La malaria en Casas Muertas


Para plasmar esta obra, historia verídica y real, creación literaria romántica, costumbrista, poética, dramática y de conocimiento científico, el autor se sumerge en ese mundo, habla con sus habitantes, alguno de los cuales, sobrevivientes de la tragedia que asoló la población llanera de Ortiz, en el estado Guárico.


Por Fernando Aular Durant

LA ENFERMEDAD. El paludismo es una enfermedad aguda, que suele ser muy grave y a veces prolongada, causada por protozoarios parásitos del género Plasmodium, de los cuales varias especies puede afectar al hombre, entre ellas: P. falciparum, P. malarie, P. ovale y P. vivax., los cuales producen destrucción de los glóbulos rojos al multiplicarse dentro de ellos. Entre los principales síntomas se encuentran: fiebre, anemia y esplenomegalia. Los paroxismos febriles van precedidos de escalofríos y sudoración y suelen ocurrir con intervalos regulares: en días alternos (fiebre terciana) intervalos de dos días, (fiebre cuartana) o diariamente (fiebre cotidiana). El producido por la variedad falciparum puede ser mortal si el tratamiento no es adecuado. Por las otras especies suele ser menos grave, con tendencia a recaídas separadas por períodos de latencia. El paludismo crónico corresponde a un tipo clínico especial de infección recurrente, con anemia grave, esplenomegalia y desnutrición. Frecuente en regiones subdesarrolladas.

TRANSMISIÓN. El hombre es la única fuente de paludismo humano. El parásito se trasmite de un individuo a otro por la picadura de un insecto infectado (vector) del género Anopheles o por administración de sangre infectada con el parásito.

HISTORIA. Posiblemente esta enfermedad se originó en África. Existen referencias sobre fiebres intermitentes en antiguos textos médicos asirios, chinos e hindúes. Hipócrates, en el siglo V a. C. fue quien estableció la entidad clínica del paludismo. Los antiguos romanos la conocían y la relacionaban con las zonas pantanosas, por lo que trataron de controlarla mediante drenajes. Julio César padeció la enfermedad. Alejandro Magno (356-323 a.C.) rey de Macedonia, discípulo de Aristóteles, conquistó y organizó un gran imperio y proyectaba nuevas conquistas cuando una fiebre palúdica acabó rápidamente con su vida. Falleció a los 33 años, cuando era dueño del mundo Oriental. Luchó en tantas batallas arriesgando la vida, pero lo mató el paludismo.

La corteza de la quina usada en su tratamiento fue introducida desde el Perú a Europa a comienzos del singlo XVII. El aislamiento de la quinina y otros alcaloides derivados se produjo en 1820 por Pelletier y Caventou. El parásito fue descubierto en la sangre de enfermos por Laveran en 1880 y la trasmisión por el mosquito vector fue descubierta por Ronald Ross en 1897. La primera demostración a gran escala del control del paludismo por medidas contra el mosquito fue hecha en Cuba y en la zona del canal de Panamá. Luego se descubrieron varios compuestos antipalúdicos como la plasmoquina, atebrina y la metoquina.

En 1939 se descubren las propiedades insecticidas del DDT lo que da lugar a campañas antipalúdicas de mayor amplitud. Para el período que corresponde a los finales de la década de 1920 y comienzos del 1930, en el cual se puede ubicar el ámbito de la novela “Casas muertas” de Miguel Otero Silva, según la opinión de muchos profesionales de la medicina de la época, era muy poco lo que se hacía desde los organismos públicos para combatir esta enfermedad. La acción antimalárica se limitaba al reparto esporádico de quinina y al ataque local de focos epidémicos.

El 19 de diciembre de 1923 el gobierno venezolano emite el decreto denominado “Saneamiento de los llanos de Venezuela para el tratamiento del paludismo”, la anquilostomiasis y la tripanosomiasis llamada “derrengadera” que afectaba al ganado bovino.

Aún por los comienzos de los años 50 del pasado siglo, siendo un niño, me daban a tomar la metoquina como preventivo y pude ver el curioso espectáculo de los hombres bien protegidos con trajes, cascos y máscaras regando el DDT en las casas, los solares, corrales, ranchos de techos de paja o palma y montes aledaños, lo que además servía para combatir el chipo. (Rhodnius prolixus) transmisor del mal de Chagas.

DIAGNÓSTICO. Examen de sangre por el método de la gota gruesa que permite reconocer la variedad y cantidad de plasmodium en el paciente, obteniéndose el índice parasitario, importante para el tratamiento y la prevención. Palpación del bazo: aumentado de tamaño (esplenomegalia) en los enfermos, abdomen globuloso. Palidez cutánea. Abulia.

MIGUEL OTERO SILVA. Nació en Barcelona, estado Anzoátegui (1908). Murió en Caracas (1985) Poeta, novelista, ensayista y político. Fundador del semanario “El Morrocoy Azul” y del diario “El Nacional” Su obra novelística lleva siempre una intención político social relacionado con sus principios revolucionarios. Entre sus obras: “Fiebre”, (1930), que describe la descomposición político-social del régimen de Gómez y la rebelión estudiantil.

