Literatura

Casas Muertas y el petróleo

Algunos mal informados o con sesgo político interpretan la novela como una crítica a la actividad petrolera, la cual habría producido casas muertas en el medio rural. Otros, como el nacimiento de una nueva Venezuela.

Por Eddie Ramirez

Casas Muertas, la conocida novela de Miguel Otero Silva, fue el tema de una extraordinaria conferencia de la distinguida escritora, periodista y profesora Milagros Socorro, organizada por Venamérica y la Venezuelan American Petroleum Association (VAPA). Estas organizaciones programan semanalmente conferencias sobre tópicos técnicos. La semana pasada enriquecieron nuestro acervo cultural con la discusión de una obra que no es sobre el petróleo, pero que lo toca tangencialmente.

Algunos mal informados o con sesgo político interpretan la novela como una crítica a la actividad petrolera, la cual habría producido casas muertas en el medio rural. Otros, como el nacimiento de una nueva Venezuela. Milagros nos hizo el milagro de pasearnos amenamente por las noventa páginas de la novela, en la que solo al final, en la página 81, aparece la palabra petróleo. No pretendemos referirnos a la acertada visión de la conferencista sobre la novela, sino a un punto discutido en la sobremesa entre ella y los participantes.

Mientras en Ortiz morían las casas, sus pocos habitantes se limitaban a rivalizar con sus vecinos de Parapara de Ortiz, quienes alegaban ser de Parapara de Parapara. Paralelamente, en el oriente de Venezuela nacían ciudades gracias al oro negro. El desplazamiento del medio rural al urbano ha ocurrido en todos los países, con o sin petróleo. En el nuestro, lo atípico fue la velocidad de esa migración, como consecuencia de la actividad y renta del petróleo. Lógicamente, este hecho ocasionó grandes distorsiones. Corresponde a los gobiernos, establecer políticas para lograr cierta nivelación.

La sociedad venezolana no ha valorado adecuadamente la importancia de la contribución de las empresas petroleras al desarrollo del país. Los petroleros tienen gran parte de culpa porque, como lo recalcó Milagros Socorro, no se han preocupado por divulgar lo que hacen en su trabajo, ni sus contribuciones a la comunidad.

Sin duda que, en los primeros años de la producción petrolera, las empresas extranjeras evadieron impuestos y no trataron bien al personal obrero. Por eso se produjeron huelgas en 1925 y 1936. Gradualmente, respetaron las leyes, aumentaron los salarios, otorgaron beneficios sociales a los trabajadores, construyeron viviendas, campos deportivos, escuelas y comisariatos para suministro de alimentos subsidiados.

Además, ejecutaron programas de responsabilidad social. Así, por ejemplo, la Shell creó El Servicio Shell para el Agricultor, que tuvo un impacto importante en la producción de hortalizas, frutales, control de malezas, insectos y enfermedades, a través de la investigación aplicada en las fincas de los agricultores y de la asistencia técnica. La Creole tuvo programas culturales y también agrícolas. Además, construyeron escuelas, carreteras, acueductos y dispensarios médicos.

Esta política de responsabilidad social la intensificaron las empresas nacionalizadas Maraven, Lagoven, Corpoven y Pequiven, quienes por medio de convenios con el sector privado realizaron una importante contribución al desarrollo de sus áreas de influencia. Estas empresas manejaron eficientemente el negocio petrolero y petroquímico, y realizaron programas de responsabilidad social con los recursos que aprobaba el accionista.

Además, bajo la presidencia de Juan Chacín, Pdvsa creo a la filial Palmaven para contribuir a un desarrollo más armónico entre la actividad petrolera y el medio rural, constituyendo empresas mixtas en el sector agrícola, prestando asistencia técnica y realizando trabajos de evaluación y remediación ambiental.

Pdvsa fue una empresa petrolera y petroquímica que tenía programas de responsabilidad social. Chávez-Maduro la transformaron en una empresa de responsabilidad social mal entendida, que marginalmente realiza alguna actividad petrolera. Para ello, le ordenaron que se quedara con gran parte de los ingresos que antes iban al fisco. Irresponsablemente, Pdvsa creo las filiales Industrial, Agrícola, Naval, Desarrollo Urbano, Ingeniería y Construcción y una PdvsaTV. Por cierto, todas están quebradas y los casos de corrupción son conocidos.

Pdvsa funcionó bien mientras se respetó la meritocracia en la designación del personal. Desde luego, con alguna que otra excepción. Como en todas partes, había algunos engreídos. Ahora está destruida. ¿Se podrá recuperar, aunque no sea como la anterior? Se esté o no de acuerdo, será necesario cambiar la legislación para incentivar mayor participación del sector privado.

No es cierto que los petroleros éramos apáticos ante el acontecer nacional. Lo demostramos con nuestro trabajo y cuando promovimos el paro petrolero de abril en defensa de la meritocracia y cuando nos sumamos al paro cívico en defensa de la democracia.

Perdimos nuestra carrera, prestaciones y fondo de ahorros, pero no nos arrepentimos. Seguimos presentes y comprometidos con el país. Los sueldos y salarios del personal, al menos antes de la destrucción roja, estaban dentro del 75 percentil de los existentes en el país. Los planes, presupuestos y resultados de Pdvsa eran aprobados por el accionista representado por el ministro del área; los convenios internacionales eran aprobados por el Congreso de la República y la Contraloría General de la República tenía una Contraloría Delegada en Pdvsa, además había una auditoría interna y otra externa. Los Informes se presentaban puntualmente y eran públicos. Ahora, el último es el de 2016.

Tiene razón la distinguida Milagros Socorro cuando nos reclama que los petroleros no escribimos para divulgar nuestras vivencias. Una de las pocas excepciones es el incansable Gustavo Coronel. Otros colegas son articulistas sobre la situación actual, pero hace falta el testimonio de la generación anterior.

Como (había ) en botica: Vergonzosa la escena en Iquique, Chile, donde grupos de malandros rompieron cunas, coches de niños y carpas de refugiados venezolanos, ante la indiferencia de los carabineros. Probablemente esta acción se debió a un abuso de algún compatriota nuestro, pero esa no es razón para esa acción vandálica, que no es la manera de ser de la mayoría del pueblo chileno. Felicitaciones al padre Ugalde por el premio Fundación Arana ¡No más prisioneros políticos, ni exiliados! eddiearamirez@hotmail.com ,

martes, febrero 01, 2022

Kazuo Ishiguro, siete novelas para explorar la memoria

Lo que hace del estilo del Nobel algo valioso es el uso, sobre todo y ante todo, literario del lenguaje


POR AGENCIAS

Kazuo Ishiguro, Nobel de Literatura 2017, nació en Nagasaki en 1954, pero se crió en Londres. Es autor de siete novelas, una producción corta en número pero que ha tenido un gran reconocimiento por parte de la crítica y el público (su obra ha sido traducida a 28 idiomas y llevada a la pantalla en dos ocasiones).

Con «Pálida luz en las colinas», su debut literario, Ishiguro ganó el premio Winifred Holtby en 1982. En ella, el autor contaba la historia de Etsuko, una mujer japonesa de 50 años que, tras el suicidio de su hija mayor, rememora su vida para tratar de explicarse la tragedia familiar. En este viaje al pasado, a ese Japón de los años cincuenta todavía herido por la guerra, aparece de forma obsesiva la imagen de Sachiko, su vecina, con la que entabla una relación tan enigmática y ambigua como interesante.

Aunque varias de sus novelas están ambientadas en el pasado, como por ejemplo An Artist of the Floating World (Un artista del mundo flotante, 1986, en donde la acción se sitúa en su ciudad natal en los años posteriores al bombardeo atómico de la misma de 1945), ha cobrado relevancia como escritor de ciencia ficción. En la Never Let Me Go (Nunca me abandones, 2005) la historia transcurre en un mundo alternativo, similar pero distinto, al nuestro, durante los postreros años 90 del siglo XX.

Sus novelas están escritas en primera persona y los narradores con frecuencia muestran el fracaso humano. La técnica de Ishiguro permite que estos personajes revelen sus imperfecciones de manera implícita a lo largo de la narración, creando así un patetismo que permite al lector observar los defectos del narrador al mismo tiempo que simpatiza con él.

Kazuo Ishiguro ha sido merecedor de numerosos premios, entre los que hay que mencionar el premio Booker de 1989 por The Remains of the Day (Los restos del día, 1989, aunque ha estado nominado a dicho premio en varias ocasiones más), así como la Orden de las Artes y las Letras por parte del Ministerio de Cultura de la República Francesa. Pero si hay que destacar un premio, sin duda alguna, hay que hablar del Nobel de Literatura conseguido en el año 2017.

jueves, octubre 05, 2017

Breve discurso sobre la cultura

En su edición de septiembre, LECTURAS publicó el reciente ensayo de Mario Vargas Llosa 'Breve discurso sobre la cultura'.La educación en el humanismo, en este ensayo que el maestro peruano cedió a LECTURAS, publicado en la revista mexicana 'Letras Libres' en su edición de julio.También Fuego Cotidiano se une en publicarlo.

