Libro

En el Palacio de las Academias presentado el Manual de Historia de la Medicina en Venezuela

El pasado 18 de abril del año en curso fue presentado el libro “Manual de Historia de la Medicina en Venezuela” en el Palacio de las Academias en Caracas.

El libro, escrito por el Dr. Edgardo Malaspina, es el primer manual de esa especialidad en el ámbito académico en nuestro país y recoge su experiencia como docente en la Universidad Rómulo Gallegos, en esa disciplina, incluida en los programas de las escuelas médicas.

El Manual de Historia de la Medicina en Venezuela, según Malaspina, es el complemento de una trilogía escrita por él, conformada por el Manual de Historia de la Medicina universal y el de Historia de la Medicina en el Estado Guárico.

En su intervención en el acto de presentación de su libro, Malaspina expresó que el texto publicado no pretende abarcar la historia de la medicina venezolana en toda su extensión y grandeza, y sólo tiene como finalidad pedagógica servir de inspiración a nuestros estudiantes de medicina al proporcionarles una pequeña muestra de la misma, porque como dijera Claude Bernard : “No se puede conocer bien una ciencia si se desconoce su historia”, palabras que reforzó con otras de Arturo Uslar Pietri, quien solía decir que vivir sin historia es lo mismo que vivir sin memoria.

El libro fue bautizado por el Dr. Luis Herrera García, presidente de la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina, con pétalos de crisantemo, a proposición de algunos médicos, quienes argumentaron que esa flor simboliza la felicidad, la alegría, la sabiduría, la honestidad y la nobleza.

El acto cultural se efectuó en el salón de sesiones de la Academia Nacional de Medicina.


viernes, abril 20, 2018

El tiempo del historiador



Germán Carrera Damas
SIMÓN ALBERTO CONSALVI

A fines de febrero será presentada por Los Libros de El Nacional la obra En defensa de la República del historiador Germán Carrera Damas.
A solicitud del editor escribí una breve introducción. Quiero compartir ese texto y una breve posdata, porque se trata de un libro que demanda la atención y la reflexión de los venezolanos. La posdata se explica porque, como es obvio, el historiador envió sus materiales al editor antes del 7 de octubre. Los hechos que se han sucedido desde entonces confirman las aprensiones del intelectual que, al dolerse por el destino de su país, veía venir con claridad la demolición de la República. La introducción dice así:

“En enero de 2005, el historiador Germán Carrera Damas dirigió a todos los venezolanos, pero de manera especial a sus colegas de oficio, el primero de lo que con el tiempo se consagrarían como sus ‘mensajes históricos’. Aquel primer mensaje fue un campanazo y una advertencia, y decía: ‘Lo que inicialmente parecía ser disparate historicista se ha revelado como parte de una estrategia ideológica dirigida a despojarnos del orgullo derivado de haber creado, como pueblo, la porción más sentida y significativa de nuestro pasado inmediato, el régimen sociopolítico democrático, nuestra obra fundamental del siglo XX.

“A partir de entonces, como un cronista antiguo que observaba y anotaba y llevaba la memoria de los días y de sus avatares, el historiador fue registrando los episodios que iban confirmando sus tempranas aprensiones: los asedios sistemáticos a la historia, sus negaciones y deformaciones y, sobre todo, los propósitos de destrucción de lo que con gran propiedad llamó ‘nuestra obra fundamental del siglo XX’, o sea, la democracia pluralista que garantizaba alternabilidad, equilibrio de poderes, rendición de cuentas, derechos humanos, etcétera. Paralelamente, el historiador volvía la mirada a todo lo que se quería o pretendía destruir como ocurrió, por ejemplo, con su tercer mensaje, ‘Recordar la democracia’. Pedagógicamente confrontaba el régimen democrático con el desorden anárquico y personalista que se presentaba como alternativa.

“Los ‘mensajes históricos’ se multiplicaron con los días, al tiempo que los sucesos políticos (o las tácticas) variaban de curso y tomaban otros atajos. En uno de ellos se refirió a ‘La larga marcha de la sociedad venezolana hacia la democracia’. En otro, a ‘Lo que fuimos, lo que somos y lo que seremos’. En el 19° abordó el tema de ‘El vano intento de enterrar el Proyecto Nacional Venezolano’. El 20°, ‘Demoler la República’. El 59° (22 de diciembre de 2011) se tituló de esta manera: ‘Derrotado por la democracia, el militarismo arremete contra la República’. El avance de la llamada ‘revolución bolivariana’ había optado por fórmulas más radicales, ante la resistencia que le oponía o le opuso la sociedad civil.

“Ahora se trataba de demoler la República, erosionar sus bases y destruirla. En este mensaje, el historiador confiesa: ‘Hace algún tiempo que vengo dando, por esta vía, la voz de alerta ante lo que he denominado la demolición de la República, concebida como la manera de abolir el ejercicio de la Soberanía Popular como fuente necesaria de la legalidad y legitimidad del Poder Público’.  Como fracasó en sus intentos de burlar la soberanía popular ‘valiéndose de toda suerte de ventajismos y disposiciones atrabiliarias, contuvo sus afanes antipopulares’.

“Las sociedades –escribe el doctor Carrera Damas– se desenvuelven en el curso del tiempo histórico, y éste no admite la delimitación entre pasado, presente y futuro. Sólo analíticamente,  y para los fines de la comprensión específica y relativa de procesos y acontecimientos, cabe establecer demarcaciones cronológicas aproximadas. Pero teniéndose en cuenta, siempre, que a lo largo del tiempo histórico corre un haz de líneas perdurables que determina el que toda demarcación, por lata y convencional que fuere, debe tener en cuenta la dinámica de continuidad y ruptura que rige la correlación incluso de las etapas históricas revolucionariamente contrapuestas’. Con estos principios como guía y método, el historiador analiza el proceso venezolano desde sus orígenes.

“Al editar estos papeles, conferencias, foros, diálogos, ‘mensajes históricos’, Los Libros de El Nacional contribuye al registro y comprobación de lo que el profesor Carrera Damas llama ‘demolición de la República’. No cabe duda de que se trata de un aporte fundamental y de una toma de posición ejemplar del ciudadano y del historiador”.

