Un paseo por las Casas Muertas

De niño, cuando viajabamos cada mes de julio al hato de papá bordeabamos el pueblo de Ortíz, que era un punto obligado en la ruta a la propiedad. Invariablemente me asomaba por la ventana del "Opel" que conducía mamá y me asombraba al ver aquellas altas, blancas y sólidas caserones coloniales de techos y muros derruidos y no podía entender como alguien pudo abandonar y entregar al basurero de la destrucción lo que a todas vistas habia sido y seguia siendo pese a su postración una verdadera joya arquitectonica sin par.



Por Daniel R Scott

Cada vez que leo "Casas Muertas" de Miguel Otero Silva las impresiones que recibo son inagotables y muy hondas. Es una obra que no aburre, que no cansa, a la que siempre se le descubre la novedad, todo depende de tus estados de ánimo o inquietudes intelectuales a la hora de leerla: te indignas viendo el ignominioso camino de Palenque, arrastras los pies en el cortejo funebre que lleva a Sebastian al cementerio, me maravilla el extinto esplendor de "la Rosa de los Llanos", me asusto en las noches sin luna con los relatos de Hermelinda y el señor Cartaya o, simplemente, para no extender la lista de impresiones, me solazo en la bella prosa y en la técnica narrativa del autor, quien además obtuvo por sus lides periodisticas el "Premio Nacional de Periodismo".


Dice la contraportada del nuevo formato de la obra que llegó a mis manos (y que incluye tambien "Oficina No 1") que la novela "traza un crudo relato del deterioro de Ortiz, un pueblo de los llanos venezolanos que va quedando en el olvido a consecuencia de las guerras civiles, las enfermedades y el descuido del gobierno de la época". En otra parte que no recuerdo pude leer: "El paludismo fue endémico en este sector durante muchos años, originando la decadencia de la localidad que en tiempos coloniales habia alcanzado notables desarrollo; lo atestiguan las antiguas casas que aun se sostienen".