“Casas Muertas”, (1955), Describe la epidemia del paludismo en una población venezolana. “Oficina Número 1” (1960), considerada la gran novela del petróleo y es como una continuación de “Casas Muertas.” “La muerte de Honorio”, (1968), “Cuando quiero llorar no lloro”, (1970), “Lope de Aguirre, príncipe de la libertad”, (1979) “La piedra que era Cristo” 1984. “El cercado ajeno” 1961, opiniones sobre arte y política. Entre sus obras poéticas: “Agua y cauce” (1937), “Elegía coral a Andrés Blanco”, (1957), “La mar que es el morir”, (1965), “Umbral” 1965) Su obra humorística “Un morrocoy en el cielo” 1972 y “Un morrocoy en el infierno” 1981, que incluye: Sonetos elementales, Sinfonías tontas, Versos circunstanciales, Crónicas morrocoyunas, Teatro y Las Celestiales.

CASAS MUERTAS, Miguel Otero Silva, publica la novela “Casas Muertas” en 1955, con la cual obtiene el Premio Nacional de Literatura “Arístides Rojas” de Venezuela. Para plasmar esta obra, historia verídica y real, creación literaria romántica, costumbrista, poética, dramática y de conocimiento científico, el autor se sumerge en ese mundo, habla con sus habitantes, alguno de los cuales, sobrevivientes de la tragedia que asoló la población llanera de Ortiz, en el estado Guárico. Fue recogiendo notas de sus entrevistas con personajes reales, cuyos testimonios fidedignos fueron forjando la trama, el ámbito, el tiempo de aquel doloroso episodio. Durante varios meses vivió entre aquellas ruinas, recuerdos de aquellos terribles días, allí hablaba largamente con aquella gente, fue llenando cuadernos de notas con sus vivencias, memorias, anécdotas, historias, de las cuales fueron emergiendo los personajes de ficción encarnados en los propios moradores, como la maestra anciana, Beatriz de Rodríguez, en cuya casa pernoctó y que se convierte en la señorita Berenice de la novela. Por lo que a la par de la imaginación, propia de la ficción literaria, se utilizan datos obtenidos de la realidad, fruto de una seria y meticulosa investigación mediante entrevistas a personas conocedoras del lugar, algunas testigos o protagonistas de los hechos acaecidos en el pueblo, rescatando del olvido sucesos, personajes que constituyen parte de la historia de esa comunidad.

Los relatos apegados a la verdad de los hechos y por tanto históricos debido a los acuciosos trabajos de investigación documentada, plasmados en clara y amena prosa poética y por obra de la creatividad propia del novelista, le dan a la novela el carácter de historia novelada; el ambiente formado por un pueblo en ruinas, la mortandad causada por la enfermedad, la migración de los habitantes hacia otros lugares, constituyen los hechos de la realidad de ese pueblo y de la generalidad del país. Los personajes actuantes en la novela, que, si bien parecieran de ficción, bien se pueden correlacionar con los mismos habitantes.

En la novela, la descripción del inicio de la epidemia, el brote de los criaderos, son verdaderos cuadros epidemiológicos, pincelados de prosa poética, fluida y verídica. El análisis de los parásitos y los vectores, las afecciones tisulares, las reacciones celulares, son reales descripciones de patogenia y patología, tales como bien pudiera describirlas un experto parasitólogo, pero plasmadas en un lenguaje translaticio, más poético que técnico, más literario que epidemiológico, pero con el acierto de la ciencia médica, como cuando expresa:

“Fueron días, noches, semanas de lluvias.” … “Se estancaba el agua en los barrancos, en los altibajos de la sabana, en los corrales de las casas.” … “Al cristal fangoso de los charcos, al limo verdoso de los pozos, al caldo sucio, a la linfa clara, siempre que estuviese quieta la superficie, llegaban los mosquitos… a vivir su breve vida de veinte días, a nutrirse, a reproducirse y a morir en aquel anegado recodo de la tierra llanera.”

Ahora veamos como describe Miguel Otero la reproducción de los insectos en una verdadera lección entomológica: “Sobre una hoja inmóvil, detenida en mitad del agua muerta, se paraba una brizna imperceptible provista de alas y de vida. Era una hembra que venía a poner sus huevos. Los huevitos caían por centenares, hermanados en una cinta finísima, sostenidos a flor de charca por flotadores microscópicos. Nutriéndose de sustancias misteriosas de la naturaleza, o de despojos de insectos muertos, o comiéndose a la propia madre, se desarrollaban las larvas que de las cáscaras de los huevos surgían. Eran largos gusanitos de anillos peludos que en su madurez se enroscaban en negros signos de interrogación antes de transformarse en mosquitos recién nacidos… abandonaban el agua de la poza en el primer vuelo, los machos hacia los árboles en demanda de jugos vegetales, las hembras hacia las casas en busca de sangre humana,” …” Ávidas agujas de la noche, caían sobre los cuerpos dormidos, clavaban los empuntados estiletes y sorbían la primera ración de sangre. El silencio se cruzaba con agudos zumbidos y una pequeña voz gimoteaba en el catre: - ¡Mamá, que me pica la plaga!”

