La advertencia de Habermas se produce en un contexto de creciente polarización, donde los consensos éticos parecen fragmentarse ante el avance de discursos relativistas y la desafección institucional.
Por José Obswaldo Pérez
En una crónica publicada por ABC, la corresponsal en Berlín Rosalía Sánchez recoge una advertencia del filósofo alemán Jürgen Habermas sobre la creciente relativización de las creencias cristianas en Europa. Según el pensador, este fenómeno podría debilitar los fundamentos éticos compartidos en las democracias occidentales.
Habermas, reconocido por su defensa del diálogo entre razón secular y tradiciones religiosas, señaló que la secularización y el pluralismo religioso han generado una “erosión de los vínculos simbólicos” que antes ofrecía el cristianismo como matriz cultural. Aunque no aboga por un retorno dogmático, sí insta a preservar el legado normativo que esta tradición ha aportado a la vida pública europea.
“La modernidad ha traído avances en derechos y libertades, pero también una pérdida de sentido compartido”, expresó el filósofo, subrayando la necesidad de un nuevo pacto simbólico que no excluya las raíces espirituales de la cultura democrática.
La advertencia de Habermas se produce en un contexto de creciente polarización, donde los consensos éticos parecen fragmentarse ante el avance de discursos relativistas y la desafección institucional. Su llamado no es nostálgico, sino profundamente cívico: recuperar el diálogo entre fe y razón como base para una convivencia plural y esperanzada.
La advertencia de Habermas se produce en un contexto de creciente polarización, donde los consensos éticos parecen fragmentarse ante el avance de discursos relativistas y la desafección institucional. Su llamado no es nostálgico, sino profundamente cívico: recuperar el diálogo entre fe y razón como base para una convivencia plural y esperanzada.
La advertencia de Habermas se produce en un contexto de creciente polarización, donde los consensos éticos parecen fragmentarse ante el avance de discursos relativistas y la desafección institucional. Su llamado no es nostálgico, sino profundamente cívico: recuperar el diálogo entre fe y razón como base para una convivencia plural y esperanzada.
Un periodista le pregunto cuando ganó el premio nobel que si se consideraba venezolano. Y su respuesta fue: “Por supuesto que me siento venezolano. Tengo unas raíces profundas que son puramente de allá."
Por José Obswaldo Pérez
El primer premio nobel en la historia para un venezolano fue Baruj Bencerraf, en 1980. Una figura que, desde márgenes geográficos o identitarios, logro transformar paradigmas globales. Este médico nacido en Venezuela de padres sefardíes y franceses, representa una síntesis entre migración, excelencia académica y contribución médica universal. Su trabajo sobre el Complejo Mayor de Histocompatibilidad (CMH) redefinió la comprensión de la inmunidad humana¹.
Benacerraf nació el 29 de octubre de 1920 en Caracas, hijo del comerciante español Abraham Benacerraf y de Henrietta Lasry, de origen marroquí-francés². Más tarde, la familia emigró a Francia y luego a Estados Unidos, donde Baruj se formó en la Universidad de Columbia y en la Escuela de Medicina de la Universidad de Virginia³. Su identidad como judío sefardí y hispanoamericano marcó su sensibilidad intelectual y su compromiso con la investigación biomédica.
En la década de 1960, Benacerraf identificó que ciertas respuestas inmunológicas estaban determinadas por genes específicos, lo que explicaba por qué algunos individuos reaccionaban de manera distinta ante infecciones, vacunas o trasplantes. Este hallazgo fue fundamental para:
- Comprender las enfermedades autoinmunes como la esclerosis múltiple o la artritis reumatoide⁴.
- Mejorar la compatibilidad en trasplantes de órganos⁵.
- Desarrollar vacunas personalizadas y terapias inmunológicas⁶.
Su trabajo se centró en el estudio de los antígenos de histocompatibilidad, moléculas que permiten al sistema inmunológico distinguir entre lo propio y lo ajeno. Esta línea de investigación lo llevó a compartir el Nobel de Medicina con Jean Dausset y George D. Snell en 1980⁷.