Posdata, febrero 2013:
El presidente Chávez Frías resultó vencedor en la tercera reelección el 7 de octubre de 2012, pero llegado el 10 de enero de 2013, día fijado por la Constitución para su juramentación, no pudo hacerlo. Al dirigirse al país la noche del 8 de diciembre, el jefe del Estado contempló la posibilidad de que no podría juramentarse, y señaló lo que constitucionalmente debía hacerse.

Quienes se suponen sus albaceas desconocieron su carta de navegación, por incapacidad o temor, y recurrieron al TSJ que, inexplicablemente, condenó a la nación a una crisis constitucional sin precedentes. En defensa de la República aparece en el momento en que textos como “Derrotado por la democracia, el militarismo arremete contra la República”, parecen confirmarse como una antigua condena.

Fuente: El Nacional
domingo, febrero 17, 2013

En busca de Bolívar

La bibliografía sobre el prócer venezolano es ingente, a la medida de la importancia de su obra política y libertadora. Ospina no desdeña las fuentes clásicas y más ambiciosas.

por J. ERNESTO AYALA-DIP 
A la espera de la publicación de La serpiente sin ojos, con la que el escritor colombiano William Ospina cerrará una trilogía comenzada con Ursúa (2006) y continuada con El País de la Canela (Premio Rómulo Gallego, 2009), está ya en las librerías En busca de Bolívar, un libro en la línea ensayística que caracteriza una parte considerable de su obra. La bibliografía sobre el prócer venezolano es ingente, a la medida de la importancia de su obra política y libertadora. Ospina no desdeña las fuentes clásicas y más ambiciosas. Pero su Bolívar escapa a lo que se entiende generalmente por biografía. ¿Es, entonces, una novela disfrazada de biografía o viceversa? En el terreno de la ficción se tiene El general en su laberinto, de Gabriel García Márquez, novela que comprende la etapa final del libertador. (Se sabe, por cierto, que Álvaro Mutis estaba escribiendo una novela sobre Bolívar titulada El último rostro. Tal novela no la terminó pero llegó a manos del autor de Cien años de soledad. Después de leerla, García Márquez le pidió permiso a Mutis para acometer la empresa que éste no había finalizado). No sé si a William Ospina también le pasó por su cabeza la idea de una novela. Lo que sí es cierto es que en En busca de Bolívar hay como un interrogante, como el lúcido dibujo de un personaje que no se deja atrapar fácilmente, como si Ospina quisiera resguardarlo de la tentación de la hagiografía o de la torticera instrumentación ideológica de su pensamiento político. Decía García Márquez que ya estaba cansado del marmóreo endiosamiento del que había sido víctima Bolívar. Por ello acometió su novelización, su humanización. William Ospina escapa al patrón de biografista clásico. Quien escribe es como si fuera a la vez quien narra. El que escribe está en el presente de su biografiado, en su gloria libertadora, pero a la vez en el futuro de su doloroso fracaso político. Bolívar, el que vio en persona a Napoleón, el paradigma de guerrero visionario que admiró Byron, o el personaje histórico que desdeñó Karl Marx. Ellas son las facetas de un mismo y a veces insondable personaje legendario, tan en las Antípodas de su competidor en gestas libertadoras San Martín. No hay en el libro de Ospina ni una sola fecha. Una clara e inteligente transgresión del género. Las decepciones del alma del héroe incomprendido no tienen día y mes. Y apenas las tienen las victorias, sobre todo cuando éstas no conducen a la América sin fronteras que soñó Bolívar.

Fuente: El País de España
domingo, noviembre 28, 2010

Mujeres malqueridas

Fuego Cotidiano presenta el primer capitulo del libro "Mujeres malqueridas" de Mariela Michelena (Editorial Alfa).Mujeres malqueridas es considerado por la autora, la psicoanalista Mariela Michelena, un libro de autoayuda para que las mujeres encuentren respuestas a preguntas tales como: qué se considera una mujer malquerida, cómo se siente una mujer malquerida, cómo suelen ser sus relaciones sentimentales y los motivos por los que se repite ese tropiezo en la misma piedra, dónde asirse para reconocerse ellas mismas y recuperar la confianza, y el inevitable paso por el duelo afectivo.

Malqueridas por su condición de mujeres
por Mariela Michelena
A lo largo del último siglo son muchos y muy valiosos los territorios que la mujer ha conquistado. El voto, la independencia económica y decidir cómo, cuándo, dónde y con quién tendrá sus hijos, son logros indiscutibles.

Sin embargo, en medio de los aplausos por tantas victorias, llevamos algún tiempo escuchando las quejas de mujeres independientes y emancipadas que sufren por un mal amor. Hace no tantos años su lamento encajaba perfectamente en el listado interminable de maltrato y postergación social del que la mujer ha sido víctima.

Su padecimiento por amor era una queja más, o casi podría decirse que una queja menos, porque entre tanta reivindicación fundamental, una lágrima, una espera, un nudo en la garganta o un insomnio, parecían detalles insignificantes. Tomando en cuenta las condiciones de menoscabo que ha sufrido durante siglos la mujer, interrogarse por su felicidad en el amor hubiera sido como si, ante un niño que empuja una carreta de carbón en una mina de Gales, nos hubiéramos preocupado por el estado de sus uñas o de sus dientes.

Hoy, que otros problemas más acuciantes están resueltos, las voces de las mujeres que sufren por amor se escuchan con más intensidad. Sus lamentos chirrían en un mundo que muchas dan por conquistado. Todos conocemos a más de una mujer que se queja de que la quieren mal. El eco de su pena se escucha en los lugares de trabajo, en el gimnasio, en las animadísimas comidas entre amigas y en las series de televisión. Dicen que es un tema femenino de actualidad. Por supuesto que conozco y frecuento todos esos foros, pero en este libro voy a hablar desde mi experiencia como psicoanalista.

Malqueridas

Cuando hablemos de malqueridas hablaremos de mujeres que padecen por un mal amor, no necesariamente de mujeres maltratadas físicamente, sino de mujeres enzarzadas en relaciones imposibles, destructivas, que lloran por un amor perdido o sin futuro aunque pasen toda la vida enganchadas a ese llanto y a esa relación.

