Cartaya bajo el sol de Ortiz


Me tocó representar a Cartaya, el viejo masón y librepensador, ese personaje que camina entre las ruinas con la dignidad de quien ha perdido todo menos la memoria.


Por José Obswaldo Pérez

Eran finales de los años ochenta y el sol caía oblicuo sobre la plaza Bolívar de Ortiz. El calor parecía inmóvil, como si él también esperara que comenzara la función. En el aire flotaba una mezcla de nerviosismo estudiantil y solemnidad improvisada. Aquella mañana no era como las demás: se celebraba el aniversario de la Unidad Educativa Beatriz de Rodríguez y, sobre todo, la publicación de Casas Muertas, esa novela que, sin saberlo del todo, ya me habitaba.

Me tocó representar a Cartaya, el viejo masón y librepensador, ese personaje que camina entre las ruinas con la dignidad de quien ha perdido todo menos la memoria. Me ajustaron un sombrero de pelo e’ guama, me colocaron un frac negro y un bigote postizo que picaba como si quisiera recordarme que el personaje no era cómodo, ni debía serlo. Yo, adolescente aún, me sentía convocado por algo más grande que una simple actuación escolar. Era como si, por un instante, me hubieran prestado una voz antigua para decir algo que aún no sabía qué quería decir.

Dianit Salgado, en el papel de Carmen Rosa, llevaba un vestido blanco que parecía resistirse al polvo de la calle. Caminaba con una delicadeza que contrastaba con la aridez del escenario, como si aún creyera en la posibilidad de ternura en medio de tanta desolación. Gómez Daboin, como el padre Pernía, imponía una gravedad que no era sólo teatral: su voz tenía el tono de los sermones que aún se escuchaban en las paredes de la iglesia del pueblo. Y yo, en medio de ambos, era Cartaya: el que recuerda, el que duda, el que no se resigna.

No sé si actuábamos bien. Tal vez no importaba. Lo que sí recuerdo.

Luis Alberto Crespo, invitado especial, nos miraba con esa mezcla de ternura y severidad que tienen los poetas cuando reconocen una llama. No recuerdo sus palabras exactas, pero sí su mirada: como si supiera que, en ese instante, algo se había sellado en mí.

Años más tarde, en los pasillos de Venpress, bajo la dirección de nuestro querido Humberto “Camuco” Álvarez , paisano y amigo, volvimos a cruzarnos. Ya no era el muchacho que temblaba bajo el sombrero de Cartaya, pero seguía siendo el mismo: alguien que buscaba en la palabra un refugio, una trinchera, una casa. Allí, entre cables informativos y titulares por venir, Luis Alberto y yo comulgamos silencios llenos de literatura, en momentos de compartir una noticia o una chanza del momento. La sala de redacción tenía su propio ritmo, pero la poesía, el relato y los libros encontraban momentos para colarse en un rincón entre teclas y tazas de café.

Hoy, al ver esta fotografía, comprendo que no fue sólo una actuación estudiantil. Fue un rito de iniciación. Cartaya no se fue de Ortiz: vive en cada palabra que escribo, en cada archivo que desentierro, en cada fuego cotidiano que intento avivar.


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