Pablo Morillo, un "pacificador" derrotado

Cinco años atrás arribó a las colonias con un ejército envidiable para cualquier general europeo: 15 mil hombres bien armados en 65 navíos, no eran precisamente una fuerza despreciable.

Pablo Morillo
por Fabio Solano
solanofabio@hotmail.com

El hombre de la levita negra se atusaba el grueso bigote, acodado en el pulido barandal del gran navío que avanzaba lentamente sobre las tranquilas aguas del Caribe. Su mirada se perdía en dirección al Este, hacia aquella costa donde había pasado cinco años de su vida, luchando en aquellas tierras feraces con gente indómita, rebelde y pendenciera. De alguna manera, aquellos sujetos que no eran ni negros ni blancos, ni españoles ni indios, sino una degeneración racial, lo enfrentaron y en varias ocasiones lo derrotaron. Eso siempre le sucede a los militares de carrera como él, que había salido de bien abajo, cuando recibió su grado de sargento en la batalla de Trafalgar.

Se podía decir que era militar de toda la vida, y como tal juzgaba a los hombres y los hechos, pero eso no quitaba que tuviera sus sentimientos y sus planes personales.

América quedaba atrás y con ellos los ahora llamados colombianos, gentilicio que al hombre de la cubierta del buque no le cuadraba: “Ya verán como esa alianza no le llega a nada a Bolívar. Si algo aprendí en estos largos cinco años es que los venezolanos, más que sus vecinos de la Nueva Granada, son insolentes, gente desordenada, que un día van tras un líder como Boves, y luego se cambian de bando y siguen a otro como sucedió con Páez. Se alzan aquí y allá, luego se quedan quietos durante un tiempo, pero después vuelven a las andadas. Los de al lado son más serios, pero más ladinos. Hablan bien, son mejor educados que los llaneros, pero igual son traicioneros: Hoy dicen sí y mañana hacen lo que mejor les conviene, sin desmentirse, dando vueltas al asunto para acomodarlo a su manera. Estas republiquitas no llegarán a ningún lado, pero ese ya no será mi problema, porque me voy para nunca volver”.

Mientras el movimiento de la nave se sentía ahora más intenso, señal de que estaban por entrar en aguas encontradas, la mente de ese hombre de unos 45 años, remontaba el pasado, como si los años fueran olas a las cuales el casco del tiempo hendía irregularmente: A veces suavemente, a veces rompiendo violentamente cuando había oposición.

Cinco años atrás arribó a las colonias con un ejército envidiable para cualquier general europeo: 15 mil hombres bien armados en 65 navíos, no eran precisamente una fuerza despreciable.

Lo recordaba como si fuera ayer, habiendo salido en febrero de 1805, en agosto ya estaba en Cartagena. Si bien había tocado el nuevo territorio en una isla llamada Margarita, donde ganó una pequeña escaramuza, se dirigió a Nueva Granada para venir de allá para acá, arrasando con los rebeldes.

El asunto dio resultados y logró llegar a dominar parte el territorio, mas no del todo a aquellos hombres, que peleaban a veces como animales feroces, sin respetar las reglas básicas, como lo hacían los llaneros, montados a pelo, semidesnudos, pero bien eficientes con una lanza en la mano.

De los buenos recuerdos se llevaba en su haber sentimental a Valencia, la ciudad donde recuperó su vida. Había dirigido la batalla de La Puerta con un claro triunfo sobre las huestes de Bolívar, pero en mala hora recibió una de aquellas temibles lanzas en su vientre. Los conocedores de heridas le aconsejaron tener una temporada de recuperación, pues un lanzazo no se curaba rápidamente y por eso se quedó en aquella ciudad, la más grande de los alrededores, donde había establecido su cuartel general.

En verdad que los médicos hicieron un buen trabajo mientras él dirigía la guerra desde su puesto de convaleciente.

A Valencia le dejaba una torre en la Catedral y un puente que la gente comenzó a llamar con su nombre: El puente Morillo. “No está mal para un guerrero. En verdad los que construyeron aquel puente eran presos de la guerra, casi todos criollos, y uno que otro extranjero como aquel Uslar de Hannover, pero fue bajo mis órdenes que se levantó como una señal de progreso”.

Lo cierto era que se iba, meditaba el español, traspasando el mando a De La Torre. Las cosas no habían salido muy bien, y dejaba un territorio en manos de las fuerzas del Rey, aunque sospechaba que el asunto podía empeorar. Desde que conocí en persona a Bolívar, supe que en verdad era un líder. Claro que tenía que ser así luego de guerrear durante diez años, curtiéndose como dirigente militar. De esa manera se había formado él mismo en la guerra contra los franceses en España.

