El fin de la Historia llega a Túnez

"La “Revolución del Jazmín” de Túnez aún no ha concluido, pero ya podemos ver las enseñanzas sobre la democracia y la democratización que de ella se desprenden y que se extienden hasta muy lejos del Magreb."


Tunez comprueba la tesis de Fukuyama

por Pierre Buhler

La “Revolución del Jazmín” de Túnez aún no ha concluido, pero ya podemos ver las enseñanzas sobre la democracia y la democratización que de ella se desprenden y que se extienden hasta muy lejos del Magreb.


Para poner en perspectiva histórica la Revolución del Jazmín, debemos recordar el 4 de junio de 1989, aquel domingo decisivo en el que los polacos expulsaron a los comunistas del poder con sus votos y, en el otro extremo de Eurasia, el Partido Comunista de China aplastó un incipiente movimiento democrático en la plaza de Tiananmen. Retrospectivamente, aquel día parece una encrucijada en el camino de la historia humana. Una vía conducía a la desaparición del comunismo y a un nuevo nacimiento de la libertad y la democracia –a veces sangriento y doloroso– en Europa. La otra trazaba un rumbo divergente, por el que China permanecía sometida al partido gobernante, pero creaba prosperidad para unas masas empobrecidas mediante un asombroso crecimiento sostenido.

Mientras transcurría el revolucionario año de 1989, Francis Fukuyama meditó, profética pero polémicamente, sobre si la vía elegida en Europa presagiaba el “fin de la Historia”. Siguiendo a Hegel, Fukuyama sostuvo que la Historia seguía una dirección –y conducía a un destino determinado– por dos razones. En primer lugar, la incesante difusión de la tecnología y del orden económico liberal, que tiene un efecto homogeneizador. En segundo lugar, la hegeliana “lucha por el reconocimiento” ha sido una poderosa fuerza rectora de la Humanidad, hasta el punto de conducir a innumerables individuos al sacrificio final.

Pero, mientras que existía un convencimiento generalizado de que el comunismo no era otra cosa que un callejón sin salida, el éxito económico de China y la violenta reacción autoritaria en Rusia tras la marcha de Borís Yeltsin del Kremlin hace un decenio, inspiró un análisis más pesimista. Aparecieron teorías sobre un “retroceso democrático” y hubo un resurgimiento de las “grandes potencias autoritarias” para revelar el potencial de sistemas que combinaban el nacionalismo con el capitalismo dirigido por el Estado, que propiciaba el crecimiento.
Algunos sostenían que el gobierno autoritario brindaba una vía mucho más segura hacia el bienestar que la democracia, otros ensalzaban las virtudes de los “valores asiáticos” y otros más afirmaban que la democracia en el mundo árabe o musulmán no haría otra cosa que preparar el terreno para que tomaran el poder los fundamentalistas islámicos. No es de extrañar que los autócratas de todo el mundo hicieran suyas esas opiniones.
Pero el mensaje de la Revolución del Jazmín de Túnez resuena bien alto y claro: el de democracia –y el del orden político en que está enraizada– no es un simple concepto occidental (ni una conspiración occidental), sino que ejerce una atracción universal, impulsada por el ansia de “reconocimiento”. Además, se puede establecer en una fase temprana de la modernización de un país.

Desde luego, con un gobierno autoritario se puede gestionar las fases tempranas de la industrialización, pero una “economía del conocimiento” no puede funcionar con mentes amordazadas. Ni siquiera los más lúcidos gobernantes autoritarios pueden gestionar la complejidad en esa escala… por no hablar de la corrupción que inevitablemente se cría en las protegidas sombras de la autocracia.

Para desmontar el “mito del renacimiento autocrático”, los politólogos americanos Daniel Deudney y John Ikenberry han examinado los casos de China y Rusia y han encontrado “pocas pruebas del surgimiento de un equilibrio estable entre el capitalismo y la autocracia que pudiera dignificar esa combinación como nuevo modelo de modernidad”. Si bien ninguno de los dos países cumple las condiciones para que se lo considere una democracia liberal, los dos “son mucho más liberales y democráticos que nunca y están surgiendo en ellos muchos de los fundamentos decisivos para una democracia liberal sostenible”, mientras que un obstáculo principal es las fuerzas centrífugas que la democracia podría desencadenar.