Mario Vargas Llosas, Premio Nobel de Literatura
por Mario Vargas Llosas
A lo largo de la historia, la noción de cultura ha tenido distintos significados y matices. Durante muchos siglos fue un concepto inseparable de la religión y del conocimiento teológico; en Grecia estuvo marcado por la filosofía y en Roma por el derecho, en tanto que en el Renacimiento lo impregnaban sobre todo la literatura y las artes.
En épocas más recientes como la Ilustración fueron la ciencia y los grandes descubrimientos científicos los que dieron el sesgo principal a la idea de cultura. Pero, a pesar de esas variantes y hasta nuestra época, cultura siempre significó una suma de factores y disciplinas que, según amplio consenso social, la constituían y ella implicaba: la reivindicación de un patrimonio de ideas, valores y obras de arte, de unos conocimientos históricos, religiosos, filosóficos y científicos en constante evolución y el fomento de la exploración de nuevas formas artísticas y literarias y de la investigación en todos los campos del saber.

La cultura estableció siempre unos rangos sociales entre quienes la cultivaban, la enriquecían con aportes diversos, la hacían progresar y quienes se desentendían de ella, la despreciaban o ignoraban, o eran excluidos de ella por razones sociales y económicas. En todas las épocas históricas, hasta la nuestra, en una sociedad había personas cultas e incultas, y, entre ambos extremos, personas más o menos cultas o más o menos incultas, y esta clasificación resultaba bastante clara para el mundo entero porque para todos regía un mismo sistema de valores, criterios culturales y maneras de pensar, juzgar y comportarse.

En nuestro tiempo todo aquello ha cambiado. La noción de cultura se extendió tanto que, aunque nadie se atrevería a reconocerlo de manera explícita, se ha esfumado. Se volvió un fantasma inaprensible, multitudinario y traslaticio. Porque ya nadie es culto si todos creen serlo o si el contenido de lo que llamamos cultura ha sido depravado de tal modo que todos puedan justificadamente creer que lo son.

La más remota señal de este progresivo empastelamiento y confusión de lo que representa una cultura la dieron los antropólogos, inspirados, con la mejor buena fe del mundo, en una voluntad de respeto y comprensión de las sociedades más primitivas que estudiaban. Ellos establecieron que cultura era la suma de creencias, conocimientos, lenguajes, costumbres, atuendos, usos, sistemas de parentesco y, en resumen, todo aquello que un pueblo dice, hace, teme o adora. Esta definición no se limitaba a establecer un método para explorar la especificidad de un conglomerado humano en relación con los demás. Quería también, de entrada, abjurar del etnocentrismo prejuicioso y racista del que Occidente nunca se ha cansado de acusarse.

El propósito no podía ser más generoso, pero ya sabemos por el famoso dicho que el infierno está empedrado de buenas intenciones. Porque una cosa es creer que todas las culturas merecen consideración, ya que, sin duda, en todas hay aportes positivos a la civilización humana, y otra, muy distinta, creer que todas ellas, por el mero hecho de existir, se equivalen. Y es esto último lo que asombrosamente ha llegado a ocurrir en razón de un prejuicio monumental suscitado por el deseo bienhechor de abolir de una vez y para siempre todos los prejuicios en materia de cultura. La corrección política ha terminado por convencernos de que es arrogante, dogmático, colonialista y hasta racista hablar de culturas superiores e inferiores y hasta de culturas modernas y primitivas. Según esta arcangélica concepción, todas las culturas, a su modo y en su circunstancia, son iguales, expresiones equivalentes de la maravillosa diversidad humana.

Si etnólogos y antropólogos establecieron esta igualación horizontal de las culturas, diluyendo hasta la invisibilidad la acepción clásica del vocablo, los sociólogos por su parte -o, mejor dicho, los sociólogos empeñados en hacer crítica literaria- han llevado a cabo una revolución semántica parecida, incorporando a la idea de cultura, como parte integral de ella, a la incultura, disfrazada con el nombre de cultura popular, una forma de cultura menos refinada, artificiosa y pretenciosa que la otra, pero mucho más libre, genuina, crítica, representativa y audaz. Diré inmediatamente que en este proceso de socavamiento de la idea tradicional de cultura han surgido libros tan sugestivos y brillantes como el que Mijaíl Bajtín dedicó a La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento / El contexto de François Rabelais, en el que contrasta, con sutiles razonamientos y sabrosos ejemplos, lo que llama "cultura popular", que, según el crítico ruso, es una suerte de contrapunto a la cultura oficial y aristocrática, la que se conserva y brota en los salones, palacios, conventos y bibliotecas, en tanto que la popular nace y vive en la calle, la taberna, la fiesta, el carnaval y en la que aquella es satirizada con réplicas que, por ejemplo, desnudan y exageran lo que la cultura oficial oculta y censura como el "abajo humano", es decir, el sexo, las funciones excrementales, la grosería y oponen el rijoso "mal gusto" al supuesto "buen gusto" de las clases dominantes.

No hay que confundir la clasificación hecha por Bajtín y otros críticos literarios de estirpe sociológica -cultura oficial y cultura popular- con aquella división que desde hace mucho existe en el mundo anglosajón, entre la high brow culture y la low brow culture: la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Pues en este último caso estamos siempre dentro de la acepción clásica de la cultura y lo que distingue a una de otra es el grado de facilidad o dificultad que ofrece al lector, oyente, espectador y simple cultor el hecho cultural. Un poeta como T.S. Eliot y un novelista como James Joyce pertenecen a la cultura de la ceja levantada en tanto que los cuentos y novelas de Ernest Hemingway o los poemas de Walt Whitman a la de la ceja alicaída pues resultan accesibles a los lectores comunes y corrientes. En ambos casos estamos siempre dentro del dominio de la literatura a secas, sin adjetivos. Bajtín y sus seguidores (conscientes o inconscientes) hicieron algo mucho más radical: abolieron las fronteras entre cultura e incultura y dieron a lo inculto una dignidad relevante, asegurando que lo que podía haber en este discriminado ámbito de impericia, chabacanería y dejadez estaba compensado largamente por su vitalidad, humorismo, y la manera desenfadada y auténtica con que representaba las experiencias humanas más compartidas.
De este modo han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos. Basta abrir un periódico o una revista para encontrar, en los artículos de comentaristas y gacetilleros, innumerables referencias a la miríada de manifestaciones de esa cultura universal de la que somos todos poseedores, como por ejemplo "la cultura de la pedofilia", "la cultura de la mariguana", "la cultura punqui", "la cultura de la estética nazi" y cosas por el estilo. Ahora todos somos cultos de alguna manera, aunque no hayamos leído nunca un libro, ni visitado una exposición de pintura, escuchado un concierto, ni aprendido algunas nociones básicas de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos.

Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero lo que hemos conseguido es una victoria pírrica, un remedio que resultó peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es cultura, todo lo es y ya nada lo es.

Sin embargo, se me objetará, nunca en la historia ha habido un cúmulo tan grande de descubrimientos científicos, realizaciones tecnológicas, ni se han editado tantos libros, abierto tantos museos ni pagado precios tan vertiginosos por las obras de artistas antiguos y modernos. ¿Cómo se puede hablar de un mundo sin cultura en una época en que las naves espaciales construidas por el hombre han llegado a las estrellas y el porcentaje de analfabetos es el más bajo de todo el acontecer humano? Sí, todo ese progreso es cierto, pero no es obra de mujeres y hombres cultos sino de especialistas. Y entre la cultura y la especialización hay tanta distancia como entre el hombre de Cromagnon y los sibaritas neurasténicos de Marcel Proust. De otro lado, aunque haya hoy muchos más alfabetizados que en el pasado, este es un asunto cuantitativo y la cultura no tiene mucho que ver con la cantidad, sólo con la cualidad. Es decir, hablamos de cosas distintas. A la extraordinaria especialización a que han llegado las ciencias se debe, sin la menor duda, que hayamos conseguido reunir en el mundo de hoy un arsenal de armas de destrucción masiva con el que podríamos desaparecer varias veces el planeta en que vivimos y contaminar de muerte los espacios adyacentes. Se trata de una hazaña científica y tecnológica, sin lugar a dudas y, al mismo tiempo, una manifestación flagrante de barbarie, es decir, un hecho eminentemente anticultural si la cultura es, como creía T.S. Eliot, "todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido".