“Cuando hablé con Bolívar, en menos de 24 horas cambié de opinión sobre el enemigo: en el momento en que llegó a Santa Ana montado en una mula, con casaca y sombrero militar, con apenas diez oficiales, me impactó.

Al principio pensé que me había equivocado de rival, que aquel hombre pequeño no calzaba las botas de general, pero luego de los abrazos y de conversar con él por algunas horas, capté que era en verdad un jefe. Bebimos, comimos, hablamos y dormimos en el mismo cuarto. Luego se fue y nunca lo volví a ver”.

La verdad es que tuvo que encontrarse con aquel líder rebelde casi contra su voluntad, por orden del Rey, y como se sabe, un mandato de Su Majestad nunca se puede desobedecer. La culpa de todo aquel asunto la tuvo el comandante Riego, que se negó a traer nuevas tropas a pesar de que la Santa Alianza invirtió una buena cantidad para financiar la expedición.

Riego estaba al mando del batallón Asturias y en vez de salir con aquella expedición hacia La Colonia, se alzó contra el Rey y lo obligó a asumir la Constitución de 1812.

Los barcos nunca salieron y el mariscal Pablo Morillo se vio obligado a pactar una tregua que no fue tal, y a firmar un tratado de regularización de la guerra que nunca se cumplió. Bolívar y él sabían muy bien que en la guerra no valen papeles ni firmas, lo que vale es quién gana las batallas y quién controla territorio.

“De La Torre se va a llevar una sorpresa cuando vea cómo pelea esta gente. Veremos que hace, aunque ese ya no es mi problema”, se dijo el hombre de la balaustrada, para luego girar la mirada en sentido contrario, como lo hace un general en retirada. Allá estaba Europa, la civilización y su querida España.

Una expedición punitiva

En febrero de 1815 partió de Cádiz una expedición militar rumbo a América del Sur, cuyo objetivo inmediato y único era dominar a los rebeldes patriotas y recuperar para la corona española las colonias soliviantadas. Ese numeroso contingente estaba al mando del teniente general Pablo Morillo, un militar no de academia sino que venía de abajo, de ser sargento, y que había ascendido por méritos propios en batalla, en lo que se llamó la Guerra de Independencia de España.

Morillo contaba al momento de partir hacia el nuevo continente con 37 años de edad, un tanto maduro pero con la experiencia más que suficiente para comandar aquel ejército, muy grande en relación con los que se agrupaban en Nueva Granada y Venezuela. Este general había nacido en 1778 en la localidad de Fuentesecas, cerca de la población del Toro, en la provincia de Zamora. Tuvo una educación precaria, y fue pastor en su adolescencia, hasta que envuelto en un hecho no muy claro, se fue a Toro, donde sentó plaza en el Real Cuerpo de Marina. Bajo esa bandería participó en combate en varias ocasiones hasta que resultó herido, destacando en la batalla de Trafalgar al obtener el grado más alto posible para un suboficial, el de sargento, pues no había estudiado. Más de veinte años pasó inmerso en la milicia, tiempo durante el cual se casó y enviudó. Su destino parecía ser el de ser un oscuro sargento, hasta que a Napoleón se le ocurrió invadir España, lo cual a su vez provocó una guerra de independencia, donde Morillo pudo avanzar en su carrera militar.

Es así como en 1812 ya había pasado de teniente a capitán, y pronto era coronel, para al año siguiente obtener el grado de Mariscal de Campo, gracias a su perseverancia, acciones militares acertadas y valor demostrado en combate. Finalmente el Rey Fernando VII retomó el trono y recuperó su monarquía. Las fuerzas francesas no sólo habían sido expulsadas de España, sino que el propio Napoleón estaba fuera del poder, preso en una isla. Fue en ese momento cuando el monarca español miró hacia las colonias americanas y decidió que era la hora de recuperarlas, para volver al esplendor de la España imperial. El designado para esa misión no fue otro que el general Pablo Morillo, oficial eficiente, victorioso y sobre todo leal a la corona. Pronto se organizó el gran ejército expedicionario que devolvería las grandes riquezas de las colonias al reino ibérico. La misión era clara, y Morillo la tenía bien medida cuando dijo que iría a una guerra más peligrosa y más cruel de las que conocía con su amplia experiencia.

En abril de 1815 Morillo arribó a la isla de Margarita donde hubo alguna batalla menor, pero como todo el territorio costero de Venezuela estaba más o menos dominado por los realistas, pronto siguió su camino rumbo a Cartagena de Indias.

El plan era evidente: Desde la Nueva Granada iría avanzando hacia el nor-occidente hasta controlar la región que se había soliviantado por las acciones de Bolívar y los suyos.