Mujeres fieles a parejas intermitentes. Amores furtivos, prohibidos, clandestinos. Mujeres extraordinarias que se transforman en niñas enfermizas si un hombre no las llama. Mujeres encadenadas a una pena de amor, condenadas a ser la horma de cualquier zapato, o a instalarse debajo de cualquier zapato. Mujeres que no se cansan de escuchar: «No quiero compromisos». Mujeres sumisas, mansas, asustadas, complacientes. Mujeres que son fuertes ante todos los retos de la vida, brillantes para resolver sus tareas, para enfrentarse a cualquier desafío, valientes para todo, excepto para resguardarse de ese hombre que las quiere mal. Mujeres dispuestas a esperar y a esperar y a esperar. Engañadas, traicionadas, malqueridas…

De sus parejas sería arduo delimitar dónde empieza el maltrato emocional y dónde termina la malquerencia.

Y cuando digo que las malquieren, no me refiero a que NO las quieran, al contrario, puede incluso que las quieran muchísimo, lo que ocurre es que las quieren mal.

Quieren a una que no es ella, la quieren raro, torcido, al revés, y ella se retuerce y se contorsiona hasta encontrar la forma exacta que encaje con el trazado caprichoso de ese mal amor. A veces el hombre quiere a «otra» que tiene en su imaginación y pretende transformar a su amada en alguien que no es ella, y la amada descoyunta su ser intentando complacerle. A la mujer verdadera apenas la tiene en cuenta, a veces ni siquiera se ha preocupado por conocer sus gustos, sus inclinaciones, sus dificultades; ¿para qué? Es suficiente con que ella siempre esté allí para él.

Se trata de un amor que suele quedar un poco estrecho de cintura y holgado de espalda. Es un amor «de otra talla» que no le sienta bien a casi nadie y que, no obstante, esa mujer insiste en llevar a cuestas a pesar del sufrimiento que le supone.

Una mujer subida a un amor como ése, debe tener la misma sensación que una mujer subida a unos zapatos prestados, estrechos, puntiagudos y de tacón muy alto.

Mientras todos los que la rodean la ven haciendo malabares y tambaleándose, ella se cree elegantísima y maravillosa, incapaz de reparar en que no es más que una mujer que sufre y que se siente profundamente desgraciada.

Lo que yo sostengo es que en toda mujer malquerida por una serie de hombres, hay una mujer que se quiere mal a sí misma. Y cuando digo que se quiere mal, quiero decir que se quiere con un amor tergiversado. Con sus palabras ella dice que quiere una cosa, pero sus actos revelan que quiere otra. No estoy hablando de que «no se quiere suficiente»; no me refiero a que tenga una«baja autoestima». Puede que, sin saberlo, incluso, se quiera a sí misma en exceso y se sienta en el fondo tan fuerte y tan poderosa como para ser capaz de salvar, por amor, todas las dificultades que se le presenten en el camino, aunque en el empeño se deje la sangre y la piel. Alguien que hace un mal negocio no necesariamente es alguien que no tiene dinero, puede quedarse sin dinero por no haber sacado bien las cuentas, causa de un negocio torcido, o de una mala inversión. Pero quedarse sin dinero es una consecuencia, no una causa. Quedarse sin autoestima puede ser la consecuencia de haber invertido mal el amor propio. A veces el amor propio tiene una preocupante tendencia al heroísmo, a adornarse a sí mismo con una capita de superhéroe, que lleva a su dueña a sentirse capaz de acometer ciertas proezas titánicas que no le reportarán ni el éxito, ni la fama mundial, ni siquiera le servirán para asegurarse un lugar en el Cielo. Sólo obtendrá cansancio, humillación y sufrimiento.

Ellas tienen la palabra

Desde mi experiencia como psicoanalista, he tenido ocasión de toparme con muchas mujeres malqueridas.

En estas páginas, sus historias aparecen lo suficientemente enmascaradas como para que ni siquiera ellas mismas puedan reconocerse. Todas ellas me han enseñado algo. Todas y cada una me han permitido descubrir una fascinante y singular respuesta. A todas ellas, para empezar, mi agradecimiento. A cada una de sus historias me acerco como si fuera la primera y no puedo dejar de preguntarme «¿y por qué?». ¿Y por qué esta mujer, tan inteligente, tan desenvuelta y exitosa en su trabajo, no se da cuenta de cuánto está sufriendo? Y, si lo sabe, ¿por qué lo acepta como si no tuviera otra alternativa? ¿Y por qué sufre tanto por el final de una relación que iba tan mal? ¿Y por qué vuelve con él después de todo lo que ha sufrido a su lado? ¿Y por qué lo echa tanto de menos si apenas se soportaban? ¿Y por qué sigue esperando a que cambie, si es evidente que nunca va a cambiar? ¿Y por qué le parece que ese hombre es tan extraordinario si tampoco es para tanto? ¿Y por qué se ha buscado a otro hombre exactamente igual al anterior?

De todas estas preguntas se desprende una que resulta esencial: ¿qué ventaja saca ella de todo esto? ¿Qué extraña y secreta transacción ha realizado ella, consigo misma, con su pareja, con la vida, para creer que una situación tan dolorosa le resulta rentable? ¿Cómo explicar que se resista con tanta voluntad a abandonar ese lugar que aparentemente es tan incómodo? Intentar responder a estas preguntas es el tema que va a recorrer como un hilo rojo las páginas de este libro y lo que va a diferenciarlo de otros.

«¿Qué he hecho yo para merecer esto?»

En mi consultorio, yo no soy la única que se hace preguntas. La paciente que acude a una consulta también está buscando respuestas. Cuando alguien, cualquiera, hombre o mujer, sufre y reza ante otro su letanía de quejas, al final, aunque no pronuncie las palabras, hay algo en él o en ella que reclama: «¿Qué he hecho yo para merecer esto?». Generalmente, repito, aunque no se pronuncien las palabras, el tono suena más a un reclamo que a una interrogación y no parece que el afectado esté esperando una respuesta sino un consuelo. Con frecuencia, lo que espera escuchar de su interlocutor es algo muy parecido a:

«Tú no has hecho nada, esto es una injusticia, tú eres estupenda(o), claro que no te mereces una situación como ésta. Las circunstancias son duras y ‘el malo’, es el otro».

Claro que hay sufrimientos que nadie se merece. Nadie merece ser malquerido y mucho menos maltratado. Pero cuando un paciente formula esa misma queja en la consulta de un psicoanalista, éste se toma en serio la pregunta del paciente, en un sentido literal, y se pone a la faena de ayudar a comprender al paciente qué ha hecho él para merecer tal o cual situación. Se empiezan a anudar las preguntas del paciente con las del terapeuta y se emprende un camino conjunto en busca de respuestas. Con el correr del tratamiento y la ayuda del psicoanalista, el paciente termina por responderse con el reverso de su propia pregunta: «Pues sí, puede que yo haya hecho tal o cual cosa para contribuir a esta penosa situación que estoy viviendo…».