"Las antiguas casas que aun se sostienen". De niño, cuando viajabamos cada mes de julio al hato de papá bordeabamos el pueblo de Ortíz, que era un punto obligado en la ruta a la propiedad. Invariablemente me asomaba por la ventana del "Opel" que conducía mamá y me asombraba al ver aquellas altas, blancas y sólidas caserones coloniales de techos y muros derruidos y no podía entender como alguien pudo abandonar y entregar al basurero de la destrucción lo que a todas vistas habia sido y seguia siendo pese a su postración una verdadera joya arquitectonica sin par. Nadie me explicaba lo que yo queria saber: ¿como un pueblo tan hermoso, como venido cual fantasma de una época dorada, habia sido entregado al silencio, la desolación y la ruina? Yo queria saberlo pero nadie me lo explicaba...
"Las antiguas casas que aun se sostienen". En agosto de 2006 viaje con mi esposa al pueblo de Ortíz. Visitamos a una amiga que vivia por los lados de la manga de coleo. Luego de los saludos, del como estas, del "¿podrías darme un vaso de agua por favor?" las dejé hablando sus cosas de mujeres y me escabullí del lugar armado de una camara fotográfica para recorrer las calles, a ver que podía capturar y darle cadena perpetua con la lente. "No veras mucho" advirtió mi amiga. "Todo se ha derrumbado o lo han derribado". No tuve que andar mucho para comprobarlo. Sin embargo la nostalgia por los tiempos no vividos me llevó a tomarle fotos a algunos escombros que aun mantenian su dignidad señorial y al cementerio colonial donde reposan, reposaban o intentan reposar muertos anónimos bajo lápidas anónimas, sin ningún tipo de nombre o identificación. Quiso la fatalidad ensañarse contra este lugar y pasar con la fuerza destructiva de un tornado, borrando todo rastro de identidad.
Recuerdo la historia de los jóvenes de un colegio cercano que se les ocurrió la perversa idea de profanar una de estas tumbas, las que parecen gavetas selladas. Cuando al fin, tras golpear y golpear con una piedra, lograron abrir un boquete lo suficientemente grande como para que entraran la luz y las miradas curiosas de los muchachos, vieron el esqueleto intacto y limpio de una mujer. Su cabellera, abundante y larga, habia sido primorosamente arreglada en las formas de dos trenzas que reposaban sobre su pecho en haciendo una X. perfecta. Llevaba encima algunos ornamentos de oro. Sin duda se trataba de alguien importante, dijeran los arqueologos de la "National Geographic". Los jovenes, temerosos, no quisieron ver más y se marcharon del lugar con la convicción tardía de que habían cometido un sacrilegio, dejandole a otros con menos escrúpulos las ganancias de su hallazgo, pero en lo único que yo pienso desde que supe la historieta es en la mano tierna y solícita que le arreglo prolijamente el cabello a esta mujer indudablemente hermosa que acababa de exhalar el último suspiro victima del paludismo, de la perniciosa o la hematuria. O quizá murió en la edad de oro del pueblo.
Entre foto y foto no pude menos que preguntar: ¿Cual el nombre de esta joven o matrona distinguida? ¿Sus sueños, sus ambiciones? ¿Y cual el nombre de las manos que la acicalaron con ternura para su último viaje? Quizá fue su madre, o la hermana, y quien sabe si su marido. ¿Que sintió cuando le obsequiaron las joyas que se llevó consigo a las sombras del sepulcro? Al ver con ojos hermosos saturados de los ocasos y los amaneceres del llano el áureo brillo del collar y del brazalete le diria a su esposo: "Oh gracias amor!". O la historia es otra y ella habrá dicho más de una vez a las distinguidas damas de una próspera Ortiz: "Estos ornamentos los heredé de mi madre y ésta a su vez las heredó de mi abuela". O sería la esposa de Pedro Loreto, amante también de Juan Ramón Rondón. Pero son conjeturas, la historia de la mujer se perdió. ¡Cuantas historias ocultas para siempre, confundidas como simple abono en el polvo de esta necróplis! Al terminar la sesión de fotos no podía menos que sobrecogerme pensando que los personajes y héroes de los relatos de Hermelinda y del señor Cartaya están sepultados en este "viejo y lujoso camposanto cuyos altivos túmulos abandonados podían verse aún, asomados entre cujíes y chaparrales" (Miguel Otero Silva) "Las antiguas casas que aun se sostienen". Regresamos ya al atardecer. Una punzada en el alma, la nostalgia dejando caer una lagrima en el silencio, las endechas de una tristeza resignada. ¿Cuantas Republicas nos han hecho llevar a cuestas como una cruz? Y todavía hoy seguimos "refundando" Republicas. Muy bien, pero...¿Qué pasó con la memoria histórica de nuestro pueblo? ¿Cuales las iniciativas para preservar el patrimonio arquitectónico de Ortíz y de todo el país? Un pueblo fue inmortalizado por la pluma maestra de un Miguel Otero Silva y aun eso no basta para que el gobierno, los gobiernos o como ellos quieran llamarse se tomen en serio no su restauración parcial sino total.
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Desgraciadamente desde 1830 hasta este nuestro 2008 el único patrimonio que se ha logrado rescatar y restaurar son las ansias de poder político, el mesianismo ramplón, el culto a la personalidad y una especie de estupidez criolla.
26 de Febrero de 2008
*Escritor y bibliotecario

SIN FIDEL, CUBA NO ES LA MISMA

José Obswaldo Pérez

Después de diecinueve meses de convaleciente postoperatoria, el último dinosaurio del planeta, Fidel Castro Ruz, ha renunciado a sus cargos de suprema jerarquía en el gobierno de Cuba. La noticia, aún fresca, ha recorrido el mundo. Los comments corren con muchas lecturas, entre ellas el adelanto de su entierro político. Fidel se ha convertido en un muerto (y en la isla se quiere sacudir de él). Ayer, entre tragos de cerveza, en un restaurante chino de la avenida Bolívar de la apacible ciudad de San Juan de los Morros, dos amigos míos, Arturo Álvarez D` Armas y Jeroh Montilla, hablábamos de los cambios que se avecinan en la isla. Desde luego, manejando escenarios.

Arturo Álvarez que conoce a Cuba y que tiene contacto con amigos cubanos nos acotaba que en la isla caribeña se vienen suscitando cambios lentos que no se pueden percibir a simple vista. Pero cambios al fin e importantes que se vienen sincronizando con los tiempos. Dentro del partido comunista cubano existen tres corrientes de lucha interna: una que promueve el continuismo fidelista y que todo quede igual; otra que plantea reforma aperturistas, pero dentro de la estructura del partido, quizás sea la tesis de Raúl Castro.