Por otra parte, Benacerraf dirigió el Dana-Farber Cancer Institute y fue profesor en Harvard Medical School, donde formó generaciones de inmunólogos⁸. Falleció el 2 de agosto de 2012 en Boston, dejando un legado que trasciende la ciencia: el de un venezolano universal que dignificó la investigación biomédica desde la diáspora.
La figura de Baruj Benacerraf invita a reflexionar sobre el papel de los científicos migrantes en la construcción del conocimiento global. Su vida y obra son testimonio de cómo la identidad, la memoria y el rigor pueden converger en descubrimientos que salvan vidas. En tiempos de incertidumbre sanitaria, su legado cobra nueva vigencia.
Un anécdota: un periodista le pregunto cuando ganó el premio nobel que si se consideraba venezolano. Y su respuesta fue: “Por supuesto que me siento venezolano. Tengo unas raíces profundas que son puramente de allá. Es un honor para mí que [...] un venezolano, sea premiado de esta forma”.
Notas de pie
1. El CMH es un conjunto de genes que codifican proteínas esenciales para la presentación de antígenos a las células inmunitarias.
2. Henrietta Lasry provenía de una familia judía marroquí radicada en Francia.
3. Benacerraf obtuvo su título médico en la Universidad de Virginia en 1945 y realizó investigaciones postdoctorales en Nueva York y Boston.
4. Las enfermedades autoinmunes ocurren cuando el sistema inmunológico ataca tejidos propios, y el CMH está implicado en su predisposición genética.
5. La compatibilidad entre donante y receptor depende de los antígenos del CMH, lo que hace posible la selección adecuada en trasplantes.
6. La inmunogenética moderna se basa en los principios descubiertos por Benacerraf para diseñar vacunas adaptadas al perfil genético del paciente.
7. El Premio Nobel de 1980 reconoció el trabajo conjunto sobre la base genética de la respuesta inmunológica.
8. Su liderazgo en Harvard y Dana-Farber consolidó su influencia en la formación de inmunólogos y en la investigación oncológica.
La figura de doña Abelarda se alza como emblema de insubordinación afectiva y de grieta en la lógica genealógica de clausura. Ella no sólo pelea por el amor, sino por el derecho a quebrar el cerco simbólico del apellido.
Por José Obswaldo Pérez
Foto de doña Abelarda Rodríguez tomada del álbum de Hector Daniel Hartmann
Durante buena parte del siglo XVIII y buena parte del siguiente, en los llanos centrales de Venezuela, el apellido funcionó como mucho más que una marca de identidad familiar en los clanes criollos: era una muralla semántica. Se ofrecía como pasaporte de honor, llave de acceso al circuito político local y, al mismo tiempo, trinchera de exclusión. En una sociedad profundamente jerarquizada, donde la movilidad estaba limitada por el color de piel, la procedencia y la legitimidad del nacimiento, portar un apellido como Rodríguez, Vargas, Bejarano o Ramos era habitar una gramática del poder¹. En estas familias, el linaje no era sólo una herencia biológica: era una coreografía del control².
Lo que podría verse desde afuera como simple endogamia —matrimonios entre primos, dispensas por grados múltiples de consanguinidad, herencias cruzadas— respondía, en realidad, a un sistema simbólicamente blindado. Como bien nos recuerda Raquel Martens³, en estas alianzas no mediaba el afecto sino la estrategia: cada unión era una maniobra que resguardaba el apellido como estandarte, como dispositivo que garantizaba la transmisión de bienes, cargos, devociones y silencios.
El apellido servía también como barricada frente al “otro”: el otro racial, el otro social, el otro moral. Las familias blancas criollas sabían que abrir el cerrojo del nombre implicaba una fisura en su régimen de pertenencia, una posibilidad de contaminación. De allí la insistencia en matrimonios sancionados eclesiásticamente, en la legitimación escrituraria de los nacimientos, en los testamentos que reforzaban, una y otra vez, quién era digno del apellido y quién quedaba fuera del cerco⁴.