En el caso de las mujeres que sufren por amor, las respuestas a estas preguntas suelen ser múltiples. A la mujer malquerida que pregunta «¿qué he hecho yo?», podríamos empezar por contestarle que lo primero que ha hecho es ser mujer. Y luego indagaríamos en cada caso particular para entender cómo deambula ella, a su manera, por el territorio de su feminidad, un deambular que vendrá determinado por su historia infantil, por una familia, una madre, un padre, un lugar entre los hermanos, un carácter y una forma de ser.

Si bien encontraremos rasgos comunes en unas y otras malqueridas, no hay una causa única que explique todos los casos. Hay que pensar más bien en una dialéctica constante entre lo general y lo particular, entre aquello que atañe a todas las mujeres como género, ese extremo burdo de la generalización, del «eterno femenino», y lo estrictamente particular y personal que concierne a cada mujer según su propia historia.

Si sólo tuviera importancia lo general, lo universal, escribir este libro no tendría demasiado sentido porque todas las mujeres, sin excepción, estaríamos abocadas, condenadas, a ser mujeres malqueridas. Si, por el contrario, sólo tuviera peso la historia personal, también nos veríamos obligados a abandonar nuestro empeño, pues no tendríamos nada que aportar con un solo libro, tendríamos que escribir un libro para cada lectora, que diera cuenta de su propia biografía. Así que, en estas páginas iremos permanentemente de lo general a lo particular y viceversa.

No son pocos los rasgos de «lo femenino» que contribuyen a que una mujer se preste a representar en su vida el papel de malquerida, sin embargo, en este libro veremos que algunos de ellos parecen más relevantes que otros.

Desde la perspectiva de lo particular, nos encontramos ante el peso de la historia infantil y su influencia en la vida adulta, que hará que esos rasgos femeninos se modelen de una forma peculiar en cada mujer. Esa historia infantil va a generar una especie de «agenda oculta», un plan secreto que escapa a la lógica formal y a la conciencia.

Se trata de una guía silenciosa que se sigue a pies juntillas y a ciegas. Una guía que no siempre lleva al usuario por el mejor camino, ni mucho menos por el más despejado, ni el más sencillo. Al contrario, lo lleva a repetir situaciones dolorosas, una y otra vez, sin saber ni cómo, ni cuándo, ni por qué. Se trata de la guía secreta de los nudos del inconsciente que con frecuencia nos domina y nos traiciona.

Los hombres y las mujeres

Buscando analogías que nos permitan acercarnos en toda su complejidad al misterio de lo femenino y lo masculino, he pensado que Hamlet, la tragedia de William Shakespeare, cuenta con dos personajes que encarnan, cada uno en su propia tragedia, el extremo de la posición femenina y el extremo de la posición masculina.

Me refiero a la pareja malograda de Hamlet y Ofelia. Hamlet y Ofelia están locamente enamorados el uno del otro. Todo está bien hasta que el rey, el padre de Hamlet, muere en extrañas circunstancias y él, como su único hijo, está obligado a vengar esa muerte. A partir de ese momento toda su vida gira en torno a convertirse en el digno vengador de su padre. El resto del mundo deja de interesarle, incluida Ofelia. Sólo lo mueven la obsesión de venganza y la duda de si será o no capaz de dar la talla y de cumplir con lo que el padre espera de él. A lo largo de la tragedia, acosado por la indecisión, Hamlet se hace muchísimas preguntas, pero entre todas ellas, hay una que lo caracteriza: «¿Ser o no ser?». Su pregunta me parece típicamente masculina; algo así como «¿soy suficientemente hombre para cumplir con mi padre?», «¿cómo tendría que demostrarlo?». Su pregunta encarna la preocupación masculina, el hombre está mortificado por «ser»,

por parecer lo que se supone que debe ser: un hombre. Para la posición masculina es importante demostrar activamente que él «tiene» lo que hay que tener y suele pasarse buena parte de sus días poniendo sus atributos sobre todas las mesas. Él «tiene que ser» el más valiente, el más potente, el más listo, el más conquistador.

En fin, ha de ser siempre el primero de alguna lista, de alguna competición que continuamente está librando con algún otro hombre en su cabeza. De hecho, en la tragedia de Shakespeare, Hamlet está dispuesto a matar –y mata– para «ser» un hombre, digno hijo de su padre, para defender su lugar en el mundo.

Pero ¿qué pasa con las mujeres?, ¿qué pasa con Ofelia? Mientras Hamlet está obsesionado por la venganza, ocupado en dilucidar si él «es o no es», en averiguar qué tendría que hacer para «ser» un hombre como su padre; Ofelia, ajena por completo a las luchas por el poder, sólo sabe que ella sigue enamorada de Hamlet y que él la ignora. Incapaz de tomar ninguna iniciativa, sólo atina a soñar con su amor. Es así como Ofelia se pasa las horas perdidas, entregada a preguntarse otra cosa. Ofelia se vuelve loca de amor y se rinde sin moderación a su locura. Ha perdido la razón porque Hamlet no la quiere. Rodeada de flores, dedica los últimos días de su vida a deshojar margaritas y a preguntarles «¿me quiere? o ¿no me quiere?». Ofelia está dispuesta a morir –y muere–, se quita la vida por amor. Ofelia encarna el extremo de la pasividad femenina.

La queja de Ofelia es la queja que más se escucha en boca de una mujer, quien, más tarde o más temprano se preguntará: «¿Me quiere?, ¿no me quiere?», «¿cuánto me quiere?», «¿cómo me quiere?», «¿me querrá siempre?», «¿qué tengo que hacer para que me quiera más?».

Estas preguntas: «¿Me quiere?, ¿no me quiere?», no suelen ser el mejor camino para despejar dudas respecto a una relación maltrecha. No es suficiente con que la respuesta sea «¡Sí! ¡Me quiere!». También los maltratadores quieren muchísimo a sus víctimas, tanto, que no soportan estar sin ellas y verlas vivir lejos de su control…

Las quieren, sí, pero las quieren mal, las quieren con un amor monstruoso, con un amor enfermo. Las quieren tanto que prefieren verlas muertas antes que en brazos de otro, por ejemplo. Así que «¿me quiere?, ¿no me quiere?» son preguntas que arrojan respuestas engañosas. Para empezar, la respuesta está en manos de la otra persona y siempre es preferible plantear preguntas que pueda responderse cada quien, por ejemplo: «Una relación así, ¿me compensa o no me compensa?», «¿Es esto lo que yo quiero para mi vida?», «¿Estoy dispuesta a perdonarle otra infidelidad?», «¿Cuántos años más puedo esperar hasta que se decida?», «¿Tengo que creer en sus palabras o en sus actos, en sus promesas o en los hechos?».

