Inquietud Materna
Apenas tendría unos cuatro o cinco años y de lo único que me ocupaba antes de entrar oficialmente a la educación formal era corretear por el patio de la casa o subirme a las matas de mangos, guayaba y ciruelas, imaginándolas refugios o castillos. Y soñaba viendo ese trozo de naturaleza cercado de alambres.
Por Daniel R Scott
En alguna oportunidad creo haber dicho enfáticamente y con orgullo en tinta y papel que mi madre, al igual que mi cuñada, siempre estuvo atenta a mis inquietudes intelectuales, en una etapa temprana de mi vida cuando no estaba dotado de una edad que me permitiera tener algún tipo de inquietud intelectual. Pero eso a mamá no le importaba. Quizá, en su sabiduría y bondad, buscaba más bien crear o propiciar las condiciones en las que se despertasen dichas inquietudes. Y si bien se ve, lo logro. Trabajaba como secretaria en el MOP (luego MTC y posteriormente MINFRA ) y en las tardes, antes de llegar a casa, se detenía en el "Baratillito" para comprarme unos pequeños y breves fascículos de una colección infantil titulada: "Mini Enciclopedia Escolar." Apenas llegaba a casa, lo primero que hacía era entregármelos. Estos folletos no pasaban de veinte páginas. Traían un grabado en la página izquierda y su explicación escrita en la página derecha. ¡Pero yo no sabía leer! Apenas tendría unos cuatro o cinco años y de lo único que me ocupaba antes de entrar oficialmente a la educación formal era corretear por el patio de la casa o subirme a las matas de mangos, guayaba y ciruelas, imaginándolas refugios o castillos. Y soñaba viendo ese trozo de naturaleza cercado de alambres. ¿Sería errado decir que esas fueron mis primeras lecturas? ¿Leer los árboles, el trinar de los pájaros, las gotas de lluvia, los gallos de lidia de papá? Quien no aprende a leer el lenguaje oculto de la naturaleza jamás tendrá alma para leer un buen libro. El caso es que no me conformaba con ver los dibujos, sufría intentando descifrar el significado de aquellos complicados signos atrapados en crípticos bloques de párrafos. Con el tiempo y a pesar de mi pereza aprendí a leer y a escribir y se abrieron a mi mente las maravillas de aquellas primeras páginas. ¡Oh la aventura de leer! ¿Cómo se expandía la mente y mi mundo!
Luego mis lecturas se tornaron un poco más serias, demasiado para mi edad. Leí los cuentos de Oscar Wilde, Las aventuras de Simón Bolívar de Vinicio Romero Martínez, que despertó mi amor por el Libertador Simón Bolívar, y un libro que me horrorizó de veras titulado "El Expediente Negro" de José Vicente Rangel y que me hizo tenerle miedo a una extraña palabra que se escribía y sonaba a "Digepol." Las fotos de un torturado Alberto Lovera me sobrecogieron hasta el horror. Entendí entonces con alegría, asombro y estupor que existía un mundo amplio y complicado más allá de mi hogar y del patio de mi casa. El paraíso de mi niñez se fue haciendo barrio, ciudad, estado, país, continente, mundo, universo infinito de los libros de astronomía y de alguna manera que no alcanzo a explicar extravié en algún lugar secreto la naturaleza edénica que disfruté en el patio arbolado de mi casa.
Unos años más tarde mamá me hizo incursionar en literatura aún más seria y sustanciosa, acorde a mi edad y evolución intelectual, y fue así como mi modesta biblioteca en ciernes se fue ampliando con títulos tales como "María Antonieta de Francia," "La Prehistoria," "Historia Natural," "Excavaciones Arqueológicas" y clásicos juveniles como "La Isla del Tesoro," "La Cabaña del Tío Tom," "Moby Dick," "La Hija del Capitán" y, finalmente, con los flamantes tomos vinotinto de la "Enciclopedia Salvat del Estudiante", la primera que tuve y aún conservo como reliquia y tesoro.
Mamá estuvo muy, pero muy pendiente también de lo que "no" podía leer y a continuación pasó a explicar por qué en la siguiente anécdota que hoy me hace reír: En las tardes de 1976, al salir del "Grupo Escolar República del Brasil" no me iba como era de suponer con mis compañeros a jugar trompo, metras o baseball. Mis pasos me llevaban en expectante línea recta y sin vacilación unas cuatro cuadras más allá, a la "Libreria Escolar" ubicada en la "Calle Salías" donde está ubicada actualmente la "Comercial Artigas." El dueño, bondadoso conocedor de mis aptitudes lectoras, me dejaba entrar y deambular a mis anchas entre ese paraíso de libros folletos y revistas de portadas llamativas. ¡Revisaba el más mínimo rincón sin que nadie me molestara o llamara la atención. Una joven empleada de la librería siempre creyó que yo acudía allí porque estaba enamorado de ella, pero nada más lejos de la verdad. Lo mío era ver uno a uno la existencia bibliográfica de las estanterías. Ese era mi amor. ¡Jamás había sido tan feliz como en esos días! Me decidía por cualquier libro mientras esperaba a mamá. Por meses ese fue un ritual entre madre e hijo. Una tarde escogí inocentemente un libro titulado "La Revolución Rusa." Por qué me fijé en él no lo sé. Quizá me llamó la atención la imponente escultura "El Obrero y la Koljosiana" de la escultora soviética Vera Mujica que adornaba la portada. No sabía que la escultura para el Occidente capitalista y cristiano era un símbolo ignominioso. Al fin mamá llegó, tocó la bocina y yo salí del local, abordando el Opel para irnos rumbo a casa. A mitad de camino me preguntó como siempre: "¿Qué libro compraste hijo?" a lo que yo respondí enarbolándolo con orgullo: "La Revolución Rusa mamá." Ella lo vio. Abrió los labios como para decir algo pero los volvió a cerrar. Guardo silencio. Titubeó. No comentó nada como otras veces. Por un momento siguió atenta al volante y al camino. Finalmente respondió/balbuceó, aparentando toda la naturalidad del mundo: "Hijo ese libro no es bueno para ti, no lo entenderás... No debiste comprarlo... Mira, ¿qué te parece si regresamos a la librería y lo cambias por otro?" Y yo acepte sin acertar la razón de su preocupación. Poco después lo supe: en plena Guerra Fría y con el cercano antecedente de un tío y una prima comprometidos hasta la médula en la guerrilla urbana de los años sesenta, mamá temía que su hijo de alguna manera simpatizara y siguiera los mismos pasos y doctrina de mis parientes. Sin contar que mi padre, proamericano irreductible y anticomunista visceral solía vociferar: "Comunista bueno es el que está enterrado dos metros bajo tierra" o "En la primavera de Praga los cañones de los tanques soviéticos no dispararon flores y rosas precisamente." Así pues en la altura de "El Nacionalista" el carro dio marcha atrás y cambié el libro por un título que para colmo nunca leí y olvidé por completo.
Querida década de los setenta: ¡Como quisiera visitar en el viejo Opel con mamá al volante tus libros, cuentos y dibujos infantiles!
7 Abril 2011