Hace más de un año, Castro Ruz traspaso la presidencia federal de Cuba a su hermano Raúl. Desde entonces, Raúl ha llevado las riendas de la isla con un papel de líder cada vez más consolidado y una batalla emprendida, atajar los problemas económicos, la falta de recursos, reduciendo el peso político. Mientras el jefe de la revolución se mantuvó presente en el día a día de los cubanos a través de más de una treintena de 'reflexiones' publicadas en medios oficiales sobre los temas más diversos, en las que no ha hecho mención alguna al trabajo de su hermano al frente del país.

Desde ese lapso de tiempo, el régimen comunista demostró que Fidel Castro no es indispensable para que funcione el sistema. La vida en Cuba no se ha limitado a la figura de Fidel. Cuando todo hacia pensar que llegada esta situación el país antillano se bloquearía adueñada del caos, la normalidad con que han transcurrido los últimos meses ha sorprendido al escenario internacional.

Cuba sigue su ritmo apacible, tranquila y sin sobre saltos. Raúl comanda el destino de la isla caribeña, con una personalidad pragmática y discreta. Raúl no es igual a su hermano Fidel, él es poco hablador y parco en sus discursos. Aunque todo marcha tímidamente sobre esa especie de monarquía bananera, hoy se percibe entre el pueblo cubano un proceso de transito de un después de Fidel, ¿qué pasará? Por primera vez, el cubano habla de perspectivas, de futuro.

No podemos apostar que el comunismo cubano se acabará con la muerte de Fidel Castro (sino se ha muerto), pero algo se advierte en el futuro de la isla en los próximos años, una flexibilización del régimen. Quizás no en lo político por ahora, pero sí en lo económico. Raúl apuesta por la economía cubana y ya el gobierno interino está aplicando algunas pequeñas reformas económicas, especialmente en el área de la infraestructura turística. Los analistas sostienen que el régimen tendrá que sortear con cautela el “dulce aroma del consumismo”, algo que el stablishment tanto criticó. Ya se dice que los ministros y los altos jerarcas del partido comunista gozan de la dulce vita, más aún a costa del generoso gesto de nuestro petróleo venezolano.

Sin Fidel, Cuba no es la misma. Sólo quedara de ella la añoranza de su pasado, la mitología del hombre de la historia me absolverá, el orgullo y la vergüenza de un pueblo.

Pablo Morillo, un "pacificador" derrotado

Cinco años atrás arribó a las colonias con un ejército envidiable para cualquier general europeo: 15 mil hombres bien armados en 65 navíos, no eran precisamente una fuerza despreciable.

Pablo Morillo
por Fabio Solano
solanofabio@hotmail.com

El hombre de la levita negra se atusaba el grueso bigote, acodado en el pulido barandal del gran navío que avanzaba lentamente sobre las tranquilas aguas del Caribe. Su mirada se perdía en dirección al Este, hacia aquella costa donde había pasado cinco años de su vida, luchando en aquellas tierras feraces con gente indómita, rebelde y pendenciera. De alguna manera, aquellos sujetos que no eran ni negros ni blancos, ni españoles ni indios, sino una degeneración racial, lo enfrentaron y en varias ocasiones lo derrotaron. Eso siempre le sucede a los militares de carrera como él, que había salido de bien abajo, cuando recibió su grado de sargento en la batalla de Trafalgar.

Se podía decir que era militar de toda la vida, y como tal juzgaba a los hombres y los hechos, pero eso no quitaba que tuviera sus sentimientos y sus planes personales.

América quedaba atrás y con ellos los ahora llamados colombianos, gentilicio que al hombre de la cubierta del buque no le cuadraba: “Ya verán como esa alianza no le llega a nada a Bolívar. Si algo aprendí en estos largos cinco años es que los venezolanos, más que sus vecinos de la Nueva Granada, son insolentes, gente desordenada, que un día van tras un líder como Boves, y luego se cambian de bando y siguen a otro como sucedió con Páez. Se alzan aquí y allá, luego se quedan quietos durante un tiempo, pero después vuelven a las andadas. Los de al lado son más serios, pero más ladinos. Hablan bien, son mejor educados que los llaneros, pero igual son traicioneros: Hoy dicen sí y mañana hacen lo que mejor les conviene, sin desmentirse, dando vueltas al asunto para acomodarlo a su manera. Estas republiquitas no llegarán a ningún lado, pero ese ya no será mi problema, porque me voy para nunca volver”.