¿Sólo mujeres?

Vamos a hablar de «mujeres malqueridas», para entendernos y porque son mayoría, pero por supuesto que también hay «hombres malqueridos». Excepto la Barbie, no conozco a ninguna otra mujer que sea cien por cien una mujer, ni a ningún hombre, excepto Rambo, que sea cien por cien un hombre (y digo Rambo porque me parece que ni siquiera el Ken, la pareja de la Barbie, tiene su identidad sexual muy definida). El ser humano se distingue, entre otras cosas, por su disposición a la bisexualidad.

Ante cada persona concreta, más que de «hombres» y de «mujeres» en estado puro, cabe hablar de posición masculina o posición femenina, identificando «femenino» con pasividad y «masculino» con actividad. Para explicar en qué sentido identifico el par femenino/masculino con el par pasividad/actividad, voy a recurrir a la expresión biológica más elemental: la fecundación. Desde el punto de vista más descriptivo, en la fecundación, aun a riesgo de ser considerados políticamente incorrectos, podemos afirmar que el óvulo espera (pasivamente) la llegada del espermatozoide, mientras que el espermatozoide ha de buscar (activamente) el encuentro con el óvulo. Así se forja la historia de amor entre el óvulo y el espermatozoide.

¿Qué pasa cuando esa expresión biológica elemental se hace más compleja, cuando hablamos de seres humanos? Entonces contamos con un abanico muy variado, en el que lo femenino y lo masculino, la pasividad y la actividad, se mezclan en distintas proporciones, dando como resultado una gama amplísima de actitudes humanas que recorre desde los extremos más caricaturescos de la homosexualidad en la que se supone, por ejemplo, que un hombre se coloca netamente en una posición femenina o una mujer en una posición indiscutiblemente masculina; a la supuesta heterosexualidad sin mácula representada por los iconos del «macho latino» y la «mujer objeto», pasando por la ejecutiva agresiva de «ordeno y mando», uniformada con su impecable traje de chaqueta, o el metrosexual atildado que se depila, usa el secador de pelo durante más tiempo que su mujer y gasta en cremas tanto o más que ella.

Una vez aclarado que parto de la idea de un gradiente masculino- femenino de infinitas combinaciones, quiero destacar que en la posición femenina pasiva hay una mayor disposición a sufrir por amor, que en la posición masculina activa.

Para Simone de Beauvoir, el estilo de querer considerado como «típicamente femenino» es la consecuencia inevitable de la situación de desventaja social en la que se encuentra la mujer, una situación de dependencia que le impide situarse en la vida como sujeto y ser protagonista de su historia. Según su punto de vista, la mujer, condenada a depender de un hombre, no tendría otra alternativa que transformar a ese hombre en un dios y, a partir de ahí, convertir su condición de esclava en una virtud, y el amor en su única razón de ser. Lo curioso es que la mujer no se revela contra esta situación, antes bien, la mujer sometida se siente orgullosa de su esclavitud, y experimenta una especie de honra de sierva. Es así como el amor, para la mujer, más que una forma de expresión afectiva, se constituye en una religión.

Personalmente yo comparto la opinión de Simone de Beauvoir respecto a la mayor parte de las mujeres hasta hace escasos decenios. Pero este planteamiento me resulta insuficiente para explicar la situación de un enorme número de mujeres que sufren por amor en la actualidad. Hoy en día hay cada vez más mujeres que cuentan con una entrada económica estable y que son las únicas dueñas de las riendas laborales de su vida. Cualquiera conoce a una mujer que se ha labrado a pulso un lugar propio en el mundo, sin tener que depender de un hombre. Sabemos que, a pesar de que persisten las diferencias por razones de sexo, cada vez hay más mujeres que alcanzan puestos de alta responsabilidad en la política, en los negocios, en la cultura, etcétera. Simone de Beauvoir se sentiría orgullosa de todas ellas porque son la demostración de que su lucha y sus palabras, inspiradoras del feminismo más fecundo, no han sido en vano.

Y, a pesar de todos esos logros, la misma Simone de Beauvoir se sorprendería si comprobara hasta qué punto las consultas psicológicas se siguen nutriendo de mujeres autónomas, emancipadas, independientes, que, cuando nadie las ve, lloran desconsoladas las heridas que deja un amor desdichado, como solían llorarlo sus antecesoras. Esas mujeres brillantes, reconocidas, a quienes no les queda casi nada por demostrar desde el punto de vista laboral, siguen emulando a Ofelia y, a escondidas, deshojan la mustia margarita del «¿me quiere?, ¿no me quiere?».

Visto así, el argumento de la subordinación económica y social de la mujer respecto al hombre no es suficiente para explicar este estilo femenino de querer. Tenemos que buscar la explicación en otra parte. En este caso, «la verdad no sólo está allí fuera», en la sociedad, sino también «aquí dentro», en la misma condición femenina, lo que veremos en el próximo capítulo.

El ciclo de la repetición

Hacerme las mismas preguntas a lo largo de tantos años me ha llevado a concebir la ilusión de que se pueden responder. El amor es un animal extraño y caprichoso que se mueve sin brújula, y sus razones escapan a toda lógica consciente. El amor es un animal que se alimenta de certezas absurdas y de verdades falsas. Mi experiencia terapéutica con este tipo de casos me ha permitido vislumbrar un patrón reiterativo.

La repetición es una marca de identidad de la conducta humana. Solemos repetir a ciegas desde la conducta más sublime hasta la más impresentable. Quiero que a través del libro recorra conmigo una especie de ciclo que se repite y que empieza con toneladas de ilusión y expectativas que, sin entender muy bien por qué, naufragan una y otra vez en un amor lastimoso.