Pero la mayoría de los países que no cargan con esa amenaza se han incorporado discreta o espectacularmente al orden liberal en los últimos decenios. Países asiáticos, como, por ejemplo, el Japón, Corea del Sur, Taiwán e Indonesia lo han hecho sin que sus supuestos “valores asiáticos” se lo hayan entorpecido.

Asimismo, América Latina, que en tiempos fue el terreno de juego de innumerables “juntas” y “golpes “, está ahora asentada en gran medida en el liberalismo político. Turquía está gobernada por un partido ligeramente islamista que respeta las reglas de la democracia y, en la primavera de 2009, la campaña presidencial en el Irán reveló un inmenso deseo de libertad.

Lo que resulta evidente de esos casos es que el desarrollo activa los dos cauces que, según Fukuyama, avanza la Historia: el cambio tecnológico y económico acumulativo y el deseo de reconocimiento. Los dos fomentan la habilitación individual, que es la puerta de entrada a la libertad y la democracia. Las vías difieren según los países, los reveses no escasean y pueden ser necesarios decenios para su consecución, pero el salto puede darse cuando las circunstancias están maduras… como en Túnez.

De hecho, la Revolución del Jazmín encarna todos los postulados del orden político liberal que ha estado defendiendo Occidente desde la Carta Atlántica de 1941: un anhelo de libertad, oportunidad y Estado de derecho. Además, la revolución de Túnez ha sido autóctona y no importada, como parte de un cambio de régimen por la fuerza.

Así, pues, el pueblo tunecino, encabezado por una clase media frustrada que se ha negado a dejarse intimidar, ha dado un saludable aviso sobre las fuerzas apremiantes y constantes que hoy en día impulsan el comportamiento de las personas y las naciones. Ilustran el efecto catalítico de la conectividad digital (claramente visible también entre las “clases que se comunican por Twitter” en China) y podrían infundir valor a otros pueblos árabes, como podría estar ocurriendo en Egipto, para exigir rendición de cuentas a sus gobernantes.

Sea cual fuere el resultado en Túnez, quienes, parafraseando a Woodrow Wilson, creen que la democracia hace que el mundo sea un lugar más seguro –y que con más democracia lo sea aún más– tienen toda clase de razones para alegrarse de un acontecimiento tan halagüeño.

Pierre Buhler, ex diplomático francés, fue profesor adjunto en Sciences Po de París.
Copyright: Project Syndicate/Instituto de Ciencias Humanas, 2011. www.project-syndicate.org

Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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Las raíces burguesas de la Revolución de Túnez

Tunez está en peligro

por Michel Rocard 
Túnez, uno de los 22 miembros de la Liga Árabe, está sumido en una crisis severa y profunda, si bien posiblemente tenga una resolución favorable. Es el país más pequeño del norte de África, pues su superficie es de 163.000 kilómetros cuadrados –más o menos el doble de la de Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo– y tiene una población de 10,5 millones de habitantes.

Además, tiene mucho encanto y moderación en cuanto al clima, la historia y la cultura. En tiempos fue el pilar del dinamismo cultural y la influencia de la República y del Imperio romanos. Fue la primera región africana cristianizada, la tierra de San Agustín y la fuente principal del evangelismo católico en África. Originalmente, era sobre todo bereber y fue conquistada por los árabes e islamizada y durante siglos fue una colonia de la Sublime Puerta y, por tanto, turca.

Pasó a ser un protectorado francés, no una colonia –como en el caso de la vecina Argelia– en el siglo XIX. Esa diferencia explica la preservación, relativamente mayor, de las estructuras sociales y las tradiciones locales de Túnez.

Tras lograr la independencia en 1956, Túnez adoptó una constitución republicana de estilo francés, que estableció un sistema de gobierno presidencial. El primer presidente, Habib Burguiba, fue el dirigente del movimiento de liberación, que se alzó con la victoria mucho más rápidamente –y de forma mucho menos violenta– que su homólogo de Argelia. Burguiba, dirigente muy occidentalizado, mantuvo el carácter secular del Estado que heredó de Francia, así como muchos de sus vínculos económicos con Occidente (en particular, con Francia, naturalmente), de forma mucho más decidida que Argelia, después de conseguir la independencia.