De modo que el apellido no sólo fue fortaleza simbólica frente a la movilidad social; también operó como dispositivo racializado de exclusión⁵. La historia de Luis María Viso Hurtado, enamorado de Abelarda Antonia Narcisa de Jesús Rodríguez Vargas, desnuda la tensión persistente entre pertenencia familiar y herencia afrodescendiente. Las resistencias a esa unión, marcadas por la “triple cruz” subsahariana de los Montiel Ruí, revelan un sistema de blanqueamiento simbólico que permeaba incluso las alianzas más íntimas. Tal como nos relata don Luis Eduardo Viso, buen conocedor de la genealogía familiar:
“Cuando mi bisabuelo Luis María Viso Hurtado visita a sus primos Vargas Montiel en Ortiz (primos de doble vínculo vía Montiél Ruí de Madrid y Viso Ruí de Madrid), conoce a doña Abelarda Antonia Narcisa de Jesús Rodríguez Vargas. Su familia no lo acepta, pues ya conocían los orígenes subsaharianos de los Montiél Ruí de Madrid y del genearca de los Viso calaboceños, José Manuel Viso Ruí de Madrid, primo hermano de los Montiel. Me contó mi abuela Luisa Amelia Rodríguez Landaeta, nuera de doña Abelarda, que esta discutía con sus padres porque no aceptaban su matrimonio con Luis María, quien era blanco y de ojos azules. La razón era que don Luis María descendía tres veces de la misma pareja de negros esclavos: Juan del Rosario de La Torre, casado con Cathalina de la Soledad Contreras, siendo el primero Juan del Rosario, hijo de María Feliciana de Oballe, esclava de doña Petrona de Araujo.”
En este sentido, la figura de doña Abelarda se alza como emblema de insubordinación afectiva y de grieta en la lógica genealógica de clausura. Ella no sólo pelea por el amor, sino por el derecho a quebrar el cerco simbólico del apellido. El linaje Vargas, que se mostraba como escudo frente a lo foráneo, debía ahora enfrentarse a su propio espejo: el del mestizaje negado, la sangre compartida no celebrada⁶.
Pero esta obsesión por la pureza también revelaba un miedo latente: el de perder el control. Por eso, más allá de lo económico, la defensa del apellido era una forma de preservar el relato. Porque, en el fondo, el poder no estaba sólo en los bienes, sino en la capacidad de narrarse a sí mismos como casta fundacional⁷.
Y así, a lo largo de pueblos como Villa de Cura, Ortiz, Parapara o Calabozo, los archivos parroquiales repiten los mismos nombres como letanías, como si esa voz fuera prueba suficiente de pertenencia. Pero entre las líneas de esas repeticiones asoman también los silencios: hijos naturales, mujeres desplazadas, herederos omitidos. En esa tensión entre lo nombrado y lo negado se cifra el verdadero poder del apellido: no tanto en lo que dice, sino en lo que calla.
Al final, doña Abelarda se casó con Luis María.
Notas al pie
1. Sobre el apellido como “gramática del poder”, véase Pierre Bourdieu, Sobre el poder simbólico, donde se analiza cómo los signos sociales se naturalizan como legítimos.
2. La expresión “coreografía del control” remite a Michel Foucault, Vigilar y castigar, donde el poder se ejerce mediante rituales, repeticiones y vigilancia.
3. Raquel Martens, Amores en suspenso: rapto y fuga de mujeres en la ciudad de Mérida en los siglos XVIII y XIX. Caracas: El Perro y la Rana, 2016.
4. Véase Oscar Riquezes Contreras, “Unas breves palabras sobre el apellido y su disciplina en el Código Civil”, Revista Venezolana de Legislación Jurídica, N.º 19, 2022.
5. Sobre el apellido como dispositivo racializado, véase Alejandro Moreno Olmedo, La piel y la casta: racismo y mestizaje en Venezuela, 2008.
6. El concepto de “mestizaje negado” ha sido trabajado por Bolívar Echeverría en La modernidad de lo barroco, donde se analiza la exclusión simbólica del mestizo en las narrativas fundacionales.
7. Véase Benedict Anderson, Comunidades imaginadas, sobre cómo las élites construyen relatos genealógicos para sostener su legitimidad histórica.