Y así sigue describiendo ahora la forma del contagio, del huésped portador, mediante el insecto vector, a la persona sana, en una audaz descripción parasitológica como si nos llevara a contemplar la escena desde el lente de un poderoso microscopio.

“Se hundía el aguijón aquí y allá, una y mil veces. En la piel del niño sano y del niño enfermo, en la choza del hombre sano y del hombre palúdico. La sangre contaminada irrumpía en el organismo del insecto, estallaba en flameantes rebenques, copulaban hasta fusionarse las células macho y hembras, se enquistaban en las paredes del diminuto estómago y se rompían luego en menudos globos estriados que se esparcían por el pequeño cuerpo y se estancaban en el pocito mínimo de la saliva.”

Luego describe la síntesis de la patogenia del proceso y la irrupción de la enfermedad. “… Volvía una y otra vez el mosquito en busca del hombre, de la mujer, del niño, pero llevaba entonces la trompa envenenada. Sepultaba con el espolón las células malignas que se diseminaban carne adentro, se albergaban en una víscera e irrumpían finalmente en la sangre humana. En el torrente de la sangre cada núcleo se estrellaba en cien núcleos, en cien protoplasmas cada protoplasma y todos a un tiempo se nutrían de rojas sustancias vitales, segregaban pigmentos que eran gérmenes de fiebre y hacían arder el cuerpo entero en la llama estremecida del paludismo.”

Para plasmar estos exactos procesos parasitológicos, para concebir con la creatividad literaria un estudio microscópico de algo que acaece como violentas transformaciones en el diminuto espacio de un glóbulo rojo, de un eritrocito, con la maestría de un investigador científico, Miguel Otero Silva tomó lecciones de Parasitología Tropical con reconocidos científicos estudiosos e investigadores de la materia, como Francisco Tejera, José Francisco Torrealba y Félix Pifano.

La narración de los síntomas y signos que sacuden a sus personajes, la fiebre, los escalofríos, la hematuria, los abdómenes globulosos, la palidez, son verdaderas lecciones de Semiología clínica. Por ejemplo:

“… se sintió invadido en pleno trabajo por pastosas oleadas de pereza, de lasitud, de abandono, sacudido por breves latigazos de frío.”

“… sabía que ya venía a su encuentro el ramalazo de un acceso palúdico y se dispuso a recibirlo. Acurrucado sobre los hilos del chinchorro sintió llegar a su piel, a la pulpa de su carne, a la raíz de sus cabellos, a la masa blanca de sus huesos, un frío que iba creciendo como un caño y haciéndose más hondo como una puñalada. Se estremeció el chinchorro bajo el temblor de sus miembros y el entrechocar de sus dientes…”

Tras los escalofríos glaciares, describe la fiebre, tan terrible como las llamas de un pavoroso incendio: “…El frío se extinguió al rato. En su lugar surgieron aletazos de calor cada vez más intensos, cada vez más frecuentes… y comenzó a arder como una lámpara, encendido el rostro como flor de la cayena, de arcilla los labios resecos, de espejo brillante las pupilas dilatadas…Era un sudor a raudales que traspasaba las ropas… y goteaba al suelo como el rocío.”

Miguel Otero describe la epidemia con el rigor trágico de una catástrofe, del paso despiadado de la muerte: “La salida de las aguas arrojó sobre Ortiz, sobre Parapara, sobre todos los caseríos contiguos, una implacable marca de fiebre y muerte que amenazó con borrar para siempre el rastro de aquellos pueblos.”

Debió tratarse del falciparum, porque no eran fiebres que bajaban a las pocas horas con períodos de acalmia, sino que eran continuas, día y noche, entre contorsiones y delirios. Era la “Económica” porque mataba a los cuatro días sin gastos en quinina, curanderos o médicos. La fiebre fría que mató a Epifanio el bodeguero que se creía inmune. La fiebre perniciosa. “…-Nos estamos quedando solos -dijo melancólicamente el padre Pernía”. “- ¡Dios mío haz un milagro! -gimió la señorita Berenice.” “ -Mándanos al menos un médico -gruñó el señor Cartaya.”

La enfermedad masacraba a la población con furia implacable. Pero el capítulo más desgarrador, más intenso y conmovedor es el de la hematuria.

“…cuando el enfermo vertió en el peltre blanco de la bacinilla un líquido rosado color de la pulpa del cundeamor… se quedó mirando fijamente la orina rosa y exclamó con atónito y atormentado acento: - ¡Hematuria!”


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