Mientras el movimiento de la nave se sentía ahora más intenso, señal de que estaban por entrar en aguas encontradas, la mente de ese hombre de unos 45 años, remontaba el pasado, como si los años fueran olas a las cuales el casco del tiempo hendía irregularmente: A veces suavemente, a veces rompiendo violentamente cuando había oposición.

Cinco años atrás arribó a las colonias con un ejército envidiable para cualquier general europeo: 15 mil hombres bien armados en 65 navíos, no eran precisamente una fuerza despreciable.

Lo recordaba como si fuera ayer, habiendo salido en febrero de 1805, en agosto ya estaba en Cartagena. Si bien había tocado el nuevo territorio en una isla llamada Margarita, donde ganó una pequeña escaramuza, se dirigió a Nueva Granada para venir de allá para acá, arrasando con los rebeldes.

El asunto dio resultados y logró llegar a dominar parte el territorio, mas no del todo a aquellos hombres, que peleaban a veces como animales feroces, sin respetar las reglas básicas, como lo hacían los llaneros, montados a pelo, semidesnudos, pero bien eficientes con una lanza en la mano.

De los buenos recuerdos se llevaba en su haber sentimental a Valencia, la ciudad donde recuperó su vida. Había dirigido la batalla de La Puerta con un claro triunfo sobre las huestes de Bolívar, pero en mala hora recibió una de aquellas temibles lanzas en su vientre. Los conocedores de heridas le aconsejaron tener una temporada de recuperación, pues un lanzazo no se curaba rápidamente y por eso se quedó en aquella ciudad, la más grande de los alrededores, donde había establecido su cuartel general.

En verdad que los médicos hicieron un buen trabajo mientras él dirigía la guerra desde su puesto de convaleciente.

A Valencia le dejaba una torre en la Catedral y un puente que la gente comenzó a llamar con su nombre: El puente Morillo. “No está mal para un guerrero. En verdad los que construyeron aquel puente eran presos de la guerra, casi todos criollos, y uno que otro extranjero como aquel Uslar de Hannover, pero fue bajo mis órdenes que se levantó como una señal de progreso”.

Lo cierto era que se iba, meditaba el español, traspasando el mando a De La Torre. Las cosas no habían salido muy bien, y dejaba un territorio en manos de las fuerzas del Rey, aunque sospechaba que el asunto podía empeorar. Desde que conocí en persona a Bolívar, supe que en verdad era un líder. Claro que tenía que ser así luego de guerrear durante diez años, curtiéndose como dirigente militar. De esa manera se había formado él mismo en la guerra contra los franceses en España.

“Cuando hablé con Bolívar, en menos de 24 horas cambié de opinión sobre el enemigo: en el momento en que llegó a Santa Ana montado en una mula, con casaca y sombrero militar, con apenas diez oficiales, me impactó.

Al principio pensé que me había equivocado de rival, que aquel hombre pequeño no calzaba las botas de general, pero luego de los abrazos y de conversar con él por algunas horas, capté que era en verdad un jefe. Bebimos, comimos, hablamos y dormimos en el mismo cuarto. Luego se fue y nunca lo volví a ver”.

La verdad es que tuvo que encontrarse con aquel líder rebelde casi contra su voluntad, por orden del Rey, y como se sabe, un mandato de Su Majestad nunca se puede desobedecer. La culpa de todo aquel asunto la tuvo el comandante Riego, que se negó a traer nuevas tropas a pesar de que la Santa Alianza invirtió una buena cantidad para financiar la expedición.

Riego estaba al mando del batallón Asturias y en vez de salir con aquella expedición hacia La Colonia, se alzó contra el Rey y lo obligó a asumir la Constitución de 1812.

Los barcos nunca salieron y el mariscal Pablo Morillo se vio obligado a pactar una tregua que no fue tal, y a firmar un tratado de regularización de la guerra que nunca se cumplió. Bolívar y él sabían muy bien que en la guerra no valen papeles ni firmas, lo que vale es quién gana las batallas y quién controla territorio.