La cultura es -o era, cuando existía- un denominador común, algo que mantenía viva la comunicación entre gentes muy diversas a las que el avance de los conocimientos obligaba a especializarse, es decir, a irse distanciando e incomunicando entre sí. Era, así mismo, una brújula, una guía que permitía a los seres humanos orientarse en la espesa maraña de los conocimientos sin perder la dirección y teniendo más o menos claro, en su incesante trayectoria, las prelaciones, lo que es importante de lo que no lo es, el camino principal y las desviaciones inútiles. Nadie puede saber todo de todo -ni antes ni ahora fue posible-, pero al hombre culto la cultura le servía por lo menos para establecer jerarquías y preferencias en el campo del saber y de los valores estéticos. En la era de la especialización y el derrumbe de la cultura las jerarquías han desaparecido en una amorfa mezcolanza en la que, según el embrollo que iguala las innumerables formas de vida bautizadas como culturas, todas las ciencias y las técnicas se justifican y equivalen, y no hay modo alguno de discernir con un mínimo de objetividad qué es bello en el arte y qué no lo es. Incluso hablar de este modo resulta ya obsoleto pues la noción misma de belleza está tan desacreditada como la clásica idea de cultura.

El especialista ve y va lejos en su dominio particular pero no sabe lo que ocurre a sus costados y no se distrae en averiguar los estropicios que podría causar con sus logros en otros ámbitos de la existencia, ajenos al suyo. Ese ser unidimensional, como lo llamó Marcuse, puede ser, a la vez, un gran especialista y un inculto porque sus conocimientos, en vez de conectarlo con los demás, lo aíslan en una especialidad que es apenas una diminuta celda del vasto dominio del saber.

La especialización, que existió desde los albores de la civilización, fue aumentando con el avance de los conocimientos, y lo que mantenía la comunicación social, esos denominadores comunes que son los pegamentos de la urdimbre social, eran las élites, las minorías cultas, que además de tender puentes e intercambios entre las diferentes provincias del saber -las ciencias, las letras, las artes y las técnicas- ejercían una influencia, religiosa o laica, pero siempre cargada de contenido moral, de modo que aquel progreso intelectual y artístico no se apartara demasiado de una cierta finalidad humana, es decir que, a la vez que garantizara mejores oportunidades y condiciones materiales de vida, significara un enriquecimiento moral para la sociedad, con la disminución de la violencia, de la injusticia, la explotación, el hambre, la enfermedad y la ignorancia.
En su célebre ensayo "Notas para la definición de la cultura", T.S. Eliot sostuvo que no debe identificarse a esta con el conocimiento -parecía estar hablando para nuestra época más que para la suya porque hace medio siglo el problema no tenía la gravedad que ahora- porque cultura es algo que antecede y sostiene al conocimiento, una actitud espiritual y una cierta sensibilidad que lo orienta y le imprime una funcionalidad precisa, algo así como un designio moral.

Como creyente, Eliot encontraba en los valores de la religión cristiana aquel asidero del saber y la conducta humana que llamaba la cultura. Pero no creo que la fe religiosa sea el único sustento posible para que el conocimiento no se vuelva errático y autodestructivo como el que multiplica los polvorines atómicos o contamina de venenos el aire, el suelo y las aguas que nos permiten vivir. Una moral y una filosofía laicas cumplieron, desde los siglos xviii y xix, esta función para un amplio sector del mundo occidental.

Aunque, es cierto que, para un número tanto o más grande de los seres humanos, resulta evidente que la trascendencia es una necesidad o urgencia vital de la que no pueden desprenderse sin caer en la anomia o la desesperación.

Jerarquías en el amplio espectro de los saberes que forman el conocimiento, una moral todo lo comprensiva que requiere la libertad y que permita expresarse a la gran diversidad de lo humano pero firme en su rechazo de todo lo que envilece y degrada la noción básica de humanidad y amenaza la supervivencia de la especie, una élite conformada no por la razón de nacimiento ni el poder económico o político sino por el esfuerzo, el talento y la obra realizada y con autoridad moral para establecer, de manera flexible y renovable, un orden de importancia de los valores tanto en el espacio propio de las artes como en las ciencias y técnicas: eso fue la cultura en las circunstancias y sociedades más cultas que ha conocido la historia y lo que debería volver a ser si no queremos progresar sin rumbo, a ciegas, como autómatas, hacia nuestra desintegración. Sólo de este modo la vida iría siendo cada día más vivible para el mayor número en pos del siempre inalcanzable anhelo de un mundo feliz.

Sería equivocado atribuir en este proceso funciones idénticas a las ciencias y a las letras y a las artes. Precisamente por haber olvidado distinguirlas ha surgido la confusión que prevalece en nuestro tiempo en el campo de la cultura. Las ciencias progresan, como las técnicas, aniquilando lo viejo, anticuado y obsoleto, para ellas el pasado es un cementerio, un mundo de cosas muertas y superadas por los nuevos descubrimientos e invenciones. Las letras y las artes se renuevan pero no progresan, ellas no aniquilan su pasado, construyen sobre él, se alimentan de él y a la vez lo alimentan, de modo que a pesar de ser tan distintos y distantes un Velázquez está tan vivo como Picasso y Cervantes sigue siendo tan actual como Borges o Faulkner.

Las ideas de especialización y progreso, inseparables de la ciencia, son írritas a las letras y a las artes, lo que no quiere decir, desde luego, que la literatura, la pintura y la música no cambien y evolucionen. Pero no se puede decir de ellas, como de la química y la alquimia, que aquella abole a esta y la supera. La obra literaria y artística que alcanza cierto grado de excelencia no muere con el paso del tiempo: sigue viviendo y enriqueciendo a las nuevas generaciones y evolucionando con estas. Por eso, las letras y las artes constituyeron hasta ahora el denominador común de la cultura, el espacio en el que era posible la comunicación entre seres humanos pese a la diferencia de lenguas, tradiciones, creencias y épocas, pues quienes se emocionan con Shakespeare, se ríen con Moliére y se deslumbran con Rembrandt y Mozart se acercan a, y dialogan con, quienes en el tiempo en que aquellos escribieron, pintaron o compusieron, los leyeron, oyeron y admiraron.

Ese espacio común, que nunca se especializó, que ha estado siempre al alcance de todos, ha experimentado periodos de extrema complejidad, abstracción y hermetismo, lo que constreñía la comprensión de ciertas obras a una élite. Pero esas obras experimentales o de vanguardia, si de veras expresaban zonas inéditas de la realidad humana y creaban formas de belleza perdurable, terminaban siempre por educar a sus lectores, espectadores y oyentes integrándose de este modo al espacio común de la cultura. Esta puede y debe ser, también, experimento, desde luego, a condición de que las nuevas técnicas y formas que introduzca la obra así concebida amplíen el horizonte de la experiencia de la vida, revelando sus secretos más ocultos, o exponiéndonos a valores estéticos inéditos que revolucionan nuestra sensibilidad y nos dan una visión más sutil y novedosa de ese abismo sin fondo que es la condición humana.

Hace ya algunos años vi en París, en la televisión francesa, un documental que se me quedó grabado en la memoria y cuyas imágenes, de tanto en tanto, los sucesos cotidianos actualizan con restallante vigencia, sobre todo cuando se habla del problema mayor de nuestro tiempo: la educación.
El documental describía la problemática de un liceo en las afueras de París, uno de esos barrios donde familias francesas empobrecidas se codean con inmigrantes de origen subsahariano, latinoamericano y árabes del Magreb. Este colegio secundario público, cuyos alumnos, de ambos sexos, constituían un arcoíris de razas, lenguas, costumbres y religiones, había sido escenario de violencias: golpizas a profesores, violaciones en los baños o corredores, enfrentamientos entre pandillas a navajazos y palazos y, si mal no recuerdo, hasta tiroteos. No sé si de todo ello había resultado algún muerto, pero sí muchos heridos, y en los registros al local la policía había incautado armas, drogas y alcohol.

El documental no quería ser alarmista, sino tranquilizador, mostrar que lo peor había ya pasado y que, con la buena voluntad de autoridades, profesores, padres de familia y alumnos, las aguas se estaban sosegando. Por ejemplo, con inocultable satisfacción, el director señalaba que gracias al detector de metales recién instalado, por el cual debían pasar ahora los estudiantes al ingresar al colegio, se decomisaban las manoplas, cuchillos y otras armas punzocortantes. Así, los hechos de sangre se habían reducido de manera drástica.

Se habían dictado disposiciones de que ni profesores ni alumnos circularan nunca solos, ni siquiera para ir a los baños, siempre al menos en grupos de dos. De este modo se evitaban asaltos y emboscadas. Y, ahora, el colegio tenía dos psicólogos permanentes para dar consejo a los alumnos y alumnas -casi siempre huérfanos, semihuérfanos, y de familias fracturadas por la desocupación, la promiscuidad, la delincuencia y la violencia de género- inadaptables o pendencieros recalcitrantes.
Lo que más me impresionó en el documental fue la entrevista a una profesora que afirmaba, con naturalidad, algo así como: "Tout va bien, maintenant, mais il faut se débrouiller" ("Ahora todo anda bien, pero hay que saber arreglárselas"). Explicaba que, a fin de evitar los asaltos y palizas de antaño, ella y un grupo de profesores se habían puesto de acuerdo para encontrarse a una hora justa en la boca del metro más cercana y caminar juntos hasta el colegio.
domingo, noviembre 28, 2010

Cuba: "Nada se parece más a una dictadura de derecha que una dictadura de izquierda"

Nuestros años verde olivo, novela autobiográfica del escritor chileno Roberto Ampuero, ex yerno de un esbirro de Fidel Castro, es un relato apasionante y veraz, muy alejado de la versión romántica de la revolución caribeña que aún alimenta cierta izquierda.

