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jueves, noviembre 03, 2011

El Quejido

Imagen de  Flor de Acantilado

Por Daniel R Scott


"Percibimos allá en el fondo el quejido y las protestas por lo que tenemos 
y por lo que ocurre en el día a día".
(André Lima)

Suena en el bar de los suburbios de la populosa capital del país una vieja canción de amor y de despechos. Frente a la barra desconchada, simétricamente ordenados, hay ocho taburetes de madera gastada por mil culos de mil borrachos anónimos que han desfilado cada uno en su momento y día por estos recintos de opaca luz. Unos viven aún, otros ya han muerto. Muchos sin un hijo o una esposa que le cerraran los ojos, como aquel señor ya mayor de abdomen inflamado por la cirrosis hepática que leía revistas y periódicos: pasó vaya usted a saber cuántos días en la morgue antes de que su hijo al fin se presentara para identificarlo. No se sabe que es peor: si ser hijo o padre.

Uno de los taburetes está ocupado por un hombre de mediana edad de gafas maltrechas y gastadas. Escribe algunos garabatos de amor sobre un papel arrugado que tomó del suelo. Su amor, una mujer de cerro arriba, lo leerá y quizá ni lo entenderá. Cerca de su mano derecha, como musa, dos cervezas vacías y una tercera a medio terminar. Pronto ira por la cuarta. Dos chiripas diminutas y cobrizas aparecen de la nada y exploran cautelosas el codo derecho del poeta que escribe su ridícula esquela de amor. Justo atrás de él, en una de las dos mesas de formica, el dueño del bar se sienta en pétreo y fastidiado silencio, esperando que alguien diga el ya gastado "Me das otra" o se arme alguna reyerta. Se ha sentado junto al sempiterno bebedor tocado de sombrero rojo que noche tras noches se bebe y fuma la misma cantidad de cervezas y cigarros.

Un gato negro camina sobre la barra, ahuyenta a las chiripas, salta al piso de granito y se detiene hierático ante la reja oxidada que protege al negocio del hampa incontrolada que azota la zona, observando con proverbial impavidez gatuna a los transeúntes y al tráfico automotor copioso a esas primeras horas de la noche. La entrada del negocio está flanqueada por dos arbustos marchitos que la contaminación ambiental no ha dejado crecer.

Suena otra canción. Esta vez el cantante informa que "Villa está sepultado en los suelos de Chiguaguas". Pero a nadie le interesa. Más tarde entran a la taberna unos dos o tres parroquianos con sus rostros de nacimiento cansados no de las sanas labores del día a día sino de los duros e inmisericordes avatares de los años amontonados. Este es un lugar de evasión donde se intenta suprimir la desilusión, el dolor y los desengaños. Cada botella vacía encierra una historia, un suceso, un pesar.
El poeta deja de escribir y fija su mirada en una pared empotrada con viejas botellas de licor cubiertas con el rocío del polvo sin limpiar. El hombre de sombrero rojo sale del local dando tumbos y traspié, total y definitivamente ebrio. Todos se han preguntado cómo hará este buen hombre para que sus pasos tambaleantes lo hagan llegar a su casa sin que lo asalten por el camino.

Cesó la música. Se produce un breve y hondo silencio. Entonces, y solo en ese instante, una garganta suelta un inconfundible y pesaroso quejido etílico que encierra en su brevedad todo el cansancio y todo el hastío de todos los hombres que han existido sobre la faz de la tierra. Se trata del quejido de un hombre apesadumbrado y su sueño roto. Un hombre que en su juventud, aun no invadida de arrugas y canas, soñaba despierto con un futuro que no se cumplió y que jamás le ofreció un "plan B".

Dejé de escribir, hice pedazos la nota de amor y abandoné el lugar

Abril de 2009
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jueves, agosto 09, 2007

Una insinuación de recato

ESA NOCHE, bajo una luna de cazar venados, la piel de Filomena Bucal de Ducler se había enrojecida, cuando se mecía en el sillón de tablita. Estaba casi muda, en un silencio sepulcral transportado de vergüenza. Era una mujer blanca. Siempre tenía las manos frías como la misma noche. Su casa, ubicada en una esquina de la calle El Cuartel, se le tenía como fama de aposento de citas, memoria de paredes de tierra guardando escondidos secretos placeres y amores ocultos.