“De La Torre se va a llevar una sorpresa cuando vea cómo pelea esta gente. Veremos que hace, aunque ese ya no es mi problema”, se dijo el hombre de la balaustrada, para luego girar la mirada en sentido contrario, como lo hace un general en retirada. Allá estaba Europa, la civilización y su querida España.

Una expedición punitiva

En febrero de 1815 partió de Cádiz una expedición militar rumbo a América del Sur, cuyo objetivo inmediato y único era dominar a los rebeldes patriotas y recuperar para la corona española las colonias soliviantadas. Ese numeroso contingente estaba al mando del teniente general Pablo Morillo, un militar no de academia sino que venía de abajo, de ser sargento, y que había ascendido por méritos propios en batalla, en lo que se llamó la Guerra de Independencia de España.

Morillo contaba al momento de partir hacia el nuevo continente con 37 años de edad, un tanto maduro pero con la experiencia más que suficiente para comandar aquel ejército, muy grande en relación con los que se agrupaban en Nueva Granada y Venezuela. Este general había nacido en 1778 en la localidad de Fuentesecas, cerca de la población del Toro, en la provincia de Zamora. Tuvo una educación precaria, y fue pastor en su adolescencia, hasta que envuelto en un hecho no muy claro, se fue a Toro, donde sentó plaza en el Real Cuerpo de Marina. Bajo esa bandería participó en combate en varias ocasiones hasta que resultó herido, destacando en la batalla de Trafalgar al obtener el grado más alto posible para un suboficial, el de sargento, pues no había estudiado. Más de veinte años pasó inmerso en la milicia, tiempo durante el cual se casó y enviudó. Su destino parecía ser el de ser un oscuro sargento, hasta que a Napoleón se le ocurrió invadir España, lo cual a su vez provocó una guerra de independencia, donde Morillo pudo avanzar en su carrera militar.

Es así como en 1812 ya había pasado de teniente a capitán, y pronto era coronel, para al año siguiente obtener el grado de Mariscal de Campo, gracias a su perseverancia, acciones militares acertadas y valor demostrado en combate. Finalmente el Rey Fernando VII retomó el trono y recuperó su monarquía. Las fuerzas francesas no sólo habían sido expulsadas de España, sino que el propio Napoleón estaba fuera del poder, preso en una isla. Fue en ese momento cuando el monarca español miró hacia las colonias americanas y decidió que era la hora de recuperarlas, para volver al esplendor de la España imperial. El designado para esa misión no fue otro que el general Pablo Morillo, oficial eficiente, victorioso y sobre todo leal a la corona. Pronto se organizó el gran ejército expedicionario que devolvería las grandes riquezas de las colonias al reino ibérico. La misión era clara, y Morillo la tenía bien medida cuando dijo que iría a una guerra más peligrosa y más cruel de las que conocía con su amplia experiencia.

En abril de 1815 Morillo arribó a la isla de Margarita donde hubo alguna batalla menor, pero como todo el territorio costero de Venezuela estaba más o menos dominado por los realistas, pronto siguió su camino rumbo a Cartagena de Indias.

El plan era evidente: Desde la Nueva Granada iría avanzando hacia el nor-occidente hasta controlar la región que se había soliviantado por las acciones de Bolívar y los suyos.

Efectivamente en julio de ese mismo año el ejército de quince mil hombres, embarcado en 65 navíos, llegó Santa Marta y luego procedieron a sitiar a Cartagena. Desde el 17 de agosto al 5 de diciembre las tropas españolas atacaron a esta ciudad, la cual había sido muy bien fortificada y abastecida por los patriotas, así que de buenas a primeras los españoles no pudieron tomarla.

Pasados tres meses los cartaginenses ya no podían sostenerse y el 4 de diciembre, al contar 300 muertos por hambre y epidemia, decidieron abandonar la ciudad por barco, lo cual resultó bien a medias, pues el capitán los traicionó, entregándolos a los españoles.

Es en ese momento cuando el comando del ejército invasor tuvo su primera equivocación. El general Morillo, en vez de ser magnánimo con la población, de perdonar y auxiliar a los vencidos, en una falta garrafal de conocimiento de la realidad, se fue por el camino de la represión. Tan cruel fue el accionar del ibérico que aquel 1816 fue llamado “el año del terror”. Ganar el sitio y aplicar la crueldad fue uno solo: en los alrededores se ubicaba un pueblo conocido como Bocachica, del cual casi todos sus habitantes fueron pasados por las armas.