Roberto Ampuero,recrea la Cuba que ha vivido en carne y hueso.


Por 
Claudia Peiro
Escapando del Chile de Pinochet, Roberto Ampuero, entonces joven militante comunista, encontró refugio en La Habana de Castro para descubrir con dolor que no había grandes diferencias entre uno y otro autoritarismo, que ambos oprimían al pueblo, uniformizaban el pensamiento y no toleraban el espíritu crítico. Pero para llegar a esa conclusión debieron transcurrir varios años de vivir en carne propia la transformación de una Revolución en un régimen burocrático, autoritario y represivo. Años durante los cuales el hoy consagrado novelista fue pasando progresivamente de la fe revolucionaria, a la duda, del cuestionamiento interior a las primeras formulaciones críticas, del intento de protesta al temor a ser marginado del sistema y de ese miedo a la simulación para poder sobrevivir a la espera de encontrar el modo de huir de la isla, convertida ya en una gran prisión.

Nuestros años verde olivo fue publicada por primera vez en 1999. Once años más tarde, Editorial Norma presenta una nueva edición, corregida y aumentada, con prólogo del flamante premio Nobel de literatura, Mario Vargas Llosa, y un epílogo inédito del autor, rico en conclusiones políticas.

En 1973, cuando un golpe de Estado derrocó al gobierno de Salvador Allende en Chile, Roberto Ampuero huyó de la represión aceptando una invitación y beca para estudiar filosofía en la Karl Marx Universität de Leipzig, en la Alemania entonces comunista.

Allí, este "miembro de la pequeño burguesía chilena, aunque con conciencia y militancia revolucionaria", como graciosamente escribió en su legajo el agente de la STASI que lo entrevistó a su llegada a la RDA, sufrió su primera decepción con el sistema por cuya instauración en Chile había militado y en el que aún creía, al descubrir que, contra lo que Marx auguraba, el socialismo no promovía "el pleno desarrollo de las fuerzas productivas" y que los alemanes soportaban el sistema sólo merced a la presencia de "medio millón de soldados rusos en su territorio y por aquel muro infranqueable".

Fue entonces cuando conoció a una muchacha cubana y con ella se abrió la perspectiva de viajar a la isla que tan poderoso atractivo ejercía por aquel entonces en la juventud idealista. El destino quiso que la joven en cuestión fuese la hija de Fernando Flores Ibarra, el hombre que entre 1961 y 1964 se desempeñó como fiscal de la revolución cubana y envió a más de 100 "contrarrevolucionarios" al paredón.

En la novela, Ampuero recreó el personaje cambiándole el nombre por el de Ulises Cienfuegos y modificando varias circunstancias de su vida -aunque no el trabajo que le valió el apodo de "Charco de sangre". Flores Ibarra se dio igualmente por aludido y salió al cruce de las afirmaciones de su ex yerno al que trató de "descarado", "alcahuete" y "difamador".


Novela prohibida
Pero ésa es otra historia, la del derrotero de la novela desde su primera publicación, la de las reacciones que despertó, la de su circulación clandestina en Cuba, donde estuvo y está por supuesto prohibida, al igual que Persona non grata, del también chileno Jorge Edwards, primer embajador de Santiago ante La Habana tras el restablecimiento de relaciones diplomáticas en 1970.

La represalia del régimen cubano contra Ampuero, que él califica de "cruel", por la osadía de haber escrito este libro es prohibirle volver a pisar la isla donde sin embargo la novela es leída secretamente. "En cada conversación (los amigos cubanos) me agradecen que yo haya escrito sobre su patria y añaden que saben, por experiencia propia, que todo lo que aquí se narra es cierto y a la vez verosímil", dice el escritor.

Es que en los años que pasó en Cuba, Ampuero conoció tanto la vida de la elite privilegiada, los jefes, los burócratas, esa nomenklatura que se apropió de las casas y las pertenencias de los ricos que habían huido de la isla, y que tenía acceso a bienes de consumo que no figuraban jamás en la libreta de racionamiento, como, más tarde, fracasado su matrimonio, perdido el favor del sistema y mitigado el entusiasmo con la revolución, la triste existencia de los cubanos de a pie.

Aparecen entonces en la novela la lucha cotidiana por la supervivencia en medio de las privaciones, el progresivo silenciamiento de las discrepancias por el miedo a perder el trabajo, los amigos y hasta la libertad y la economía sometida a una planificación y control asfixiantes o simplemente a las ocurrencias y proyectos delirantes del "jefe máximo" Fidel Castro; la ineficiencia productiva y el despilfarro de fuerza laboral, como muestra de que el atraso de la isla no puede ser cargado -eterna excusa de un régimen fracasado- en la cuenta del "bloqueo".

Aunque el final es previsible, Ampuero logra transmitir un suspenso sobre su posible escape de la isla y poco a poco el lector se va impregnando de una sensación de creciente opresión, como en esos thrillers de ambiente kafkiano, del sentimiento de decepción que se va trocando en miedo al tomar conciencia de lo que le esperaba al que se atreviese a cuestionar el dogma.

No era fácil, en tiempos en que el mundo era binario y un muro mucho más sólido e infranqueable aún que el de Berlín, el de las ideologías, dividía al planeta en dos mitades, romper con "el partido" o con "la organización". En el epílogo inédito agregado a esta nueva edición, Roberto Ampuero dice que la relectura del libro le hace comprender "la verdadera dimensión de las crueles encrucijadas" en que se encontraban él y tantos otros, "como jóvenes de la Guerra Fría, una época en que la renuncia al compromiso político original se consideraba traición, el examen crítico de los ideales era pasarse al lado del enemigo y abandonar la utopía podía significar la muerte".

Explica también que escribió este libro porque "Cuba era entonces tan misteriosa como Corea del Norte. No había turismo internacional, estaba aislada y su régimen mantenía a su vez el asilamiento para controlar mejor a la población". Y recuerda una ironía que alguna vez escuchó: "A Cuba no entra quien quiere, sino quien puede".

"Sólo la literatura, dice, aquella que surge del conocimiento profundo del alma humana y sus pasiones, sus mezquindades y grandezas, era capaz de dar cuenta de aquello que yo presenciaba (...). En la isla no tardé en intuir que me proponía narrar algo inenarrable para un género que no fuese el novelesco."


Una vida de esclavos, nada más
Más allá del formato elegido, o tal vez por eso mismo, este libro es también una requisitoria contra un régimen que desde hace más de medio siglo somete a los cubanos a una existencia de esclavos. Años antes que Ampuero, el escritor y premio Nobel de Literatura francés, Albert Camus, expulsado del Partido Comunista en 1939 por criticar a Stalin, escribió: "Las tiranías dicen siempre que son provisionales. Se nos explica que hay una gran diferencia entre la tiranía reaccionaria y la progresista. Habría así campos de concentración que van en el sentido de la historia. (Pero) si la tiranía, incluso progresista, dura más de una generación, ella significa para millones de hombres una vida de esclavos y nada más".

Es la misma conclusión a la que llegará Roberto Ampuero al final de su travesía, que es geográfica e ideológica a la vez: "No hay nada que se parezca más a una dictadura de derecha que una dictadura de izquierda, no hay nada más parecido al fascismo que el comunismo, nada más parecido al hitlerismo que el estalinismo. Para el ciudadano corriente, las dictaduras son todas iguales. (...) Reitero que llegué a la isla de Fidel Castro -dice- huyendo de Augusto Pinochet. La isla era entonces mi utopía. Pinochet mi pesadilla. La experiencia me enseñaría que ambas eran dictaduras y que no hay dictaduras buenas ni justificables. Todas son perversas y nocivas, enemigas del ser humano y su libertad".

La novela cuestiona también a los muchos simpatizantes del régimen castrista que sorprendentemente siguen negándose a mirar hacia Cuba sin las anteojeras de un dogma que les ordena no ver lo patente y negar hasta lo evidente.

"Me pregunto -escribe en el epílogo de su novela- qué lleva al ser humano, mejor digamos a tantos seres humanos, a condenar a una dictadura de derecha, y a celebrar al mismo tiempo una dictadura de izquierda. ¿Qué retorcido mecanismo mental los conduce a denunciar el abuso, la tortura, la marginación, el escarnio, el exilio, la represión y el asesinato de quienes piensan distinto bajo una dictadura de derecha, pero los conduce a justificar esas mismas medidas contra quienes se oponen a una dictadura de izquierda? ¿Qué lleva a una persona a condenar a un general que dirige durante diecisiete años un país andino con mano de hierro, y a alabar en cambio a un comandante que lleva cincuenta años dirigiendo de igual modo una isla?"

