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El viejo Titán de Ortiz

Ya estaba envejecido. Aquella mañana bajo por la calle hasta llegar a la plaza del pueblo. Cruzó la diagonal y siguió hasta el edificio donde funcionaba el Cuartel General, ante las miradas esquivas y curiosas de los parroquianos que lo veían embelezados, sin ni siquiera una sonrisa se mostrara en aquel rostro hierático, casi fantasmal. Era Caicamaro, llamado el Titán de Ortiz.

por JOSÉ OBSWALDO PÉREZ

LOS FANTAMAS DE LA GUERRA siempre andaban rondando por los cuartos de las viejas casas de Ortiz. La guerra, decía don Arturo Rodríguez, fue otro de los males que afectó la prosperidad de la localidad. “Fue como otra plaga más”, sentenciaba. De él oímos los cuentos de la Guerra Federal como leyendas favoritas de la abuela Evarista Moreno Vilera. Ella, tan gustosa de hablar, contaba las hazañas vandálicas de Martín Espinoza, el terrible sanguinario que creó zozobras en los Llanos. De las locuras de un tal Pedro Aquino; de las acechanzas de Vicentino Hurtado, en los lados del Palmar de Paya. O las malhechorías de los encarbonados del Tiznados y Ortiz.




De esos fantasmas de la guerra debió don Arturo Rodríguez haber oído de su abuela el de Caicamaro. Un ser sumergido, en mutismo zamarro, convertido en leyenda. Una analepsis o flashback nos lleva, en amena conversación, a la fábula de ese personaje desconocido de la memoria histórica orticeña. Todo comenzó con una entrevista al poeta, en el solar de su casa bajo unas matas de mangos y con el fondo de una cortina natural de cantos de pájaros que no extraviaron las palabras del conversador.

Ya estaba envejecido. Aquella mañana bajo por la calle hasta llegar a la plaza del pueblo. Cruzó la diagonal y siguió hasta el edificio donde funcionaba el Cuartel General, ante las miradas esquivas y curiosas de los parroquianos que lo veían embelezados, sin ni siquiera una sonrisa se mostrara en aquel rostro hierático, casi fantasmal. Era Caicamaro, llamado el Titán de Ortiz. Un ser extraño, quien mataba a sangre fría y sin conciencia política. Era un alma fría, calculadora; jamás llegó a soñar en cosas hermosas. Para él sólo la guerra tenía valor y un significado de existencia.

- Era un individuo – decía Arturo – que, a ciencia cierta, no se sabía qué era. Si un jefe de partido, un jefe de guerrilla, un cuatrero o bandolero.

- No se sabe – volvió a responder Arturo-. Pero, si se puede decir que era un hombre de mucha valía.

Cabalgaba la llanura con sus veinte hombres, saciados de vida y revolución. Corría sobre el lomo e’ pelo de su caballo zaino, entre pedregosas colinas y serranías circunvecinas del pueblo de Ortiz. Iba como el viento, sin rumbo fijo, echando plomo a cualquier movimiento sospechoso de enemigos o no enemigos. Así era aquel hombre, misterioso y místico. Algunas veces se mantenía con los godos y otras ocasiones con los amarillos, levantando proclamas a favor de Ezequiel Zamora, el Héroe del Deber Cumplido.

Arturo describe a Caicamaro como un hombre de mediana estatura, de pelo liso y ojos negros. Dicen que era oriundo de San Francisco de Tiznados. Pero nadie ha podido comprobar esto.

La última vez que estuvo en Ortiz fue para despedirse. Murió a toque de desguello, una bala se le atragantó en la garganta. Sus manos estaban sangretadas, cuyas huellas dejo grabadas en las paredes de una casa de alto, sede del Cuartel General, testimonio que recoge el poeta orticeño don Arturo Rodríguez en este verso:

“Sobre la página gris,
de paredes
dejó su herencia de sangre,
El Titán del viejo Ortiz
sobre tumba ignorada,
cayó su orgullo llanero.
Sin ningún adiós postrero,
Ni lágrimas derramadas.
Se hizo leyenda su fama
Y se perdió en la lejanía
Repitiendo en el eco clama
Fue jefe de gran valía”


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