Algunos escasos intentos por parte de grupos marxistas de tomar el poder a los largo de los años fracasaron. A diferencia de otros países africanos o de Oriente Medio, Túnez siguió siendo en gran medida un país de libre empresa, que permitió cierto desarrollo industrial. En los últimos años, ha llegado a ser el principal exportador de productos industriales de África, al obtener mejores resultados incluso que Sudáfrica y Egipto.

En 1987, la salud del anciano Burguiba se deterioró demasiado para que pudiera continuar en su cargo. Su ministro de Interior, Zine el Abidine Ben Ali, una vez que fue nombrado Primer Ministro, no tardó en lograr que se declarara a Burguiba incapacitado y lo desalojó de la presidencia.

El nuevo dirigente ya se había hecho notar por haber reprimido el movimiento islámico, política que intensificó después de pasar a ser Presidente. Los ciudadanos tunecinos no musulmanes y seculares –y una gran parte de la opinión mundial, Francia en particular– se lo agradecieron. Excusaron la brutalidad que entrañaba la política de Ben Ali, al respaldar los resultados sin observar ni discutir los medios con los que se lograban.

Pero dichos medios acabaron conduciendo a la supresión casi total de toda libertad de expresión en Túnez: prensa censurada, encarcelamiento de periodistas, procesamientos políticos y detenciones arbitrarias en todos los círculos de la sociedad y no sólo en los que tenían vínculos con el movimiento islámico. El objetivo era el de suprimir todas las formas de oposición democrática.

Al final, el régimen de Ben Ali se convirtió en una simple dictadura. Su familia y él crearon imperios en la economía local, acaparando casi todos los sectores y creando una fortuna para sí mismos.

Pero se mantuvo la política de industrialización. Surgió una clase media auténtica, comparable con la de Egipto y a diferencia de cualquier otro país árabe, con la posible excepción de Marruecos.

Y después, como ocurrió en todos los demás países, la crisis económica mundial que comenzó en 2008 limitó el crecimiento y alimentó las tensiones sociales. Como la prensa y el Parlamento estaban amordazados, la única forma de aliviar dichas tensiones era la de salir a la calle.

La policía disparó a la multitud en varias ocasiones, pero resultó ser demasiado débil para intimidar a los manifestantes. El momento decisivo se produjo cuando el ejército se abstuvo de reprimir las protestas. Una vez que quedó clara la negativa del ejército a apoyar a su régimen, Ben Ali huyó a Arabia Saudí, después de que Francia se negara a acogerlo en el exilio.

Durante un corto período, hubo la esperanza de un gobierno de unidad nacional, en el que los restos del gabinete de Ben Ali y la oposición se unirían para preparar unas elecciones presidenciales, pero un público furioso no quiso saber nada con eso. La única opción que quedaba era una coalición compuesta de las antiguas oposiciones, que, dada la ausencia de un marco institucional respetado, hará que el regreso a la estabilidad sea lento, difícil y peligroso.

Así, pues, Túnez está en peligro. El islamismo podría acabar alzándose con la victoria, pero también es posible que Túnez esté experimentando la primera revolución “burguesa” del mundo árabe. De ser así, el levantamiento de Túnez podría ser un acontecimiento que provocara un cambio en toda la región.


Michel Rocard es ex Primer Ministro de Francia y ex dirigente del Partido Socialista.
Copyright: Project Syndicate, 2011.
www.project-syndicate.org
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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Las palabras sí importan

El cambio más notable desde la trágica masacre en Tucson (Arizona) del 8 de enero ha sido el modesto resurgimiento de un discurso político más cortés.



por Marcela Sánchez
Algunos han clamado por leyes más estrictas de control de armas, al menos en la venta de pistolas semiautomáticas. Otros se han enfocado en la necesidad de mejorar el sistema de salud mental. Y muchos más han deseado un respiro en medio de las maliciosas peroratas políticas que contaminan los medios electrónicos.


Hasta ahora, sin embargo, el cambio más notable desde la trágica masacre en Tucson (Arizona) del 8 de enero ha sido el modesto resurgimiento de un discurso político más cortés. La nueva sesión del Congreso, que debía comenzar con un debate extremadamente contencioso en torno a la propuesta republicana de revocar la reforma de salud del presidente Obama, empezó en cambio con llamados a la unidad y la reanudación del bipartidismo.