Ampuero también dice que esta novela le ha dado la satisfacción de expresar su compromiso con "los derechos humanos, las libertades individuales y la democracia sin apellidos", así como su "rechazo a todo tipo de dictadura, sea de izquierda o derecha". Y, ya con tono autocrítico, agrega: "Es una lección para toda mi vida, pues cuando joven creía a pie juntillas que había dictaduras detestables y otras, sin embargo, justificables".

Lamenta que la prohibición de ir a Cuba lo prive de su "derecho a respaldar pacíficamente y en el terreno a los cubanos que exigen lo mismo que (exigieron los chilenos) bajo la dictadura de Pinochet: elecciones pluralistas, democracia, derechos humanos, fin del exilio, justicia para todos, reencuentro nacional".

Lamenta también que Michelle Bachelet, cuando visitó Cuba en 2009 siendo aún presidente de Chile, no haya tenido un solo gesto hacia la disidencia cubana ni hacia los familiares de los presos políticos, pese a haber padecido ella misma la represión de una dictadura en su país.

Que su amigo el poeta cubano Heberto Padilla haya muerto en el exilio en el año 2000 sin haber podido regresar a su patria es otro crimen que Roberto Ampuero imputa a la cuenta de los hermanos Castro.

Y se permite decir, con esperanza pero también con un dejo de ironía que, cuando nazca la democracia en la isla, como en la canción de Pablo Milanés, "en una hermosa plaza liberada" él se detendrá "a llorar por los ausentes".

Fuente: Infobae.América
martes, noviembre 09, 2010

Mario Vargas Llosa, el escritor que cambió el idioma narrativo

Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura 2010
Desde luego ganó el Premio Cervantes en 1994: la mayor distinción a las letras en castellano reconoce una obra que transforme el idioma, y pocas lo han hecho tanto como la del peruano Mario Vargas Llosa. En su país, tal vez sólo César Vallejo y José María Arguedas dejaron -y por razones muy distintas- una marca tan profunda en la literatura.

Su capacidad para narrar atrapa: una multitud de detalles dan verosimilitud a los mundos que crea. Su habilidad en la construcción de voces abre tanto el mundo de los pandilleros de Lima (Los perros) como en el Tahití de Paul Gauguin (El paraíso en la otra esquina), entra en la cabeza de un guerrillero (Historia de Mayta) con la misma comodidad que en la del dictador dominicano Rafael Trujillo (La fiesta del Chivo). Y nunca pierde por eso las ambiciones mayores de la novela moderna: las grandes estructuras, la experimentación inagotable, el juego técnico.

La fama le llegó rápido.


Tenía treinta años cuando publicó La casa verde y cambió el rumbo de las letras, en un continente que bullía de grandes autores: eran los tiempos del boom. Al año siguiente de su salida, en 1967, la obra recibió el premio Rómulo Gallegos, que comenzaba entonces con finalistas de peso: Vargas Llosa compitió con Julio Cortázar por Rayuela, Carlos Fuentes por La muerte de Artemio Cruz y Gabriel García Márquez por El coronel no tiene quien le escriba. También ganó el Premio Nacional peruano y el Premio de la Crítica Española.

Antes de que terminara la década publicó otra obra enorme, Conversación en La Catedral. Su interés por la política se revela en las cuatro historias que intercambian los dos protagonistas, ubicados en las antípodas sociales, en el bar que da título al libro: el fondo son los años de la dictadura del general Manual Odría. Hasta 1981, con La guerra del fin del mundo, no volvería a publicar un trabajo tan ambicioso.

Los comienzos

Nació en Arequipa, Perú, en 1936, y vivió una experiencia infrecuente en aquellos años: el divorcio de los padres cuando él todavía no había nacido. Se mudó a Cochabamba, Bolivia, donde se crió en casa de sus abuelos maternos. Creció consentido hasta los diez años, cuando conoció al padre: la madre se reconcilió con él y llevó al niño de regreso a Lima.

Preocupado por las inclinaciones literarias del muchacho, el padre lo envió a un colegio militar. Lejos de cambiarle la vocación, le dio tema para su primera novela: en La ciudad y los perros, de 1962, el internado Leoncio Prado aparece con su nombre y su violencia: "los perros" es el calificativo despectivo que recae sobre los alumnos del primer año. Por algo, en el patio del instituto se quemaron mil ejemplares de la novela.

Es curioso que la fama instantánea que le trajo esa novela -mitad elogio literario, mitad acusaciones de falta de patriotismo, cuando no comunismo- lo haya sorprendido. La envió sin esperanza a Seix Barral, que la publicó de inmediato en España. Quedó finalista del Prix Formentor en 1963.

Cuando eligió estudiar Letras en la Universidad de San Marcos (Lima), el padre se enfureció. La relación entre ellos ya era difícil: a los 18 años Vargas Llosa se había casado con su tía política. La historia, apenas transfigurada, aparece en esa pieza sobre la educación sentimental llamada La tía Julia y el escribidor. Se la dedicó a la que ya era, cuando la publicó, su ex mujer: "A Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela".

Se reconoce más que influido -"envenenado", declaró- por la literatura francesa: Alejandro Dumas y Victor Hugo, pero sobre todo Gustave Flaubert. Ya lo había impresionado Jean-Paul Sartre cuando viajó a Francia por primera vez, a los 22 años, como parte del premio que le otorgó la Revue Française por su cuento "El desafío".

Había estado en Europa para doctorarse en la Universidad Complutense de Madrid el mismo año en que salió su libro de cuentos Los jefes, 1958. Pero España parecía otro planeta comparado con aquel París de los 60, en el que deambulaban el mexicano Carlos Fuentes, el argentino Julio Cortázar, los beatniks. Se instaló durante siete años.

Allí lo entrevistó el crítico Luis Harss, quien articuló el fenómeno que se conoció como el boom en su libro Los nuestros. "Estaba casado y no tenía dinero ni trabajo", lo describió. "Vivía en la buhardilla de un hotel y se pasaba los días trajinando por todas partes en busca de una colocación. Por fin consiguió un puesto mísero, como profesor en la escuela Berlitz. El sueldo era andrajoso, y el horario, devorador". Más lo corroía el miedo a perder el idioma: lo que más quería en el mundo era escribir.

Lo hizo. A sus obras mayores sumó ensayos (ver aparte lista completa) como Historia de un deicidio, sobre Gabriel García Márquez, o El viaje a la ficción, sobre Juan Carlos Onetti; teatro (La señorita de Tacna, Odiseo y Penélope), periodismo (Diario de Irak) y, desde luego, una enorme obra narrativa que se tradujo a más de treinta idiomas, del francés al árabe, del inglés al chino, del alemán al islandés, del hebreo al japonés

Las polémicas

La suavidad de sus maneras nunca afectó la contundencia de las opiniones de Vargas Llosa. En 1965, fascinado como tantos intelectuales latinoamericanos con la Revolución Cubana, fue jurado de los premios Casa de las Américas; sin embargo, en 1971 se pronunció contra el encarcelamiento del poeta Heberto Padilla. Fue uno de los sesenta intelectuales -Guillermo Cabrera Infante, Juan Rulfo, Marguerite Duras y Sartre, entre ellos- que firmaron un documento que dio trascendencia mundial al caso. Se distanció para siempre de Fidel Castro.

No fue esa la razón, sin embargo, por la que se peleó con su amigo García Márquez, otro Nobel latinoamericano, fidelista fiel. El asunto incluyó un puñetazo en público. Aunque nunca se conocieron las razones, es un secreto a voces que la mala interpretación de un comentario inocente del colombiano sobre la belleza de Patricia, la segunda esposa de Vargas Llosa, reveló que los grandes escritores también son seres humanos falibles y tiernos.

En cambio, su pelea con Perú fue política. Desde que en 1983 el presidente Fernando Belaúnde Terry lo nombrara al frente de una comisión investigadora sobre el asesinato de ocho periodistas, Vargas Llosa desarrolló su pasión por los asuntos públicos. En 1987 lideró el Movimiento Libertad contra la estatización de la banca que proponía el presidente -de aquel momento y del presente- Alan García.

Desde esa posición de referencia para la ideología liberal, tres años más tarde fue candidato a la presidencia por el Frente Democrático, y cuando perdió en la segunda vuelta volvió a Europa. Se quedó en Londres, volvió a escribir y en 1993 se convirtió en ciudadano español.

A los 74 años, de regreso al primer amor de la literatura, se ha reconciliado con la realidad política de su lugar de origen. "Mal que mal América Latina va entrando también en el campo político en la edad de la razón", dijo hace poco en el diario español El País . "Si pienso en lo que era cuando yo era joven... De un confín a otro, no había más que dictaduras militares. Y en el otro extremo, el sueño revolucionario. La democracia tenía muy poca base".

