mejía
Es usual asociar el oficio de enseñar con los maestros adscritos al sistema de la enseñanza. Vale la pena aclarar que el territorio educativo no se ciñe sólo a los límites de la escolaridad. La escuela es, apenas, una de las escenas, quizás la de mayor importancia, en el recorrido de la formación.

Pero el territorio real y más genuino es la vida misma, en cada lugar y en cada momento. A cada instante los seres humanos, niños, jóvenes o adultos, estamos recibiendo de la experiencia en la cual desdoblamos nuestra existencia, motivaciones, informaciones, modos de moverse por el mundo, que afectan, de forma positiva o negativa, el edificio personal que vamos construyendo. Quienes interactúan con nosotros impactan permanentemente en los modos que vamos incorporando y asimilando.

Diría de forma tajante que, inevitablemente, por nuestra natural permeabilidad a la experiencia con otros, querámoslo o no, seamos conscientes de ello o no, todos somos formadores, todos impactamos, para bien o para mal, en el entorno comunitario en el que transcurren nuestras vidas. En cada momento aprendemos de otros y enseñamos a muchos otros, generalmente sin decir palabra, simplemente, con nuestra peculiar manera de transcurrir por el mundo.

El número de aprendices varía, según el entorno y las circunstancias. Algunos dan lecciones para uno, dos, tres o más hijos. Otros, además de la prole de casa, tenemos audiencia en aulas de amplio número de estudiantes. Muchos otros impactan desde su particular rol en su profesión, en su responsabilidad, en las tareas que les corresponde.

Por eso, igual que recuerdo ahora al primer maestro de escuela que marcó mi vida de forma significativa, Don Astor Carvalho, me viene a la memoria también Doña Lucila Bustamante, de quien aprendí, de la forma más bella, sin escuela ni exámenes, y con generosa dosis de cariño, las primeras letras, al lado de mi inolvidable amigo -otro hermano de la infancia- Gerardo Baena.

Y, de la misma manera que evoco a quienes en la escolaridad me contagiaron el gusto por la literatura, los que encontraron pretextos para despertar mi sentido crítico, los que a través de la música lograron darme la dimensión estética, los que me enseñaron a ser recursivo, los que le dieron "clic" a mi sentido común y los que me empujaron a tantos retos, hago el reconocimiento a un sinnúmero de maestros anónimos que en la cebra del semáforo, en las colas del banco, en la parada del bus, en el supermercado, en el puesto de verduras, en las salas de cine, tuvieron un gesto, una palabra, un ademán, que me hicieron sentir que había algo nuevo para aprender, que había algo importante para emular.

Todos, inevitablemente, somos maestros. El problema es saber qué es lo que realmente enseñamos. 
viernes, mayo 20, 2011

No teman al Juicio Final

Hay sitios New Age que están anunciado el fin del mundo para el 21 de mayo. ¿De dónde surgen las teorías milenaristas y qué dice exactamente la Biblia sobre el final de los tiempos?


El Juicio Final de Miguel Ángel / Wikipedia, la enciclopedia libre 
por Henri Tincq
En estos días, los escenarios apocalípticos abundan, ligados a fenómenos de pánico, despertando temores milenaristas.

Recalentamiento climático, crisis económica, guerras y terrorismo, terremotos y tsunamis: las desgracias del tiempo agravan los temores y serían signos premonitorios de un trastorno cósmico. Especulando con el fin del mundo y el advenimiento de una nueva era de la humanidad, los movimientos escatológicos proliferan y se extienden, en los sitios de Internet, con previsiones apocalípticas.

Una de ellas, apoyada en el calendario maya, caro a los fieles del New Age, anuncia para el 21 de marzo de 2011 la elevación de todos los creyentes para el Juicio Final y para el 21 de octubre de 2011 el fin del mundo.

La cercanía del año 2000 ya había reactivado esos movimientos de pánico, atribuidos, en la Edad Media, a los terrores del año mil. Esta creencia en un terrible juicio último, ligado a la venida de un Mesías y al final de los tiempos, remonta a lo más lejos de las tradiciones monoteístas.

Esta idea dio nacimiento a un prodigioso florecimiento artístico, del que la más célebre obra es el Juicio Final de Miguel Angel, fresco que decora el muro de la Capilla Sixtina en Roma. Los tímpanos de las catedrales romanas son igualmente ricos en esculturas sobre el tema, que dan testimonio de las fases de angustia atravesadas por la humanidad: los hombres deben convertirse so pena de perecer.

