sábado, julio 05, 2025

Una hamaca para Miguel Otero Silva

Fernando Rodríguez, cronista municipal de Ortiz, en hamaca y aquejado de salud conversó sobre visita de Miguel Otero Silva y los 70 años de Casa Muertas. Foto JOP

Esa noche, el escritor pidió quedarse en la misma casa. Le tendieron una hamaca en lo que hoy es la biblioteca familiar, y allí durmió, mecido por el rumor de los zamuros y las palabras que ya había escrito.


Por José Obswaldo Pérez

En el corazón llanero de Ortiz, donde el tiempo parece plegarse entre casas de cemento y memorias de adobe, aún recuerdan la visita literaria que marcaría la historia del pueblo: la de Miguel Otero Silva, autor de Casas Muertas, quien encontró en estas calles polvorientas la materia viva de su ficción más creadora de la literatura venezolana.

Corrían los años cincuenta y el escritor, acompañado por la cineasta Margot Benacerraf, regresaba a Ortiz con una intención que trascendía la nostalgia: presentar el manuscrito ya culminado de su novela al pueblo que la inspiró. El joven Fernando Rodríguez, entonces un niño de ocho años, lo recuerda con la precisión entrañable que otorga la memoria cuando el pasado dejó huella.

La escena se dibuja como un cuadro costumbrista: en la casa de la maestra Beatriz de Rodríguez —educadora de rango federal en el municipio— se congregan figuras notables del lugar. Allí, en ese zaguán donde se mezclaban voces e historias, Otero Silva comparte su manuscrito, ese que aún no había llegado a la imprenta pero ya contenía el alma de un pueblo deshabitado, saqueado y palúdico.

Otero le había confesado a doña Beatriz en una visita anterior, que su obra debía llamarse Casas Muertas porque Ortiz, alguna vez pujante capital del estado Guárico, yacía entonces como un cadáver civilizatorio: con sus viviendas abandonadas, sus puertas arrancadas por la necesidad o la rapiña, sus memorias apagadas por la malaria y el éxodo.

Esa noche, el escritor pidió quedarse en la misma casa. Le tendieron una hamaca en lo que hoy es la biblioteca familiar, y allí durmió, mecido por el rumor de los zamuros y las palabras que ya había escrito. Al amanecer, antes de seguir sus pasos por el pueblo, saboreó un café llanero humeante preparado por doña Marsocorro, la cocinera de la casa. Un gesto íntimo, casi ceremonial, que convirtió a Ortiz no solo en escenario literario, sino también en hogar pasajero del novelista.

Setenta años después, aquel gesto de Otero Silva —volvió para leer su obra ante quienes fueron su inspiración— se convierte en una postal de fidelidad y respeto. Ortiz no sólo fue el pueblo literario que retrató, sino también la cuna viva de un relato que sigue respirando en las voces de sus herederos.


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