
A 100 años de su nacimiento y 22 de su partida física, el mundo celebra a Celia Cruz como lo que siempre fue: una artista sin fronteras, una mujer que transformó el dolor en carnaval, y una cubana que, cuando le negaron su país, se hizo universal.
Por José Obswaldo Pérez
El 21 de octubre de 1925 nació en el barrio Santos Suárez de La Habana una voz que no cabía en una sola isla: Úrsula Hilaria Celia de la Caridad Cruz Alfonso. Negra, caribeña, desbordante, Celia Cruz fue más que una cantante: fue un estallido de identidad, resistencia y alegría que cruzó fronteras, géneros y generaciones.
Desde sus inicios con la Sonora Matancera, donde se ganó el apodo de “La Guarachera de Cuba”, hasta sus colaboraciones con Tito Puente, Willie Colón y Johnny Pacheco, Celia convirtió la salsa en un idioma universal. Su grito de guerra —¡Azúcar!— no era solo una exclamación festiva, sino un conjuro contra el dolor del exilio, una afirmación de sabor afrolatino frente al olvido y la censura.
En 1960, tras la revolución cubana, se le prohibió regresar a su tierra. Pero lejos de apagarse, su voz se multiplicó. En Nueva York, Miami, Caracas, Madrid y Tokio, Celia cantó como si cada escenario fuera un pedazo de Cuba que ella reconstruía con ritmo y dignidad. Con su turbante, sus vestidos brillantes y su voz de trueno, se convirtió en ícono de la diáspora, embajadora de la alegría y símbolo de la mujer que no se doblega.
A 100 años de su nacimiento y 22 de su partida física, el mundo celebra a Celia Cruz como lo que siempre fue: una artista sin fronteras, una mujer que transformó el dolor en carnaval, y una cubana que, cuando le negaron su país, se hizo universal.
Porque como ella misma cantó: “La vida es un carnaval, y las penas se van cantando”. Y Celia, con cada nota, nos enseñó a cantar para no olvidar.