Luego procedió al fusilamiento de personas en la plaza de La Merced, y para la historia quedaron nueve dirigentes, de los más reconocidos en la ciudad, quienes fueron sometidos a juicio sin defensa y condenados a muerte.

Morillo comenzó a gobernar a sangre y fuego, pero aconsejado por asesores, decidió ofrecer la libertad a los esclavos negros si delataban a jefes revolucionarios. Esa propuesta hecha en Ocaña, en abril de 1816, surtió efecto y hubo varias traiciones.

Después en julio del mismo año Morillo llegó a Santa Fe de Bogotá, pero se negó a participar en el recibimiento que le habían preparado, dejando la ciudad engalanada. Allí llevó al patíbulo a conocidos miembros de la sociedad bogotana como Francisco José de Caldas, Camilo Torres, Joaquín Camacho, Miguel Pombo y muchos otros. Su crueldad no se limitaba a los revolucionarios que colgaba o fusilaba, sino que se extendía a esposas e hijos, a quienes sentenciaban al destierro, una vez que fueran despojados de todas sus propiedades, viviendas, haciendas o cualquier cosa que tuvieran. Según dicen los historiadores esta actitud de Pablo Morillo fue trascendental en contra de la propia España, pues con esta política del terror prácticamente inclinaba la balanza a favor de sus enemigos, los patriotas.

En Valencia

“Pacificada” Nueva Granada mediante el terror, con Bolívar exiliado en Jamaica, Morillo decidió seguir adelante con su plan de apoderarse de todo el territorio de las colonias y por eso dirigió sus tropas a Venezuela. A finales de 1816 dejó al mando en Bogotá a Manuel Sámano, y partió con su gran ejército entrando por Casanare y Apure. Durante todo el año 1817 estuvo enfrentando a los llaneros de Páez, a los patriotas en Margarita, perdiendo y ganando batallas, hasta que decidió irse contra Caracas, ciudad a la cual arribó a finales de año. Sin embargo no se detuvo allí, sino que fue a guerrear a Calabozo y luego pasó al centro del país.

En febrero de 1818 estableció su cuartel general en Valencia, ciudad donde estaría una buena temporada por cosas del destino. Un mes después de su llegada a la ciudad del Cabriales, Morillo enfrentó a Bolívar en el sitio de La Puerta, batalla llamada también del Semen, por una quebrada del mismo nombre. Si bien el español ganó la confrontación bélica, salió mal a nivel personal pues un lanzazo llanero le dio de lleno en su vientre, provocándole una profunda herida.

Los médicos le impusieron un extenso reposo, sobre todo en cuanto a prohibición de montar.

Morillo decidió entonces cumplir con el requerimiento de recuperación en Valencia y esa es la razón por la cual algunas obras fueron hechas bajo su gobierno, como la fachada de la iglesia Catedral y la torre de la esquina. Para la posteridad quedó el puente Morillo, que en aquella época era de suma importancia para conectar lo que hoy se conoce como San Blas con el centro de la ciudad, sobre el río Cabriales. Si bien Morillo y sus ingenieros realistas planificaron la obra, fue un venezolano, Francisco Arteaga, de profesión alarife, quien dirigió su construcción, con unos 200 presos de la guerra en plan de obreros. El puente fue culminado y con el tiempo fue llamado con el apellido del general español, por lo cual hoy todavía se le conoce como puente Morillo.

A propósito del puente cuentan las consejas, transmitidas de generación en generación, que en él trabajó como preso de los realistas el hannoveriano Juan Uslar, oficial que había llegado a Venezuela en los contingentes europeos para integrarse a las tropas insurgentes. Para solventar la comida de los presos-constructores, Morillo ordenó que cada familia valenciana debería asumir la entrega del almuerzo a uno de los presos, y a Uslar tocó una familia Hernández que habitaba en la Calle Real, la más importante de la ciudad (hoy calle Colombia).

Una joven llamada Dolores era quien llevaba la comida al oficial extranjero, quien a pesar de las pésimas condiciones de cautiverio, aherrojado con otro preso, tuvo el ánimo suficiente para enamorar a la muchacha, con quien dos años después se desposó. De esta unión ribeteada de romanticismo, como descendiente directo, años después nació el conocido escritor Arturo Uslar Pietri.