Es hacia el segundo siglo antes de Jesucristo, en un contexto de guerras y persecuciones, que nace en el mundo judío la literatura apocalíptica. Se funda en la creencia en un sistema de redistribución, en el más allá, entre los buenos y los malos. Surgen relatos que reportan al fin de los tiempos un espectacular juicio colectivo de todos los hombres. Desde el 160 antes de Jesucristo, el profeta Daniel en el Antiguo Testamento, predecía:
"Será un tiempo de angustia tal que no se conoce desde que existe una nación. Muchos de los que duermen sobre el suelo polvoriento se despertarán, éstos para la vida eterna, aquellos para el oprobio, para el horror eterno".

La venida del Mesías de los judíos -el mesianismo- debe preceder el fin de los tiempos y ese día del Juicio. Todos deberán rendir cuenta de los actos buenos y malos que hayan realizado. Las almas serán juzgadas en otro mundo, recompensadas o castigadas según hayan sido virtuosas o viciosas.

Los desastres judíos del año 70 (destrucción de Jerusalén) y del año 135 después de Jesucristo -revueltas contra el ocupante romano- confortaron la creencia en una justicia futura. Después de una estadía en sheol (una zona intermedia), las almas irán al jardín del Edén, las otras a la gehena (infierno). Las penas son temporarias y purificadoras: al cabo de un cierto tiempo, el alma puede entrar al paraíso, salvo los pecadores más recalcitrantes.

La tradición cristiana se inspira en esta visión judía. El regreso de Cristo a la tierra debe preceder el fin de los tiempos y la era del Juicio.

Un fin de los tiempos imposible de definir. Nadie conoce la hora del fin del mundo y el retorno de Cristo, dijo Jesús en su primera venida a la tierra (Evangelio de Mateo 24-36). Sin embargo los movimientos apocalípticos más o menos sectarios, que proliferan en la corriente evangélica estadounidense, anuncian el regreso de Cristo como inminente, prediciendo el fin de los tiempos, un gran caos cósmico y la hora del Juicio.

Son movimientos milenaristas : del libro bíblico del Apocalipsis según San Juan retuvieron que un período de felicidad de mil años -un milenio- transcurriría en el nuevo orden que seguirá a la vuelta de Cristo, luego del derrumbe brutal del orden antiguo y del antiguo cósmico.

Esas creencias milenaristas ya hicieron levantarse a multitudes de pobres fanatizados en el Medioevo que aspiraban a una mejora de sus condiciones materiales de vida. Vuelven hoy con fuerza. Siempre acecharon los espíritus en las épocas turbulentas y dieron argumento a cada fundador de una secta milenarista para fijar la fecha de la vuelta de Cristo, los mil años de felicidad, el fin del mundo, el Juicio, la recompensa a los justos y el exterminio de los malvados. Esos anuncios encuentran un impacto extraordinario en los períodos de crisis como las que atravesamos hoy. Alimentan la imaginación y despiertan mitos como el del Paraíso perdido.

Las iglesias oficiales no comparten estas creencias arcaicas y fundamentalistas. Simplemente recitan en su Credo que "Cristo volverá en su gloria para juzgar a los vivos y a los muertos".

Los cristianos esperan ciertamente el regreso de Cristo. Esperan que vuelva, en una fecha desconocida, en la gloria de un mundo en el cual justicia y fraternidad tendrán pleno sentido. En un mismo movimiento, esperan la vuelta de Cristo y su Juicio que, dice el Evangelio, no es un proceso del cual salen condenados y elegidos. Es la constatación de lo que el hombre habrá hecho de su libertad.

"El que haya salido de sí mismo y haya ayudado a los demás, ése ya se ha juzgado y se ha abierto a la felicidad eterna", dice el Evangelio de Mateo (25). Volverá, no como presidente de un tribunal para juzgar las almas según sus méritos, sus buenas o malas acciones. No para juzgar a los hombres sino para salvarlos.

(*) Henri Tincq es un periodista francés, especialista en cuestiones religiosas, columnista de los diarios La Croix y Le Monde. Autor de Los Católicos, entre otros ensayos.

(Traducción de Infobae América)



Fuente:
Slate.fr
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