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Retrato de Mesías con familia

Chávez ha convertido Venezuela en el set de su reality show particular, ha trasformado a los ciudadanos en espectadores entusiastas o indignados –puros receptores emocionales o estéticos- de sus políticas, y ahora en espectadores más o menos apesadumbrados de sus dolencias.

Por Leonardo Rodríguez
Es sabiduría argentina: la muerte hace hermosos y patéticos a los hombres, no siempre mejores. Tampoco, por cierto, la enfermedad, aunque tenga la ventaja de ser moralmente más compleja que la Parca. La confesión de Hugo Chávez de estar enfermo de cáncer lo ha hecho más humano, no mejor gobernante. La situación además propone, bajo una luz tenebrista, un retrato político de Venezuela.

Comenzando por él mismo, claro. Los 15 minutos televisados en que el presidente reconoció su enfermedad, después de un largo mes sin pormenores oficiales en Cuba y confirmando las investigaciones del periodista Nelson Bocaranda, es el más vulnerable de sus copiosos autorretratos, y uno de los menos improvisados. Un autorretrato en el que siguió, como era de esperar, haciendo propaganda (es curioso: más a Fidel Castro que a su propio revolución) y atacando al enemigo internacional, por lo visto mejor enterado que sus ministros de su estado de salud. Denigrando de sí mismo antes que de su fe, dijo que su descuido médico había sido indigno de un revolucionario y que la enfermedad era otra batalla que Dios había puesto en su camino. Continuando el clima de secreto que envuelve sus últimas peripecias, no dijo cuándo regresaría al país (unos días después, sin previo aviso, volvió a Caracas).

Al cabo de 12 años de manipulación, intolerancia, violencia y odio, escuchar al caudillo reconocer semejante impasse fue un momento sorprendente, iba a decir aleccionador. Lo escribió el filósofo Fernando Rodríguez en Tal Cual: que el hombre que ha acumulado para sí más poder y ha ofrecido más escarnio verbal a sus adversarios en la historia venezolana, comparta con el resto de los humanos su condición mortal podría ser una urgente lección metafísica. Hasta tal punto los venezolanos hemos interiorizado la omnipotencia del “comandante-presidente», como gustan de llamarlo sus más cercanos aduladores, que el recordatorio no viene sin sorpresa. En su alocución, sin embargo, Chávez no habló de sus funciones presidenciales sino sobre su actual batalla, en el que invocaba la ayuda del pueblo todo. Más allá de la veracidad o emotividad del suceso, Chávez se autorretrató ya no sólo como héroe sino como posible mártir.

Esta vez el enemigo no es sólo exterior sino literalmente interior. El mismo lenguaje bélico que el presidente emplea contra sus enemigos lo usa ahora contra la enfermedad. Que para Chávez la oposición ha sido siempre una peste a escarnecer, un mal a extirpar, es más que sabido. No ha acabado con ella, por cierto, pero tampoco (aunque a costa de incesantes fraudes, abuso de poder, corrupción económica, delirante demagogia) ha sido vencido más que en algunos plebiscitos, tan significativos para el pacto democrático como irrespetados por la corte bolivariana. El Chávez más frecuente es un triunfador despreciativo de sus oponentes, con su cara en varias dimensiones y en forma de afiche publicitario pululando por todo el país.

La enfermedad del presidente es el nuevo tema de ese retablo entre apocalíptico y redentor que es el chavismo. No importa que sea cosa muy seria, igual se presta a propaganda de parte del gobierno. Ha dejado de ser un asunto personal, privado, y se ha convertido en nacional. Los ministros dieron el ejemplo: la actitud del gabinete ministerial da entender que, de verdad, nadie sino el Supremo podía gobernar Venezuela. Es un plano discreto pero contundente del retrato: sin Chávez, Venezuela quedaría huérfana.

En otro plano, discreta por requerimiento protocolar, la oposición desea pronta recuperación médica al caudillo y, en algún caso, pide pruebas de su enfermedad, convertida ya en escatológica baraja propagandística. No sin razón, dado el rebuscado misterio y la sombra tutelar del dictador cubano. El hecho de que no sea descabellado pensarlo, da cuenta del grado de deterioro no sólo cívico de Venezuela.

Ese deterioro, ahora intelectual, se percibe también en la oposición, a la que le ha costado menos convocar a miles de marchas que articularse en partidos con proyectos concretos, propuestas a discutir y temas a tratar. En parte efecto de la furia antipolítica que enardeció a Venezuela en los noventa y del que Chávez es el chamán aventajado, los líderes y partidos políticos parecen tener un único signo ideológico, un trago alrededor del que hemos pasado estos últimos años: la derrota del presidente. Se trata de un coctel compuesto por la devastación democrática que ha traído el chavismo, por el mercadeo electoral venezolano, tan populista, y también por la escasez intelectual de la mayoría de nuestros dirigentes políticos, especialmente brutal en el caso chavista pero a menudo dramática en el lado opositor. Fausto Masó dijo hace poco que el chavismo no era un proyecto político sino un sentimiento (ha podido añadir: y un resentimiento). La oposición venezolana, por su parte, parece una indignada marcha en ese desierto ciudadano que por tantos momentos es el país, una indignación a dieta no sin duda de realidades, sí de ideas pragmáticas, cercanas a la ciudadanía sin demagogia. Ni histeria.

Chávez ha convertido Venezuela en el set de su reality show particular, ha trasformado a los ciudadanos en espectadores entusiastas o indignados –puros receptores emocionales o estéticos- de sus políticas, y ahora en espectadores más o menos apesadumbrados de sus dolencias. El Estado venezolano (vuelto padre caritativo o implacable) tiene la cara de Hugo Chávez, nuestro particularísimo Ogro Filantrópico. Su ausencia, incluso temporal, significaría una forma, traumática para unos, liberadora para otros, de orfandad. Como si la política, más que un asunto de Estado y ciudadanía, fuese un retrato de padre con familia. Rasgo totalitario donde los haya. No solo porque en política familia es eufemismo de absolutismo o mafia, sino por la pútrida irrealidad que impregna, en la Venezuela bolivariana, hasta los asuntos de vida o muerte.

Fuente: Ideas de Babel

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