Efectivamente en julio de ese mismo año el ejército de quince mil hombres, embarcado en 65 navíos, llegó Santa Marta y luego procedieron a sitiar a Cartagena. Desde el 17 de agosto al 5 de diciembre las tropas españolas atacaron a esta ciudad, la cual había sido muy bien fortificada y abastecida por los patriotas, así que de buenas a primeras los españoles no pudieron tomarla.

Pasados tres meses los cartaginenses ya no podían sostenerse y el 4 de diciembre, al contar 300 muertos por hambre y epidemia, decidieron abandonar la ciudad por barco, lo cual resultó bien a medias, pues el capitán los traicionó, entregándolos a los españoles.

Es en ese momento cuando el comando del ejército invasor tuvo su primera equivocación. El general Morillo, en vez de ser magnánimo con la población, de perdonar y auxiliar a los vencidos, en una falta garrafal de conocimiento de la realidad, se fue por el camino de la represión. Tan cruel fue el accionar del ibérico que aquel 1816 fue llamado “el año del terror”. Ganar el sitio y aplicar la crueldad fue uno solo: en los alrededores se ubicaba un pueblo conocido como Bocachica, del cual casi todos sus habitantes fueron pasados por las armas.

Luego procedió al fusilamiento de personas en la plaza de La Merced, y para la historia quedaron nueve dirigentes, de los más reconocidos en la ciudad, quienes fueron sometidos a juicio sin defensa y condenados a muerte.

Morillo comenzó a gobernar a sangre y fuego, pero aconsejado por asesores, decidió ofrecer la libertad a los esclavos negros si delataban a jefes revolucionarios. Esa propuesta hecha en Ocaña, en abril de 1816, surtió efecto y hubo varias traiciones.

Después en julio del mismo año Morillo llegó a Santa Fe de Bogotá, pero se negó a participar en el recibimiento que le habían preparado, dejando la ciudad engalanada. Allí llevó al patíbulo a conocidos miembros de la sociedad bogotana como Francisco José de Caldas, Camilo Torres, Joaquín Camacho, Miguel Pombo y muchos otros. Su crueldad no se limitaba a los revolucionarios que colgaba o fusilaba, sino que se extendía a esposas e hijos, a quienes sentenciaban al destierro, una vez que fueran despojados de todas sus propiedades, viviendas, haciendas o cualquier cosa que tuvieran. Según dicen los historiadores esta actitud de Pablo Morillo fue trascendental en contra de la propia España, pues con esta política del terror prácticamente inclinaba la balanza a favor de sus enemigos, los patriotas.

En Valencia

“Pacificada” Nueva Granada mediante el terror, con Bolívar exiliado en Jamaica, Morillo decidió seguir adelante con su plan de apoderarse de todo el territorio de las colonias y por eso dirigió sus tropas a Venezuela. A finales de 1816 dejó al mando en Bogotá a Manuel Sámano, y partió con su gran ejército entrando por Casanare y Apure. Durante todo el año 1817 estuvo enfrentando a los llaneros de Páez, a los patriotas en Margarita, perdiendo y ganando batallas, hasta que decidió irse contra Caracas, ciudad a la cual arribó a finales de año. Sin embargo no se detuvo allí, sino que fue a guerrear a Calabozo y luego pasó al centro del país.

En febrero de 1818 estableció su cuartel general en Valencia, ciudad donde estaría una buena temporada por cosas del destino. Un mes después de su llegada a la ciudad del Cabriales, Morillo enfrentó a Bolívar en el sitio de La Puerta, batalla llamada también del Semen, por una quebrada del mismo nombre. Si bien el español ganó la confrontación bélica, salió mal a nivel personal pues un lanzazo llanero le dio de lleno en su vientre, provocándole una profunda herida.

Los médicos le impusieron un extenso reposo, sobre todo en cuanto a prohibición de montar.

Morillo decidió entonces cumplir con el requerimiento de recuperación en Valencia y esa es la razón por la cual algunas obras fueron hechas bajo su gobierno, como la fachada de la iglesia Catedral y la torre de la esquina. Para la posteridad quedó el puente Morillo, que en aquella época era de suma importancia para conectar lo que hoy se conoce como San Blas con el centro de la ciudad, sobre el río Cabriales. Si bien Morillo y sus ingenieros realistas planificaron la obra, fue un venezolano, Francisco Arteaga, de profesión alarife, quien dirigió su construcción, con unos 200 presos de la guerra en plan de obreros. El puente fue culminado y con el tiempo fue llamado con el apellido del general español, por lo cual hoy todavía se le conoce como puente Morillo.