Después de acercarnos a esa disposición típicamente femenina para el amor incondicional y el sacrificio, continuaremos la historia con la propia elección de pareja que siempre es fruto de todo menos del azar. Me referiré a esos casos en los que se establece un tipo de relación en el que la mujer convierte a su hombre en un dios y ella pasa a ocupar el lugar de su sierva, de su dueña. Repasaremos lo que he llamado «pecados capitales» de una relación, algunas de esas situaciones, actitudes o vicios inevitables pero que, en exceso, se convierten en pecados que llevan a la mujer a verse envuelta en relaciones destructivas y sin futuro.

Recorreremos varios de los ingredientes típicos de este tipo de relaciones: la infidelidad, la Otra, los celos. Repasaremos también algunos de los recursos de los que echa mano una mujer atrapada en este tipo de relaciones; en el mejor de los casos empieza a funcionar un radar que la lleva a buscar ayuda y compañía. Recurre a sus amigas, que se convierten en pilares firmes que la sostienen; además busca consejo con el mismo interés en un libro de autoayuda, en el horóscopo o en las cartas del tarot y, finalmente, cuando nada de lo anterior le ha funcionado y el sufrimiento persiste, acude a un terapeuta para pedir ayuda psicológica. Veremos que cada una de estas «tablas de salvación» cumple una función diferente, tiene sus peculiaridades y ninguna de ellas sustituye a las demás.

La mayoría de estos amores imposibles, por suerte, no son eternos, y aquel que hasta ayer era un dios y ocupaba el lugar más alto de un pedestal, una mañana cae sin remedio y casi sin explicación. Un buen día resbala el velo que no dejaba ver a la mujer con claridad y su ídolo se presenta en toda su humanidad. Será cuando ella esté preparada para desprenderse internamente de él, aunque se hayan separado mucho tiempo atrás.

Caído el ídolo del pedestal, empieza el proceso de reconstrucción de la mujer, que habrá de atravesar un duelo inevitable. Veremos que son muchas y muy variadas las estrategias que puede emplear una mujer para evitar ese duelo, sin embargo, sin ese trabajo de duelo, no hay final. En los casos de peor pronóstico, una mujer todavía convaleciente de un amor desdichado, y que no conoce las verdaderas razones que la mantuvieron atada a esa relación, se prepará –sin saberlo– para emprender otra relación igual de perniciosa para ella que la anterior y repetirá el mismo ciclo. Sólo cuando la mujer ha podido determinar qué papel ha desempeñado ella misma en su sufrimiento, en esa desgraciada historia, entonces podrá restituir su propia identidad, su valía y su razón de ser, más allá de la relación que mantenga con un hombre. Sólo entonces será capaz de relacionarse consigo misma y con los demás, de una manera menos destructiva y más provechosa. Si lo consigue, habrá deshecho la rueda de la repetición y su próxima historia de amor, su propia historia, será otra.


LA AUTORA
Mariela Michelena es psicoanalista y miembro titular de la Asociación Psicoanalítica de Madrid (Asociación Psicoanalítica Internacional). Ha desarrollado su actividad clínica en Caracas, Houston y Lima. Actualmente ejerce como psicoanalista en su consulta privada de Madrid. Ha publicado Un año para toda la vida (2002) y Saber y no saber. Curiosidad sexual infantil (2006).
michelena.mariela@gmail.com
jueves, noviembre 25, 2010

El Diario de Moscú

Encanto de la escritura y de la lectura que nos permite atrapar en corto tiempo y espacio las vivencias de toda una vida. Insisto e insistiré cual orate: la invención de la escritura es el supremo acto de magia realizado por el hombre.

El médico y escritor venezolano Edgardo Malaspina
Por Daniel R Scott

"Si alguien quisiera tener rápidamente una idea vivaz de lo que fue la vida cotidiana en la Unión Soviética en los años 80, podría ahorrarse la pesada lectura de Alexander Soljenitzin: le bastaria por el momento leer el Diario de Moscú de Edgardo Malaspina." ( J. A. Calzadilla Arreaza )

Ando deambulando por los lares de la página 53 del libro el "Diario de Moscú" de Edgardo Malaspina. Camino por las huellas de su estadía en la hoy extinta Unión Soviética. El propio autor tuvo la amabilidad y gentileza de obsequiarme un ejemplar con la siguiente dedicatoria: "Para Daniel con el aprecio de los poetas." Es un gesto que valoro. Soy de la creencia que a un libro se le aumenta el valor literario y poético cuando viene dedicado de puño y letra por su autor. En menos de una hora ya he leído "tres años de diario". Encanto de la escritura y de la lectura que nos permite atrapar en corto tiempo y espacio las vivencias de toda una vida. Insisto e insistiré cual orate: la invención de la escritura es el supremo acto de magia realizado por el hombre. O como diría más académicamente Jorge Luis Borges: "Sólo el libro es una extensión de la imaginación y de la memoria."

Edgardo Malaspina es un personaje de nuestros llanos y horizontes guariqueños ampliamente conocido por todos. Su labor médica e intelectual es de vieja data y larga trayectoria. Pero, si acaso hay alguien que aún no le conozca, le bastará leer la flamante contraportada vinotinto de su libro aquí reseñado: "Médico internista graduado en Moscú. Profesor y traductor de ruso. Individuo de número de la Sociedad Venezolana de Médicos Escritores y representante por el estado Guárico de la Red Nacional de Escritores de Venezuela." La obra, nos sigue hablando la contraportada, es "el diario de un estudiante que marcha a cursar estudios de medicina en la Unión Soviética de los años ochenta. Va construyendo, entre anotaciones breves y las memorias grabadas como huellas esenciales, un panorama de la vida cotidiana rusa en la década final del Socialismo real." Efectivamente: Malaspina pinta con pincelada precisa, literaria y poética la "anatomía de la humanidad rusa...así como del alma Soviética." ( J. A. Calzadilla Arreaza, prologuista de la obra ) Quien lea este diario no puede menos que sentir que los párrafos exhalan un suave y si se quiere poético "saludo a la nostalgia." El haya vivido esa época de "Ideología militante" "Guerra fría" y "Equilibrio del Terror" añora de alguna manera el pensamiento y el estilo de vida engendrado en ese periodo de la historia. En lo personal, echo de menos las discusiones de mi padre el "proamericano" y me tío el "comunista": Antonio Scott y Horacio Scott. Sus confrontaciones eran verdaderas riñas de perros y gatos que yo disfrutaba perversamente con toda la pura ingenuidad que me daban mis dos décadas de vida. Es que la vida y la historia era algo más que el obtuso integrismo islámico tan de moda en el siglo XXI.