Filomena Bucal había sido la esposa del culto comerciante y general Luis María Ducler. Caballero que había llegado de Cumaná a Villa de Cura fundando La Perla, una de las mejores sastrerías que existía en esa localidad en 1897. Luego pasó a Ortiz, donde murió el 24 de octubre de 1910. Allí, Ducler se desempeñó en el cargo de Juez de Distrito y fue, además, secretario del Concejo Municipal; un gran orador y miembro de la Logia Sol de Los Llanos. Tenía a penas cinco meses de haber sido nombrado Mayordomo de Fabrica de Ortiz, cuando la muerte lo sorprendió y su noticia fue publicado en el diario El Universal, el 13 de junio 1910.

“Era una mujer de alta categoría, muy entrada en años, pero aún muy buena moza”, contaba Nicanor en esa noche cuando el cortejo de damitas llevaba a las nupcias a una hija del general Julián Correa. Esa misma noche, Ducler conoció a Filomena, una joven dama que había dejado sus zapatillas enterradas en medio del barrial del camino; a pesar de que, el general Correa había entablado la calle para que nadie se enlodara de fango, durante la marcha nupcial. Era agosto y agosto era sinónimo de lluvia y barrial en Ortiz

- Mañana le voy hacer una visita, señorita Bucal.

- Cuando lleve gusto, señor Ducler - había dicho aquella joven tímida al hombre afrancesado.

A poco tiempo Filomena y Ducler se casaron. Pero, fue corto su noviazgo, como sus días de maridaje. Su viudez la encontró sola y con tres hijas, tiernas y señoriales. Ducler había muerto.

Doña Filomena vivía en una vieja casona que todavía se le seguía insinuando como el burdel del pueblo, en medio de erróneas y situaciones pretéritas con la cual se originaban malos entendidos y confusas intenciones.

Esa noche de la insinuación, Filomena debió ponerse - bajo el manto del mosquitero- de un mal gusto con aquellas palabras que le lanzó un desconocido por la ventana; pensando - quizás en las mujeres de la vida- que, en un tiempo atrás, rindieron su culto a la carne y animaron a hombres y viajeros con sus oraciones de cuerpos desnudos, entre aquellas cuatro paredes donde se oteaba el silencio de las estrellas.

Juancho Rodríguez pasó esa noche con su atajo de ganado hacia La Romana, el joven pueblerino despreocupado - sin saber que la casa había sido comprada por los Ducler - llegó hasta aquel lugar mordiendo tentaciones y soñando con apetitos sexuales.

Tocó la puerta y nadie le respondió.

- ¿Quién es? - pregunto Filomena, minutos después.

- Yo amor querido, ábreme la puerta que vengo muerto de frío – dijo el joven.

Aquellas palabras de recato causaron estupor en los oídos de Filomena, luego que las escuchara perpleja en la soledad. Otra noche, el viejo Don Perfecto Diamón - amigos de los Ducler -, paso por la vieja casa de la Calle Cuartel, con un saco de verduras y recados de familia. Venía de la Sierra de Tiznados, con su único amigo un burro bisoño, al trote de un viaje largo.

Diamón tocó la puerta de la familia Ducler, y como era de esperarse Filomena y sus tres hijas se pusieron nerviosas, pensando en los vagabundos y aprovechadores de mujeres indefensas.

- ¿Quién es el que está tocando la puerta? – asistió Filomena.

- Yo, Perfecto Diamón – le respondieron, desde afuera.

- ¡¿Qué?! ¡Secreto de amor! – replicó Filomena, sobresaltada.

Inmediatamente, sin pensarlo dos veces, Filomena le respondió a su visitante: “ - Hazme el favor, sea quien sea, retírese de la puerta”.

Pero, seguidamente, una de sus hijas replicó:

- Nooo, mamá. No es Secreto de Amor, es don Perfecto Diamón; y parece que viene de la Sierra, porque nos trae un saco de verdura de casa de la tía Julia.

Esa noche, bajo una luna de cazar venados, Filomena Bucal se mecía en silencio. Había terminado siendo sorda, pero con el privilegio de conversar con los muertos. Siempre tenía las manos frías, faltas de calor; y su murmullo en su habitación se sentía como de otro mundo.
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