A propósito del puente cuentan las consejas, transmitidas de generación en generación, que en él trabajó como preso de los realistas el hannoveriano Juan Uslar, oficial que había llegado a Venezuela en los contingentes europeos para integrarse a las tropas insurgentes. Para solventar la comida de los presos-constructores, Morillo ordenó que cada familia valenciana debería asumir la entrega del almuerzo a uno de los presos, y a Uslar tocó una familia Hernández que habitaba en la Calle Real, la más importante de la ciudad (hoy calle Colombia).

Una joven llamada Dolores era quien llevaba la comida al oficial extranjero, quien a pesar de las pésimas condiciones de cautiverio, aherrojado con otro preso, tuvo el ánimo suficiente para enamorar a la muchacha, con quien dos años después se desposó. De esta unión ribeteada de romanticismo, como descendiente directo, años después nació el conocido escritor Arturo Uslar Pietri.

Todo parecía ir bien para el teniente general español, pero lo que creía un dominio férreo de las colonias inició su derrumbe el 7 de agosto del año siguiente, cuando los realistas, comandados por Barreiro, fueron destrozados por el ejército de Bolívar en la batalla de Boyacá. Como consecuencia Sámano huyó apresuradamente de Bogotá y el Libertador comenzó a avanzar desde Nueva Granada hacia Venezuela.

Al enterarse del desastre Morillo pidió ayuda a la corona, señalando en su carta que “Bolívar en un solo día acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del rey ganaron en muchos combates.

Los llanos de Barcelona, los de Apure y Casanare, todos están en poder de los rebeldes...”

La respuesta de España es casi inmediata, y en 1820, con la ayuda de la Santa Alianza, organizó otro gran ejército para de nuevo invadir América, pero esta vez el asunto no funcionó. Si bien Fernando VII recuperó la corona, obvió que las ideas de la revolución francesa habían penetrado a la sociedad española, y cuando esa fuerza militar estaba a punto de zarpar un oficial, el comandante Rafael Del Riego, se alzó en armas y ello obligó al Rey a asumir posiciones más liberales.

Así fue como esa fuerza militar expedicionaria nunca llegó a salir de España. Morillo, por orden de Su Majestad, tuvo que proponer un armisticio, que fue calificado como de regulación de la guerra, el cual fue firmado en Trujillo luego de negociaciones entre delegados donde participaron el general Sucre por el lado patriota y el teniente coronel Pita por los realistas.

Suscrito el tratado, Morillo pidió conocer personalmente a Bolívar, lo cual sucedió en la aldea Santa Ana de Trujillo. El encuentro es bien conocido gracias a la pluma del edecán del Libertador Florencio O’Leary, quien relató cómo Morillo, quien había acudido con un escuadrón de Húsares, preguntó con cuántos oficiales se acercaba el general Bolívar. Cuando el edecán informó que eran unos diez ordenó retirar a sus Húsares.

Al momento de aparecer la comitiva patriota, el español mostró sorpresa al identificar a Bolívar:

“¡Cómo aquel hombre pequeño, de levita azul y gorro de campaña y montado en una mula”, lo cual contrastaba evidentemente con el uniforme del general español, cargado de medallas, condecoraciones y cintas.

Se dieron un abrazo, comieron, bebieron juntos y hasta durmieron en la misma habitación aquella noche, pero eso no cambió nada, pues a los tres meses, en Maracaibo, decidieron que aun bajo el mando español, querían unir aquella provincia a la República independiente, lo cual se tradujo en la ruptura de la débil tregua.

Tiempo después Bolívar explicó a De Lacroix que había manejado con mucho cuidado la diplomacia en aquel momento, porque a sabiendas que la tregua no duraría mucho en realidad sólo buscaba ganar tiempo, para organizar y colocar mejor a las tropas patriotas.

Eso se confirmó cuando habiendo enviado dos comisionados a España a parlamentar supo del rechazo de la Corte: Allá se negaban a reconocerlos como representantes de una república independiente, pues para el Rey Venezuela no existía.

El camino de las armas, de la guerra, era el único posible y así sucedió cuando al año siguiente se produjo la Batalla de Carabobo.

Morillo no estuvo en Venezuela para ver cómo al paso del Ejército Libertador se desmoronaba lo que había construido en cinco años. Se fue a España el 17 de diciembre de 1820, ya con el título de Conde de Cartagena y Marqués de la Puerta en el bolsillo, como premio a sus actuaciones en América.

Posteriormente tuvo actuaciones en las llamadas guerras carlistas y finalmente murió en Francia en 1837, no sin antes escribir sus memorias que incluyen su campaña en América, claro, bajo su particular óptica.

El otrora brillante oficial español estaba en la pobreza total al momento de dejar este mundo y su segunda esposa hubo de pedir ayuda a la Reina, pues tenía 5 hijos que mantener.

Tomado de: Lectura Dominical. Valencia: 10 de febrero de 2008. (El Carabobeño).
Artículo próximo Artículo previo