No puedo aún escribir sobre la obra de Malaspina con la amplitud que deseo porque apenas escalo su página 53, pero he aquí al menos unas dos citas con su comentario: En la primera Malaspina preservó para la posteridad la palabra de un veterano de guerra que dijo: "Los americanos se creen los ganadores de la guerra, pero sabemos que fuimos nosotros los propios vencedores, que recorrimos la mitad de Europa a pie, empujando la bestia, cuerpo a cuerpo, hasta su cueva." Y es que por prejuicio o ignorancia pocas veces consideramos el papel que jugó y lo mucho que sufrió el pueblo ruso durante la Segunda Guerra Mundial. No en balde se le denominó a la resistencia soviética a la invasión alemana la "Gran Guerra Patriótica." ¿Cuanto habrá sufrido este veterano de guerra inmortalizado en la página escrita de Malaspina? Al menos, eso si, sobrevivió: de los 55 millones de personas que dieron su vida en los campos de batalla, 27 millones eran soviéticos. Se dice que en la toma de Berlin el ejército rojo perdió 300 mil soldados.

En otra parte se le oye a Malaspina decir: "Una cátedra de la facultad de medicina es un amplio corredor adornado con retratos de científicos relacionados con la especialidad en cuestión y carteleras alusivas a la misma. A lo largo del corredor están las aulas, laboratorios y oficinas. La atmósfera silenciosa junto a las imponentes figuras de destacados médicos nos trasmiten la sensación de encontrarnos en un templo y nos insta a mantenernos serios y respetuosos." Es el concepto y visión de lo sagrado de la vida y de las cosas. Se percibe un misticismo sin Dios, la religiosidad que le es propia al ser humano así se le instruya sistemáticamente en los rudimentos del ateísmo científico, la necesidad consciente o inconsciente de creer en algo superior que de alguna manera nos haga trascender. En fin, ecos de una espiritualidad universal que en la Unión Soviética nada sabía de mitos, liturgias, dioses o semidioses. Al menos en las políticas del Estado

Justipreciar pues "Diario de Moscú" no es tarea fácil. Cada cita, oración y párrafo contienen suficientes datos para desarrollar por separado toda una diversidad de tópicos relacionados con el autor y su interacción con el pueblo soviético. Termino este artículo por donde debí comenzarlo, con las palabras del Veredicto del Concurso Literario Stefania Mosca Categoría Crónica: "Nosotros, Mercedes Chacín, Roberto Malaver y Ernesto Villegas, jurados del Premio Municipal de Literatura Stefania Mosca en la categoría de crónica, decidimos de manera unánime, otorgar el primer lugar a la obra Diario de Moscú, registrado bajo el pseudónimo Sergio Narod, por su originalidad, novedad y ritmo narrativo que mantiene interés de la crónica hasta el final. Por otra parte estimamos que revela interesantes detalles históricos de un estudiante venezolano en Moscú y sus posteriores impresiones luego del proceso conocido como la Perestroika."

12 Noviembre 2010
viernes, noviembre 12, 2010

El Congo

Fuego Cotidiano ofrece el primer capitulo de la novela El sueño del celta, del escritor peruano Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura 2010, la cual describe una aventura existencial, en la que la oscuridad del alma humana aparece en su estado más puro y, por tanto, más enfangado. La aventura que narra esta novela empieza en el Congo en 1903 y termina en una cárcel de Londres, una mañana de 1916.


La novela mayor de
Mario Vargas Llosa
Mario Vargas Llosa
I

Cuando abrieron la puerta de la celda, con el chorro de luz y un golpe de viento entró también el ruido de la calle que los muros de piedra apagaban y Roger se despertó, asustado. Pestañeando, confuso todavía, luchando por serenarse, divisó, recostada en el vano de la puerta, la silueta del sheriff. Su cara flácida, de rubios bigotes y ojillos maledicentes, lo contemplaba con la antipatía que nunca había tratado de disimular. He aquí alguien que sufriría si el Gobierno inglés le concedía el pedido de clemencia.

-Visita -murmuró el sheriff, sin quitarle los ojos de encima.

Se puso de pie, frotándose los brazos. ¿Cuánto había dormido? Uno de los suplicios de Pentonville Prison era no saber la hora. En la cárcel de Brixton y en la Torre de Londres escuchaba las campanadas que marcaban las medias horas y las horas; aquí, las espesas paredes no dejaban llegar al interior de la prisión el revuelo de las campanas de las iglesias de Caledonian Road ni el bullicio del mercado de Islington y los guardias apostados en la puerta cumplían estrictamente la orden de no dirigirle la palabra. El sheriff le puso las esposas y le indicó que saliera delante de él. ¿Le traería su abogado alguna buena noticia? ¿Se habría reunido el gabinete y tomado una decisión? Acaso la mirada del sheriff, más cargada que nunca del disgusto que le inspiraba, se debía a que le habían conmutado la pena. Iba caminando por el largo pasillo de ladrillos rojos ennegrecidos por la suciedad, entre las puertas metálicas de las celdas y unos muros descoloridos en los que cada veinte o veinticinco pasos había una alta ventana enrejada por la que alcanzaba a divisar un pedacito de cielo grisáceo. ¿Por qué tenía tanto frío? Era julio, el corazón del verano, no había razón para ese hielo que le erizaba la piel.

Al entrar al estrecho locutorio de las visitas, se afligió. Quien lo esperaba allí no era su abogado, maître George Gavan Duffy, sino uno de sus ayudantes, un joven rubio y desencajado, de pómulos salientes, vestido como un petimetre, a quien había visto durante los cuatro días del juicio llevando y trayendo papeles a los abogados de la defensa. ¿Por qué maître Gavan Duffy, en vez de venir en persona, mandaba a uno de sus pasantes?

El joven le echó una mirada fría. En sus pupilas había enojo y asco. ¿Qué le ocurría a este imbécil? «Me mira como si yo fuera una alimaña», pensó Roger.

-¿Alguna novedad?

El joven negó con la cabeza. Tomó aire antes de hablar:

-Sobre el pedido de indulto, todavía -murmuró, con sequedad, haciendo una mueca que lo desencajaba aún más-. Hay que esperar que se reúna el Consejo de Ministros.

A Roger le molestaba la presencia del sheriff y del otro guardia en el pequeño locutorio. Aunque permanecían silenciosos e inmóviles, sabía que estaban pendientes de todo lo que decían. Esa idea le oprimía el pecho y dificultaba su respiración.