Su vida volvió a centrarse en las palabras. Hace poco se declaró feliz porque luego de tres años había concluido otra novela, El sueño del celta, y trabajaba en una colección de ensayos, La civilización del espectáculo. Ahora tendrá que preparar el discurso de aceptación del Nobel, acaso la obra de mayor exposición mundial que pueda tocarle a un escritor.
jueves, octubre 07, 2010

Hernán Rivera Letelier gana el premio Alfaguara

El arte de la resurrección está ambientada en el desierto chileno en la primera mitad del siglo XX, la novela narra las peripecias de un iluminado, Domingo Zárate Vera, conocido como el Cristo de Elqui, un vagabundo que se cree la reencarnación de Cristo.

por JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS - Madrid - 22/03/2010
Humor, surrealismo y tragedia en una geografía personal. Así es El arte de la resurrección, la novela con la que el escritor chileno Hernán Rivera Letelier acaba de ser galardonado con el Premio Alfaguara 2010 , dotado con 175.000 dólares (unos 129.279 euros) y una escultura de Martín Chirino.

lunes, marzo 22, 2010

Cada palabra sabe algo sobre el círculo vicioso

Por HERTA MÜLLER *

¿TIENES UN PAÑUELO? me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Yo no tenía el pañuelo, y como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana, porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. A otras horas del día, más tarde o en otras circunstancias, quedaba a merced de mí misma. La pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? era una ternura indirecta. Una directa hubiera sido penosa, algo que no existía entre los campesinos. El amor se disfrazaba de pregunta. Sólo así podía decirse a secas, en tono de orden, como las maniobras del trabajo. El hecho de que la voz fuera áspera realzaba incluso la ternura. Cada mañana estaba yo una vez sin pañuelo en la puerta, y una segunda vez con pañuelo. Sólo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre.


Y veinte años más tarde estaba hacía tiempo sola en la ciudad, como traductora en una fábrica de maquinarias. A las cinco de la mañana me levantaba, y a las seis y media empezaba el trabajo. Por la mañana resonaba el himno sobre el patio de la fábrica a través del altavoz, durante la pausa del mediodía se escuchaban los coros de los obreros. Pero los obreros, que estaban comiendo, tenían ojos vacíos como hojalata, manos embadurnadas de aceite, y su comida estaba envuelta en papel de periódico. Antes de comerse un trocito de tocino, le quitaban la tinta del periódico rascándola con el cuchillo. Dos años transcurrieron al trote de la cotidianeidad, cada día igual al otro.


Al tercer año se acabó la igualdad de los días. En el transcurso de una semana entró tres veces en mi oficina, a primera hora de la mañana, un hombre gigantesco, de huesos sólidos, con ojos azules centelleantes, un coloso del Servicio Secreto.

La primera vez me insultó de pie y se marchó.

La segunda vez se quitó el impermeable, lo colgó en una percha del armario y se sentó. Aquella mañana yo había traído de casa unos tulipanes y los estaba acomodando en el florero. El tipo me observaba y alabó mi inusual conocimiento del ser humano. Su voz era resbaladiza. Sentí un gran desasosiego. Impugné su elogio y le aseguré que sabía algo de tulipanes, pero nada del ser humano. Entonces me dijo en tono malicioso que él me conocía mejor que yo a los tulipanes. Luego se colgó del brazo el impermeable y se marchó.

La tercera vez se sentó y yo permanecí de pie, porque había dejado su cartera sobre mi silla. No me atreví a ponerla en el suelo. Me insultó tratándome de necia redomada, holgazana, putilla, tan corrompida como una perra vagabunda. Empujó los tulipanes hasta casi el borde de la mesa, en cuyo centro puso una hoja de papel vacía y un lápiz. Rugió: escribe. De pie, empecé a escribir lo que me iba dictando. Mi nombre con fecha de nacimiento y dirección. Y después que yo, independientemente de la proximidad o del parentesco, no le diría a nadie que..., y entonces llegó la horrible palabra: colaborez, iba a colaborar. Esta palabra ya no la escribí. Puse el lápiz a un lado y me dirigí a la ventana, por la que miré hacia la polvorienta calle. No estaba asfaltada, baches y casas gibosas. Y esa calleja ruinosa se llamaba, encima, Strada Gloriei: calle de la gloria. En la calle de la gloria había un gato trepado en la morera desnuda. Era el gato de la fábrica y tenía una oreja desgarrada. Encima de él brillaba el sol matinal como un tambor amarillo. Dije: N-am caracterul. No tengo este carácter. Se lo dije a la calle, fuera. La palabra CARÁCTER puso histérico al hombre del Servicio Secreto. Rompió la hoja y tiró los trozos al suelo. Pero probablemente se le ocurrió que tendría que presentarle a su jefe la prueba de que había intentado incorporarme a su red de espionaje, porque se agachó, recogió todos los trozos en una mano y los metió en su cartera. Luego lanzó un profundo suspiro y, en medio de su derrota, arrojó hacia la pared el florero con los tulipanes, que se estrelló y crujió como si hubiera dientes en el aire. Con la cartera bajo el brazo dijo en voz queda: esto lo pagarás muy caro. Te ahogaremos en el río. Como hablando conmigo misma dije: Si firmo eso ya no podré vivir conmigo y tendría que hacerlo yo. Mejor háganlo ustedes. Y al instante la puerta de la oficina ya estaba abierta y él se había marchado. Y fuera, en la Strada Gloriei, el gato de la fábrica había saltado del árbol al tejado de la casa. Una de las ramas se mecía como un trampolín.

Al día siguiente comenzó el tira y afloja. Yo debía desaparecer de la fábrica. Cada mañana a las seis y media tendría que presentarme ante el director, con el que cada mañana estaban el jefe del sindicato y el secretario el Partido. Y así como en otros tiempos me preguntaba mi madre: ¿tienes un pañuelo? ahora me preguntaba cada mañana el director: ¿Has encontrado otro trabajo? Y yo le respondía cada vez lo mismo: No estoy buscando ninguno. Estoy a gusto aquí en la fábrica, quisiera quedarme hasta la jubilación.

Una mañana llegué al trabajo y mis voluminosos diccionarios estaban en el suelo del pasillo, junto a la puerta de mi oficina. La abrí, y había un ingeniero sentado a mi escritorio. Me dijo: aquí se llama a la puerta antes de entrar. Ahora estoy aquí yo, y tú ya no tienes nada que hacer en este despacho. A casa no podía irme, porque habrían tenido un pretexto para despedirme por faltar sin permiso. Ahora no tenía oficina, y con mayor razón tenía que ir cada día normalmente al trabajo, por ningún motivo debía ausentarme.

Una amiga, a la que cada día se lo contaba todo en el camino de vuelta a casa por la Strada Gloriei, me dejó compartir al principio una esquina de su escritorio. Pero una mañana se plantó ante la puerta de la oficina y me dijo: No me autorizan a dejarte entrar. Todos dicen que eres una soplona. Las trabas y vejaciones se enviaban hacia abajo, los rumores empezaron a propagarse entre los colegas. Eso era lo peor. Contra los ataques uno puede defenderse, contra la calumnia es impotente. Yo contaba cada día con todo, incluso con la muerte. Pero con esa perfidia no sabía qué hacer. Ningún cálculo la volvía soportable. La calumnia nos atiborra de mugre, y nos asfixiamos porque no podemos defendernos. En opinión de mis colegas yo era exactamente aquello a lo que me había negado. Si los hubiera espiado y delatado, habrían confiado en mí sin sospechar nada. En el fondo, me castigaban porque yo los protegía.

Como ahora con mayor razón no podía ausentarme, pero no tenía despacho y a mi amiga no le permitían dejarme entrar en el suyo, me instalé, indecisa, en la caja de la escalera, una escalera que recorrí varias veces de arriba abajo – de pronto volví a ser la hija de mi madre, porque TENÍA UN PAÑUELO. Lo extendí en un escalón entre el primer y el segundo piso, lo alisé para que estuviera como es debido y me senté encima. Me puse en las rodillas mis gruesos diccionarios y empecé a traducir descripciones de máquinas hidráulicas. Yo era un chiste malo sobre la escalera, y mi despacho, un pañuelo. En las pausas del mediodía, mi amiga se sentaba en la escalera junto a mí. Comíamos juntas como antes en su oficina y, más antes aún, en la mía. Por el altavoz del patio, como siempre, los coros de los obreros entonaban cantos sobre la felicidad del pueblo. Mi amiga comía y lloraba por mí. Yo no. Debía mantenerme firme y dura. Largo tiempo. Unas cuantas semanas eternas, hasta que me despidieron.

En la época en que yo era un chiste malo sobre la escalera, consulté el diccionario para averiguar la importancia de la palabra ESCALERA. El primer escalón de la escalera se llama PELDAÑO DE ARRANQUE, el último escalón, PELDAÑO DEL DESCANSILLO. Los escalones horizontales que uno pisa encajan lateralmente en las MEJILLAS DE LA ESCALERA, y los espacios libres entre los distintos peldaños se llaman incluso OJOS DE LA ESCALERA. Por las piezas de las máquinas hidráulicas, embadurnadas de aceite, ya conocía las bellas palabras COLA DE GOLONDRINA y CUELLO DE CISNE, para ajustar un tornillo se utilizaba una MADRE DE TORNILLO, e igualmente me dejaron asombrada los poéticos nombres de las partes de una escalera, la belleza del lenguaje técnico: MEJILLAS DE LA ESCALERA, OJOS DE LA ESCALERA – es decir, la escalera tenía un rostro, ya fuese de madera, piedra, cemento o hierro – y los hombres reproducen su propia cara en las cosas más voluminosas del mundo, dan al material muerto los nombres de su propia carne, lo personifican en partes del cuerpo. Y el arduo trabajo sólo les resulta soportable a los especialistas gracias a esa ternura oculta. Cada trabajo, en cada profesión, se rige por el mismo principio de la pregunta de mi madre sobre el pañuelo.

Cuando yo era niña, en casa había un cajón destinado a los pañuelos. En él se alineaban tres pilas en dos hileras, una detrás de la otra:

A la izquierda, los pañuelos de hombre, para el padre y el abuelo.
A la derecha, los pañuelos de mujer, para la madre y la abuela.
En el centro, los pañuelos de niño, para mí.

Aquel cajón era nuestro retrato de familia en formato de pañuelo. Los pañuelos de hombre eran los más grandes, tenían un borde oscuro de color marrón, gris o burdeos. Los pañuelos de mujer eran más pequeños, con borde azul celeste, rojo o verde. Los pañuelos de niño eran los más pequeños, sin borde, pero en el cuadrado blanco había flores o animales pintados. Entre los tres tipos de pañuelos había los que se usaban los días laborables, en la hilera anterior, y los que se usaban los domingos, en la hilera posterior. Los domingos, el pañuelo debía hacer juego con el color de la ropa, aunque no se viera.

Ningún otro objeto en la casa, ni siquiera nosotros mismos, nos resultaba tan importante como el pañuelo. Podía utilizarse para una infinidad de cosas: resfriados, cuando la nariz sangraba o había alguna herida en la mano, el codo o la rodilla, cuando uno lloraba o lo mordía para reprimir el llanto. Un pañuelo frío y húmedo en la frente aliviaba el dolor de cabeza. Con cuatro nudos en las esquinas servía para protegerse del sol o de la lluvia. Cuando uno quería acordarse de algo, hacía un nudo en el pañuelo como artificio mnemotécnico. Para cargar bolsas pesadas se envolvía en él la mano. Si ondeaba era una señal de despedida cuando el tren salía de la estación. Y como tren se dice en rumano TREN, y en el dialecto del Banato lágrima (Träne) se dice trän, en mi cabeza el chirrido de los trenes sobre los rieles equivalía siempre al llanto. En la aldea, cuando alguien moría se le ataba enseguida un pañuelo en torno a la barbilla para que la boca permaneciera cerrada cuando pasaba la rigidez cadavérica. Cuando en la ciudad alguien se desplomaba al borde del camino, siempre había un transeúnte que con su pañuelo cubría la cara del muerto, y así el pañuelo pasaba a ser su primer reposo mortuorio.

A última hora de la tarde, los días calurosos del verano, los padres enviaban a sus hijos al cementerio para que regasen las flores. Nos juntábamos dos o tres e íbamos de una tumba a la otra, regando rápidamente. Luego nos sentábamos, muy pegados unos a otros, en las escaleras de la capilla y observábamos cómo de algunas tumbas subían nubecillas de vapor blanco. Volaban un ratito en el aire negro y desaparecían. Para nosotros eran las almas de los muertos: Figuras zoomórficas, gafas, frasquitos y tazas, guantes y medias. Y de vez en cuando un pañuelo blanco con el borde negro de la noche.

Más tarde, conversando con Oskar Pastior para escribir sobre su deportación a un campo de trabajos forzados soviético, me contó que una anciana madre rusa le regaló una vez un pañuelo blanco de batista. Tal vez tengáis suerte tú y mi hijo, y podáis regresar pronto a casa, dijo la rusa. Su hijo tenía la misma edad que Oskar Pastior y estaba tan lejos de casa como él, en la dirección opuesta, dijo, en un batallón de castigo. Oskar Pastior había llamado a su puerta como un mendigo medio muerto de hambre, quería cambiarle un trozo de carbón por un poquito de comida. Ella lo hizo entrar en la casa y le dio un plato de sopa. Y cuando la nariz de Oskar empezó a gotear en el plato, le dio el pañuelo blanco de batista, que nadie había usado todavía. Con un borde calado de bastoncillos y rosetas impecablemente bordados con hilos de seda, el pañuelo era una belleza que abrazó e hirió al mendigo. Un híbrido; por un lado un consuelo de batista; por el otro, una cinta métrica con bastoncillos de seda, las rayitas blancas en la escala de su desamparo. El mismo Oskar Pastior era un híbrido para esa mujer: un mendigo extraño en la casa y un hijo perdido en el mundo. En esas dos personas lo había hecho feliz y le había exigido demasiado el gesto de una mujer que para él también era dos personas: una rusa extraña y una madre preocupada con la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO?

Desde que me enteré de esta historia también yo tengo una pregunta: ¿Es ¿TIENES UN PAÑUELO? válida en todas partes y se halla extendida sobre medio mundo en el brillo de la nieve entre la congelación y el deshielo? ¿Cruza todas las fronteras pasando entre montañas y estepas hasta adentrarse en un gigantesco imperio sembrado de campos de trabajos forzados? ¿No hay manera de dar muerte a la pregunta ¿TIENES UN PAÑUELO? ni siquiera con la hoz y el martillo, ni siquiera en el estalinismo de la reeducación a través de tantos campos de trabajos forzados?

Aunque hace décadas que hablo rumano, en la conversación con Oskar Pastior me percaté por primera vez de que en rumano pañuelo se dice BATISTA, de nuevo la sensual lengua rumana, que simplemente lanza con apremio sus palabras hasta el corazón de las cosas. El material no da ningún rodeo, se designa como pañuelo listo, como BATISTA. Como si cada pañuelo fuera de batista en todo tiempo y lugar.

Oskar Pastior guardó en la maleta el pañuelo como reliquia de una doble madre con un doble hijo. Luego se lo llevó a casa tras cinco largos años en el campo de trabajos forzados. ¿Por qué? – su pañuelo blanco de batista era esperanza y miedo, y cuando uno renuncia a la esperanza y al miedo, muere.

Después de la conversación sobre el pañuelo blanco me pasé media noche pegándole a Oskar Pastior un collage sobre un papel blanco:

Aquí bailan puntos dice Bea
entras en un vaso de leche de tallo largo
ropa interior blanca tina de zinc gris verde
contra reembolso se corresponden
casi todos los materiales
mira aquí
yo soy el viaje en tren y
la cereza en la jabonera
nunca hables con hombres extraños ni
acerca de la Central

Cuando a la semana siguiente fui a su casa a regalarle el collage, me dijo: encima debes pegar: “PARA OSKAR”. Yo le dije: Lo que te doy, te pertenece, y tú lo sabes. Él dijo: debes pegarlo encima, tal vez el papel no lo sepa. Me lo llevé de nuevo a casa y encima pegué: para Oskar. Y se lo volví a regalar la semana siguiente, como si hubiera regresado la primera vez de la puerta sin pañuelo y ahora estuviera por segunda vez en la puerta con pañuelo.

Con un pañuelo termina también otra historia:

El hijo de mis abuelos se llamaba Matz. En los años treinta lo enviaron a Timişoara a estudiar finanzas para que se hiciera cargo del negocio de cereales y de la tienda de ultramarinos de la familia. En la Escuela enseñaban maestros del Reich alemán, auténticos nazis. Al concluir sus estudios Matz quizás había recibido, de paso, una capacitación en finanzas, pero sobre todo recibió una formación de nazi – un lavado de cerebro planificado. Cuando salió de la escuela, Matz era un nazi fervoroso, un convertido. Ladraba consignas antisemitas, era inalcanzable como un débil mental. Mi abuelo lo reprendió repetidas veces, diciéndole que debía toda su fortuna sólo a los créditos de hombres de negocios judíos amigos suyos. Y al ver que esto no servía de nada, lo abofeteó varias veces. Pero a su hijo le habían trastornado el juicio. Jugaba a ser el ideólogo de la aldea, vejaba a los muchachos de su edad que se negaban a ir al frente. En el ejército rumano ocupaba un puesto de oficinista. Pero de la teoría quiso pasar a la práctica. Se presentó voluntario en las SS, quería ir al frente. Unos meses después regresó a casa para casarse.

Tras haber sido testigo de los crímenes en el frente, aprovechó una fórmula mágica válida para escaparse unos días de la guerra. Esa fórmula mágica era: permiso por boda.

Mi abuela tenía dos fotos de su hijo Matz en el fondo de un cajón, una foto de la boda y una foto de la muerte. En la foto de la boda se ve una novia vestida de blanco, una mano más alta que él, esbelta y seria, una virgen de yeso. Sobre su cabeza hay una corona de cera como hojas nevadas. Junto a ella está Matz con su uniforme nazi. En vez de ser un novio, es un soldado. Un soldado de la boda y su propio último soldado de la patria. Apenas volvió al frente, llegó la foto de la muerte. Y en ella un último soldado destrozado por una mina. La foto de la muerte es del tamaño de una mano, un campo negro, en el centro un paño blanco con un montoncito gris de restos humanos. Sobre el fondo negro, el paño blanco parece tan pequeño como un pañuelo de niño cuyo cuadrado blanco tiene pintado en el centro un dibujo extraño. Para mi abuela esa foto también tenía su híbrido. En el pañuelo blanco había un nazi muerto, en su memoria, un hijo vivo. Mi abuela dejó esa doble foto todos aquellos años en su devocionario. Rezaba cada día. Probablemente sus oraciones también tenían doble fondo. Probablemente seguían el hiato entre el hijo querido y el nazi obcecado y pedían también al Señor Dios que hiciera el espagat de amar a ese hijo y perdonar al nazi.

Mi abuelo había sido soldado en la Primera Guerra Mundial. Sabía de qué estaba hablando cuando decía a menudo y en tono amargo, refiriéndose a su hijo Matz: Sí, cuando ondean al viento las banderas, el juicio se pierde en las trompetas. Esta advertencia también era aplicable a la siguiente dictadura, en la que me tocó vivir a mí misma. A diario se veía cómo el juicio de los pequeños y grandes oportunistas se perdía en las trompetas. Yo decidí no tocar la trompeta.
Pero de niña tuve que aprender a tocar el acordeón contra mi voluntad. Pues en la casa se había quedado el acordeón rojo de Matz, el soldado muerto. Las correas del acordeón eran demasiado largas para mí, y para que no se resbalaran por mis hombros, el maestro de acordeón me las ataba a la espalda con un pañuelo.

Se puede decir que precisamente los objetos más pequeños, ya sean trompetas, acordeones o pañuelos, terminan atando las cosas más dispares en la vida; que los objetos giran y, en sus desviaciones, tienen algo que obedece a las repeticiones, al círculo vicioso. Uno puede creerlo, mas no decirlo. Pero lo que no puede decirse, puede escribirse. Porque la escritura es un quehacer mudo, un trabajo que va de la cabeza a la mano. De la boca se prescinde. En la dictadura yo hablaba mucho, sobre todo porque había decidido no tocar la trompeta. La mayoría de las veces, hablar tenía consecuencias intolerables. Pero la escritura empezó en el silencio, en aquella escalera de la fábrica donde tuve que sopesar y decidir conmigo misma más cosas de las que podían decirse. El acontecer ya no podía articularse en palabras. A lo sumo los añadidos externos, mas no su dimensión. Esta yo sólo podía deletrearla en mi cabeza, en silencio, en el círculo vicioso de las palabras al escribir. Reaccionaba ante el miedo a la muerte con hambre de vida. Era un hambre de palabras. Sólo el torbellino de las palabras podía captar mi estado y deletreaba lo que no podía decirse con la boca. Yo iba detrás de lo vivido en el círculo vicioso de las palabras, hasta que aparecía algo que no había conocido antes. Paralelamente a la realidad entraba en acción la pantomima de las palabras, que no respeta dimensiones reales, reduce las cosas principales y aumenta las secundarias. El círculo vicioso de las palabras confiere de buenas a primeras una especie de lógica maldita a lo vivido. La pantomima es furiosa y permanece atemorizada y tan adicta como hastiada. El tema dictadura surge ahí espontáneamente, porque la naturalidad ya nunca regresa cuando a uno se la han robado casi por completo. El tema está implícito ahí, pero las palabras se apoderan de mí y llevan al tema adonde quieren. Ya nada es cierto y todo es verdad.

Como chiste malo sobre la escalera estaba yo tan sola como en aquella época, en que de niña, cuidaba vacas en el valle del río. Comía hojas y flores para formar parte de ellas, porque ellas sabían cómo se vive y yo no. Me dirigía a ellas dándoles un nombre. El nombre cardo lechoso debía ser realmente la planta espinosa con leche en los tallos. Pero la planta no escuchaba el nombre cardo lechoso. Entonces yo lo intentaba con nombres inventados: COSTILLA ESPINOSA, CUELLO DE AGUJA, en los que no figuraban ni cardo ni lechoso. En el engaño de todos los nombres falsos ante la planta verdadera se abría el agujero hacia el vacío. La situación ridícula de hablar a solas en voz alta conmigo y no con la planta. Pero la situación ridícula me hacía bien. Yo cuidaba vacas y el sonido de las palabras me protegía. Sentía:

Cada palabra en el rostro
sabe algo del círculo vicioso
y no lo dice

El sonido de las palabras sabe que debe engañar, porque los objetos engañan con su material, y los sentimientos, con sus gestos. En el punto de intersección del engaño de los materiales y de los gestos se instala el sonido de las palabras con su verdad inventada. Al escribir no puede hablarse de confianza, sino más bien de la honestidad del engaño.
Por entonces, en la fábrica, cuando yo era un chiste malo sobre la escalera, y el pañuelo, mi oficina, también encontré en el diccionario la hermosa palabra INTERÉS ESCALONADO, que designa las tasas de interés de un préstamo que van subiendo por tramos. Las tasas de interés son para uno gastos y para otro, ingresos. Al escribir acaban siendo ambas cosas, cuanto más voy ahondando en el texto. Cuanto más me expolia lo escrito, tanto más muestra a lo vivido lo que no había en el vivir. Sólo las palabras lo descubren, porque antes no lo conocían. Allí donde sorprenden a lo vivido es donde mejor lo reflejan. Se vuelven tan apremiantes que lo vivido debe aferrarse a ellas para no deshacerse.

Me parece que los objetos no conocen su material, que los gestos no conocen sus sentimientos y las palabras tampoco conocen la boca que las enuncia. Pero para asegurarnos nuestra propia existencia necesitamos los objetos, los gestos y las palabras. Cuanto más palabras nos es permitido usar, tanto más libres somos. Cuando se nos prohíbe la boca, intentamos afirmarnos con gestos e incluso con objetos. Son más difíciles de interpretar y permanecen un tiempo libres de sospecha. Y así pueden ayudarnos a convertir la humillación en una dignidad que permanece libre de sospecha por un tiempo.

Poco antes de mi emigración de Rumania, el policía de la aldea vino un día muy de mañana a llevarse a mi madre. Ella estaba ya en la puerta cuando se le ocurrió la pregunta: ¿TIENES UN PAÑUELO? Y no lo tenía. Aunque el policía se mostró impaciente, ella volvió a entrar en la casa y sacó un pañuelo. En la comisaría el policía estalló en gritos e improperios. Los conocimientos de rumano de mi madre no bastaban para que comprendiera los rugidos del policía, que luego se marchó del despacho y cerró la puerta con llave desde fuera. Mi madre se pasó el día entero encerrada allí. Las primeras horas sentada a la mesa, llorando. Después empezó a ir de un lado para otro y a limpiar el polvo de los muebles con el pañuelo empapado en lágrimas. Por último cogió el cubo de agua del rincón y la toalla que colgaba de un clavo en la pared y fregó el piso. Me quedé aterrada cuando me lo contó. ¿Cómo has podido fregarle el despacho a ese individuo?, le pregunté. Y ella me respondió, sin ningún reparo: quería hacer algo para matar el tiempo. Y el despacho estaba tan mugriento. Hice bien en llevarme uno de los pañuelos de hombre, grandes.
Sólo entonces comprendí que con esa humillación adicional, pero voluntaria, se había proporcionado dignidad en aquel arresto. En un collage busqué palabras para formularlo:

Yo pensaba en la rosa vigorosa en el corazón
en el alma inservible como un colador
pero el propietario preguntó:
¿quién se acaba imponiendo?
yo dije: salvar el pellejo
él gritó: el pellejo es
sólo una mancha de la batista ofendida
sin juicio.

Me gustaría poder decir una frase para todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días, hasta hoy, son despojados de su dignidad, aunque sea una frase con la palabra pañuelo, aunque sea la pregunta: ¿TENÉIS UN PAÑUELO?

Puede ser que, desde siempre, la pregunta por el pañuelo no se refiera en absoluto al pañuelo, sino a la extrema soledad del ser humano.

Traducido por Juan José del Solar Bardelli. Tomado del Diario El País de España.7 diciembre de 2009
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* Discurso previo de la escritora rumano-alemana en Estocolmo por el premio Nobel de Literatura 2009.7 diciembre de 2009

lunes, diciembre 07, 2009
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