Probablemente, esa camaradería no dure mucho, pero es factible inferir que los políticos y sus redactores de discursos serán mucho más cuidadosos con las palabras que usan de lo que lo fueron antes del 8 de enero. Y ese no es un tributo insignificante a la memoria de los seis individuos que murieron y los 14 que resultaron heridos, incluida la representante de Arizona, Gabrielle Giffords.

Digo eso no porque crea que el lenguaje político agresivo necesariamente incita a la violencia.

Si lo hiciera, Venezuela habría hecho implosión durante los 11 años de mandato del presidente Hugo Chávez. Durante ese lapso, el país -donde casi la mitad de la población posee un arma- se ha convertido en uno de los países más polarizado políticamente en la historia reciente. Líderes antichavistas han pedido el asesinato del primer mandatario en los medios, mientras que el gobernante venezolano ha amenazado con usar tanques militares para contener a sus rivales. Apenas la semana pasada, Chávez recibió a los nuevos miembros de la oposición en la Asamblea General con la promesa de "triturarlos". A pesar de la acalorada retórica, Venezuela no ha visto tragedias como la de Arizona.

Tampoco creo que modificar el discurso político aminore la violencia.

Del otro lado de la frontera de Venezuela, en Colombia, la agresión política ha sido un rasgo permanente desde la independencia. Entre las décadas de 1940 y 1950, liberales y conservadores se mataron unos a otros por sus diferencias doctrinarias. Para poner fin al caos, líderes moderados de ambos bandos prometieron bajar el tono de la retórica, elevarse por encima de las divisiones partidistas y acordaron compartir el poder e intercalar su turno en la presidencia por casi dos décadas. Si bien el sectarismo se superó y ningún cura católico desde entonces ha dicho a sus feligreses que matar liberales no es pecado, este tipo de violencia persiste.

No obstante, al cambiar el discurso y cultivar un tono más cortés se crean las bases para elevarse por encima de la maldad detrás de una tragedia como la de Arizona y enfrentar las consiguientes decisiones. Como afirmó Obama durante el homenaje a las víctimas el 12 de enero: "Sólo un discurso público más cortés y honesto podrá ayudarnos a enfrentar nuestros retos como nación en una forma que enorgullecería" a las víctimas.

Algunos han argüido que es difícil extraer algún tipo de lección de un acto de violencia aislado - si bien despreciable, y que sugerir lo contrario es simplemente politizar la situación y profundizar más la polarización del país.

De hecho, algún día tal vez se demuestre que el presunto asesino, Jared Loughner, era inmune al clima político del día, de alguna forma sordo ante el mundo que lo rodea; y que Giffords, en realidad, no fue más que una persona en el momento y lugar equivocado.

Pero como advirtió en una entrevista Francisco Leal, sociólogo y profesor honorario de las universidades Nacional y Los Andes en Colombia, una manera como las sociedades ignoran retos graves es explicar masacres como la de Arizona en términos de "manzanas podridas". Para Leal, hoy en día una acumulación de factores en Estados Unidos - racismo, recesión económica, obstruccionismo político, indulgentes leyes de control de armas - están creando un "caldo de cultivo" para más actos de violencia.

Tras lo que pasó en Tucson, algunos han lamentado que el poder de las palabras fuera una gran influencia para una mente trastornada. Pero eso es como lamentar que el sol brille.

La palabra es poderosa por naturaleza. Para quienes escogimos ganarnos la vida escribiendo, es precisamente esa capacidad de hacer bien lo que nos atrae. Alguna vez el premio Nobel de LiteraturaGabriel García Márquez, confesó que eligió su oficio porque conduce "a lo único que me ha interesado desde niño: que mis amigos me quieran más".

Imagínense que maravilla sería que los políticos estadounidenses escogieran sus palabras ahora con un objetivo similar: ganarse el respeto de sus amigos - y también de sus rivales. Como lo sugirió Obama en su discurso en Tucson, si bien las palabras pueden herir, también puede ser utilizadas para sanar.

Marcela Sánchez ejerce el periodismo en Washington desde comienzos de los noventa. Esta es su columna semanal