El Quejido

Imagen de  Flor de Acantilado

Por Daniel R Scott


"Percibimos allá en el fondo el quejido y las protestas por lo que tenemos 
y por lo que ocurre en el día a día".
(André Lima)

Suena en el bar de los suburbios de la populosa capital del país una vieja canción de amor y de despechos. Frente a la barra desconchada, simétricamente ordenados, hay ocho taburetes de madera gastada por mil culos de mil borrachos anónimos que han desfilado cada uno en su momento y día por estos recintos de opaca luz. Unos viven aún, otros ya han muerto. Muchos sin un hijo o una esposa que le cerraran los ojos, como aquel señor ya mayor de abdomen inflamado por la cirrosis hepática que leía revistas y periódicos: pasó vaya usted a saber cuántos días en la morgue antes de que su hijo al fin se presentara para identificarlo. No se sabe que es peor: si ser hijo o padre.

Uno de los taburetes está ocupado por un hombre de mediana edad de gafas maltrechas y gastadas. Escribe algunos garabatos de amor sobre un papel arrugado que tomó del suelo. Su amor, una mujer de cerro arriba, lo leerá y quizá ni lo entenderá. Cerca de su mano derecha, como musa, dos cervezas vacías y una tercera a medio terminar. Pronto ira por la cuarta. Dos chiripas diminutas y cobrizas aparecen de la nada y exploran cautelosas el codo derecho del poeta que escribe su ridícula esquela de amor. Justo atrás de él, en una de las dos mesas de formica, el dueño del bar se sienta en pétreo y fastidiado silencio, esperando que alguien diga el ya gastado "Me das otra" o se arme alguna reyerta. Se ha sentado junto al sempiterno bebedor tocado de sombrero rojo que noche tras noches se bebe y fuma la misma cantidad de cervezas y cigarros.

Un gato negro camina sobre la barra, ahuyenta a las chiripas, salta al piso de granito y se detiene hierático ante la reja oxidada que protege al negocio del hampa incontrolada que azota la zona, observando con proverbial impavidez gatuna a los transeúntes y al tráfico automotor copioso a esas primeras horas de la noche. La entrada del negocio está flanqueada por dos arbustos marchitos que la contaminación ambiental no ha dejado crecer.

Suena otra canción. Esta vez el cantante informa que "Villa está sepultado en los suelos de Chiguaguas". Pero a nadie le interesa. Más tarde entran a la taberna unos dos o tres parroquianos con sus rostros de nacimiento cansados no de las sanas labores del día a día sino de los duros e inmisericordes avatares de los años amontonados. Este es un lugar de evasión donde se intenta suprimir la desilusión, el dolor y los desengaños. Cada botella vacía encierra una historia, un suceso, un pesar.
El poeta deja de escribir y fija su mirada en una pared empotrada con viejas botellas de licor cubiertas con el rocío del polvo sin limpiar. El hombre de sombrero rojo sale del local dando tumbos y traspié, total y definitivamente ebrio. Todos se han preguntado cómo hará este buen hombre para que sus pasos tambaleantes lo hagan llegar a su casa sin que lo asalten por el camino.

Cesó la música. Se produce un breve y hondo silencio. Entonces, y solo en ese instante, una garganta suelta un inconfundible y pesaroso quejido etílico que encierra en su brevedad todo el cansancio y todo el hastío de todos los hombres que han existido sobre la faz de la tierra. Se trata del quejido de un hombre apesadumbrado y su sueño roto. Un hombre que en su juventud, aun no invadida de arrugas y canas, soñaba despierto con un futuro que no se cumplió y que jamás le ofreció un "plan B".

Dejé de escribir, hice pedazos la nota de amor y abandoné el lugar

Abril de 2009
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