-Pero, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos -añadió el joven rubio, pestañeando por primera vez y abriendo y cerrando la boca con exageración-, todo se ha vuelto ahora más difícil.

Para seguir leyendo este capitulo baje el archivo
domingo, noviembre 07, 2010

La rebelión de los náufragos

La Rebelión de los Náufragos (Editorial Alfa)es el título de una investigación periodística realizada por Mirtha Rivero. Es un trabajo que desentraña muchas circunstancias olvidadas o ignoradas que rodearon la salida de Carlos Andrés Pérez de la Presidencia de la República el 20 de mayo de 1993 . A continuación publicamos el primer capítulo de este interesante libro que ya esta en el mercado venezolano.

 

Por Mirtha Rivero |
Es difícil saber lo que hizo o pensó durante las últimas horas que pasó en su despacho. Queda imaginar, especular, inventar. A las tres y media de la tarde, los objetos personales habían desaparecido de la vista. Esa misma mañana, en menos de noventa minutos, un comando invisible había barrido todo rastro de su paso por allí. Todo testimonio de su devenir público, de su historia oficial. La única historia que, por cierto, tenía cabida en ese espacio, por lo menos en lo que se refería a los cuerpos inanimados. La vida privada era –o él hubiese querido que fuera– privada, no se exponía en papeles, chécheres o portarretratos, y en esa oficina pública no podía haber sino vestigios de su recorrido público. De su trasiego político. De su tuteo con el liderazgo mundial. Esas fueron las huellas que recogieron de la sala esa mañana. El comando sigiloso se había llevado la colección de fotos en donde aparecía al lado de Felipe González, Jimmy Carter, el rey Juan Carlos, Willy Brandt, el jeque árabe de nombre enredado y como media docena de fotos más. También cargaron con los libros de biografías, y por supuesto –fue lo primero que se llevaron– con el busto de Abraham Lincoln y el altorrelieve con la cara de Simón Bolívar. Nada más quedaban, como testigos mudos de otra época, la silla sobreviviente a su primer gobierno –y que Cecilia había mandado a retapizar–, el inmenso globo terráqueo que François Miterrand le regaló en la visita que hizo a Caracas y un revólver calibre treinta y ocho que reposaba –íngrimo– en el centro del escritorio, como la seña más clara de que había llegado la hora de salida. Porque un arma –era su creencia– no es para andar exhibiéndola.

Las armas no son ornamento ni prueba de hombría. Lo había aprendido muy temprano, oyendo las historias de la guerra colombiana de los mil días que le contaba su tío, el general Manuel Rodríguez, y lo comprobó en carne propia mucho después, durante los diez años de resistencia, clandestinidad y exilio que empezaron en 1948, cuando los militares derrocaron a Rómulo Gallegos y él pretendió aguantar en Maracay instalando un gobierno de emergencia. Desde esos tiempos en que lo perseguían empezó a familiarizarse con las armas; tanto, que cuando cayó la dictadura y debutó la democracia las siguió teniendo cerca. Había un revólver escondido en el cajón de la mesa de noche –bajo llave– cuando estaba en la casa o, si era Presidente y estaba en Miraflores, en la minúscula gaveta que se asomaba discreta por debajo de la mesa que una vez había sido de Rómulo Betancourt. Esta vez el revólver estaba sobre el escritorio. Lo acababa de sacar de su escondite porque ya se iba. Había llegado la hora de cierre. Se iba pese a que no eran las nueve ni las diez o las once de la noche. Se iba aunque afuera, en la calle, el sol quemara y faltaba para que cayera la tarde y entrara la noche. En verdad todavía tenía una hora, hora y media por delante para irse, pero eran pocos los minutos que le quedaban para estar solo y despedirse de esas paredes. Pronto llegaría la marabunta; había que alistarse.

El barbero de Palacio acababa de salir. Concluido el almuerzo lo mandó llamar como lo había hecho tantas otras veces en medio de una agenda complicada, porque debía recibir a un visitante distinguido. Por más atosigado que estuviera no gustaba de aparecer desgreñado y descompuesto, dando muestra de azoro. Si había llamado al peluquero en momentos menos trascendentes, cómo no hacerlo a esa precisa hora. ¿Cómo no llamarlo por última vez? Es más, así llenaba su horario en medio de una jornada tan pobre y desleída como la que había tenido ese día. Y es que por más empeño que había puesto en fijarse actividades, tareas y reuniones, el esfuerzo era en vano. Muy poco, casi nada, le quedaba por hacer y esa certidumbre lo asolaba. La representación inútil de un florero frente a una ventana se le venía a cada tanto a la cabeza como una alucinación. Odiaba la idea de ser tratado como adorno. O peor: como estorbo. Toda la vida se había enorgullecido de ser un hombre de acción, un ser que actuaba, que hacía, que se ocupaba. No fue gratuito que en la primera campaña se vendiera como el hombre que camina. La frase, más que un lema publicitario, más que un jingle, resumía su carácter. Más que un tipo atorado, terco y obstinado –que lo era– se reconocía como un tipo que ejerce, que ejecuta, que conjuga en primera persona el verbo hacer. Porque es de espíritus flojos, pacatos y débiles detenerse, quedarse inmóvil. Es contrario a su estilo inhibirse o retraerse ante los tropiezos. Grandes o pequeños. Si se cae un botón de la camisa y Blanca no anda por ahí, él solito agarra y se cose el botón; si necesita la copia de un documento, nada le impide manejar la fotocopiadora; si le dicen que no vaya al Congreso porque le van a boicotear su entrada y que lo mejor es no ir y dejarlo para después, pues él va, y armado, por si acaso. Siempre hay algo que hacer, que se puede o que se tiene que hacer. Siempre, menos este día.

Pretendiendo huirle a la inacción había pensado presentarse esa tarde en el Parlamento para demandar, él mismo, a los senadores que aprobaran por unanimidad el juicio. Sería un lance emotivo, dramático, digno de grandes titulares. Pero también –lo pensó mejor– una ocurrencia estéril, y a lo mejor contraproducente. No faltaría el resentido que, queriendo humillar, iba a pedir la palabra después de él. Y no, no iba a brindar esa oportunidad. No iban a caerle encima otra vez. No más. Lo prudente era domesticar los impulsos y recoger las alas hasta nuevos tiempos. