
Por José Alfredo Paniagua
A menudo los llamamos pitiyankis: a esos individuos que, en menosprecio de su propia tradición y costumbres, prefieren la sumisión ante las imposiciones ideológicas, culturales y sociales provenientes de los Estados Unidos o de cualquier otra latitud que encaje en sus obsesiones doctrinarias. Los pitiyankis son, en esencia, personas poseídas por la idea de un capitalismo reducido a eslogan, y por el liberalismo político erigido como una fe sin Cristo. Defienden, con ingenuo fervor, la entelequia del libre mercado, como si fuese una panacea universal.
Pero lo que no ven —o no quieren ver— es el problema subyacente: la confusión nacida de su fobia a la izquierda. Embriagados por los horrores cometidos en nombre de revoluciones fallidas en Hispanoamérica, terminan creyendo, con infantil entusiasmo, que la intervención activa, dominadora y subyugadora de Estados Unidos es el único camino posible hacia la salvación de nuestras naciones.
Mario Briceño-Iragorry advertía que los pitiyanquis eran hombres que anhelaban ser otros, pero que jamás lograban serlo verdaderamente. En ellos, la tradición venezolana —con su inmenso caudal de experiencias históricas y de materiales espirituales para fundar una doctrina política propia, autónoma y sólida— resulta algo imposible e inviable. Para sus miradas perdidas, no hay más camino que la copia servil y patética.
Nuestra historia política nos enseña lo contrario. A partir de ejemplos concretos podemos aspirar a construir lo que Eleazar López Contreras, presidente de Venezuela entre 1936 y 1941, denominó el régimen de la patria: una doctrina de Estado inspirada en el ideario bolivariano, que supo traducirse en instituciones modernas, en orden político y en excelencia administrativa. Muy distinto del uso espurio que hoy se hace del mismo lema —eslogan degradado en fines tétricos y siniestros— que no conducen a la edificación de un Estado fuerte, sino a su permanente envilecimiento.
Así como ocurre en nuestro propio tiempo, también en aquellos años el general López Contreras se mantuvo en un rechazo absoluto frente a las ideologías totalitarias que entonces ascendían con violencia. El nacionalsocialismo alemán, el fascismo italiano y, sobre todo, el comunismo soviético, se alzaban como amenazas fatales contra la cohesión social del venezolano. López Contreras, sabiamente, supo apartarse de esos discursos errantes y, en cambio, emprendió la senda de una doctrina autóctona, inspirada en el signo heroico de nuestro Padre Libertador, Simón Bolívar.
De allí nació lo que él mismo denominó un verdadero bolivarianismo republicano, que no fue una consigna demagógica: fue un manual elemental del gobierno. Bajo esa ruta nacionalista se resguardó la nacionalidad venezolana y, a su amparo, se llevaron a cabo las grandes transformaciones de su tiempo. Y al concluir su administración en 1941, lo hizo dejando un saldo de éxitos, de modernización y de orden, que aún resuenan como ejemplo brillante y admirable en la memoria nacional.
A todo esto, esa adicción enfermiza que muchos sienten por copiar, someterse o encadenarse a Estados Unidos, a Israel o a cualquier otra potencia extranjera, antes que permanecer fieles a la ardua construcción de una soberanía auténtica —nacida en nuestro suelo, hecha por y para los venezolanos— revela la profunda incomprensión de la dimensión heroica que entraña esta tarea esencial. Porque hacer marcos políticos, sociales y culturales exclusivamente para la nación venezolana es, en sí mismo, un acto de grandeza y sacrificio, y a eso nos arrojamos con esmero.
Para estos espíritus extraviados, la política se reduce a la pueril dicotomía entre derecha e izquierda, un caldo rancio en el que hierven sus diatribas y su vandalismo intelectual. Nada verdadero, nada creador, nace allí. Ambas corrientes —derecha e izquierda— son mediocres en su raíz y perversas en sus efectos, pues inculcan en sus adeptos una visión infantil e ingenua de la política, incapaz de percibir la magnificencia y la autenticidad que podría alcanzar una nación si sus hijos se decidieran, con voluntad solar, voluntad venezolana, a comprender y realizar la historia propia de su país.