El apellido como barricada

La figura de doña Abelarda se alza como emblema de insubordinación afectiva y de grieta en la lógica genealógica de clausura. Ella no sólo pelea por el amor, sino por el derecho a quebrar el cerco simbólico del apellido.


Por José Obswaldo Pérez

Abelarda
Foto de doña Abelarda Rodríguez tomada del álbum de Hector Daniel Hartmann

Durante buena parte del siglo XVIII y buena parte del siguiente, en los llanos centrales de Venezuela, el apellido funcionó como mucho más que una marca de identidad familiar en los clanes criollos: era una muralla semántica. Se ofrecía como pasaporte de honor, llave de acceso al circuito político local y, al mismo tiempo, trinchera de exclusión. En una sociedad profundamente jerarquizada, donde la movilidad estaba limitada por el color de piel, la procedencia y la legitimidad del nacimiento, portar un apellido como Rodríguez, Vargas, Bejarano o Ramos era habitar una gramática del poder¹. En estas familias, el linaje no era sólo una herencia biológica: era una coreografía del control².

Lo que podría verse desde afuera como simple endogamia —matrimonios entre primos, dispensas por grados múltiples de consanguinidad, herencias cruzadas— respondía, en realidad, a un sistema simbólicamente blindado. Como bien nos recuerda Raquel Martens³, en estas alianzas no mediaba el afecto sino la estrategia: cada unión era una maniobra que resguardaba el apellido como estandarte, como dispositivo que garantizaba la transmisión de bienes, cargos, devociones y silencios.

El apellido servía también como barricada frente al “otro”: el otro racial, el otro social, el otro moral. Las familias blancas criollas sabían que abrir el cerrojo del nombre implicaba una fisura en su régimen de pertenencia, una posibilidad de contaminación. De allí la insistencia en matrimonios sancionados eclesiásticamente, en la legitimación escrituraria de los nacimientos, en los testamentos que reforzaban, una y otra vez, quién era digno del apellido y quién quedaba fuera del cerco⁴.

De modo que el apellido no sólo fue fortaleza simbólica frente a la movilidad social; también operó como dispositivo racializado de exclusión⁵. La historia de Luis María Viso Hurtado, enamorado de Abelarda Antonia Narcisa de Jesús Rodríguez Vargas, desnuda la tensión persistente entre pertenencia familiar y herencia afrodescendiente. Las resistencias a esa unión, marcadas por la “triple cruz” subsahariana de los Montiel Ruí, revelan un sistema de blanqueamiento simbólico que permeaba incluso las alianzas más íntimas. Tal como nos relata don Luis Eduardo Viso, buen conocedor de la genealogía familiar:

“Cuando mi bisabuelo Luis María Viso Hurtado visita a sus primos Vargas Montiel en Ortiz (primos de doble vínculo vía Montiél Ruí de Madrid y Viso Ruí de Madrid), conoce a doña Abelarda Antonia Narcisa de Jesús Rodríguez Vargas. Su familia no lo acepta, pues ya conocían los orígenes subsaharianos de los Montiél Ruí de Madrid y del genearca de los Viso calaboceños, José Manuel Viso Ruí de Madrid, primo hermano de los Montiel. Me contó mi abuela Luisa Amelia Rodríguez Landaeta, nuera de doña Abelarda, que esta discutía con sus padres porque no aceptaban su matrimonio con Luis María, quien era blanco y de ojos azules. La razón era que don Luis María descendía tres veces de la misma pareja de negros esclavos: Juan del Rosario de La Torre, casado con Cathalina de la Soledad Contreras, siendo el primero Juan del Rosario, hijo de María Feliciana de Oballe, esclava de doña Petrona de Araujo.”

En este sentido, la figura de doña Abelarda se alza como emblema de insubordinación afectiva y de grieta en la lógica genealógica de clausura. Ella no sólo pelea por el amor, sino por el derecho a quebrar el cerco simbólico del apellido. El linaje Vargas, que se mostraba como escudo frente a lo foráneo, debía ahora enfrentarse a su propio espejo: el del mestizaje negado, la sangre compartida no celebrada⁶.

Pero esta obsesión por la pureza también revelaba un miedo latente: el de perder el control. Por eso, más allá de lo económico, la defensa del apellido era una forma de preservar el relato. Porque, en el fondo, el poder no estaba sólo en los bienes, sino en la capacidad de narrarse a sí mismos como casta fundacional⁷.

Y así, a lo largo de pueblos como Villa de Cura, Ortiz, Parapara o Calabozo, los archivos parroquiales repiten los mismos nombres como letanías, como si esa voz fuera prueba suficiente de pertenencia. Pero entre las líneas de esas repeticiones asoman también los silencios: hijos naturales, mujeres desplazadas, herederos omitidos. En esa tensión entre lo nombrado y lo negado se cifra el verdadero poder del apellido: no tanto en lo que dice, sino en lo que calla.

Al final, doña Abelarda se casó con Luis María.

Notas al pie

1. Sobre el apellido como “gramática del poder”, véase Pierre Bourdieu, Sobre el poder simbólico, donde se analiza cómo los signos sociales se naturalizan como legítimos.

2. La expresión “coreografía del control” remite a Michel Foucault, Vigilar y castigar, donde el poder se ejerce mediante rituales, repeticiones y vigilancia.

3. Raquel Martens, Amores en suspenso: rapto y fuga de mujeres en la ciudad de Mérida en los siglos XVIII y XIX. Caracas: El Perro y la Rana, 2016.

4. Véase Oscar Riquezes Contreras, “Unas breves palabras sobre el apellido y su disciplina en el Código Civil”, Revista Venezolana de Legislación Jurídica, N.º 19, 2022.

5. Sobre el apellido como dispositivo racializado, véase Alejandro Moreno Olmedo, La piel y la casta: racismo y mestizaje en Venezuela, 2008.

6. El concepto de “mestizaje negado” ha sido trabajado por Bolívar Echeverría en La modernidad de lo barroco, donde se analiza la exclusión simbólica del mestizo en las narrativas fundacionales.

7. Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, sobre cómo las élites construyen relatos genealógicos para sostener su legitimidad histórica.


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