Todo parecía ir bien para el teniente general español, pero lo que creía un dominio férreo de las colonias inició su derrumbe el 7 de agosto del año siguiente, cuando los realistas, comandados por Barreiro, fueron destrozados por el ejército de Bolívar en la batalla de Boyacá. Como consecuencia Sámano huyó apresuradamente de Bogotá y el Libertador comenzó a avanzar desde Nueva Granada hacia Venezuela.

Al enterarse del desastre Morillo pidió ayuda a la corona, señalando en su carta que “Bolívar en un solo día acaba con el fruto de cinco años de campaña, y en una sola batalla reconquista lo que las tropas del rey ganaron en muchos combates.

Los llanos de Barcelona, los de Apure y Casanare, todos están en poder de los rebeldes...”

La respuesta de España es casi inmediata, y en 1820, con la ayuda de la Santa Alianza, organizó otro gran ejército para de nuevo invadir América, pero esta vez el asunto no funcionó. Si bien Fernando VII recuperó la corona, obvió que las ideas de la revolución francesa habían penetrado a la sociedad española, y cuando esa fuerza militar estaba a punto de zarpar un oficial, el comandante Rafael Del Riego, se alzó en armas y ello obligó al Rey a asumir posiciones más liberales.

Así fue como esa fuerza militar expedicionaria nunca llegó a salir de España. Morillo, por orden de Su Majestad, tuvo que proponer un armisticio, que fue calificado como de regulación de la guerra, el cual fue firmado en Trujillo luego de negociaciones entre delegados donde participaron el general Sucre por el lado patriota y el teniente coronel Pita por los realistas.

Suscrito el tratado, Morillo pidió conocer personalmente a Bolívar, lo cual sucedió en la aldea Santa Ana de Trujillo. El encuentro es bien conocido gracias a la pluma del edecán del Libertador Florencio O’Leary, quien relató cómo Morillo, quien había acudido con un escuadrón de Húsares, preguntó con cuántos oficiales se acercaba el general Bolívar. Cuando el edecán informó que eran unos diez ordenó retirar a sus Húsares.

Al momento de aparecer la comitiva patriota, el español mostró sorpresa al identificar a Bolívar:

“¡Cómo aquel hombre pequeño, de levita azul y gorro de campaña y montado en una mula”, lo cual contrastaba evidentemente con el uniforme del general español, cargado de medallas, condecoraciones y cintas.

Se dieron un abrazo, comieron, bebieron juntos y hasta durmieron en la misma habitación aquella noche, pero eso no cambió nada, pues a los tres meses, en Maracaibo, decidieron que aun bajo el mando español, querían unir aquella provincia a la República independiente, lo cual se tradujo en la ruptura de la débil tregua.

Tiempo después Bolívar explicó a De Lacroix que había manejado con mucho cuidado la diplomacia en aquel momento, porque a sabiendas que la tregua no duraría mucho en realidad sólo buscaba ganar tiempo, para organizar y colocar mejor a las tropas patriotas.

Eso se confirmó cuando habiendo enviado dos comisionados a España a parlamentar supo del rechazo de la Corte: Allá se negaban a reconocerlos como representantes de una república independiente, pues para el Rey Venezuela no existía.

El camino de las armas, de la guerra, era el único posible y así sucedió cuando al año siguiente se produjo la Batalla de Carabobo.

Morillo no estuvo en Venezuela para ver cómo al paso del Ejército Libertador se desmoronaba lo que había construido en cinco años. Se fue a España el 17 de diciembre de 1820, ya con el título de Conde de Cartagena y Marqués de la Puerta en el bolsillo, como premio a sus actuaciones en América.

Posteriormente tuvo actuaciones en las llamadas guerras carlistas y finalmente murió en Francia en 1837, no sin antes escribir sus memorias que incluyen su campaña en América, claro, bajo su particular óptica.

El otrora brillante oficial español estaba en la pobreza total al momento de dejar este mundo y su segunda esposa hubo de pedir ayuda a la Reina, pues tenía 5 hijos que mantener.

Tomado de: Lectura Dominical. Valencia: 10 de febrero de 2008. (El Carabobeño).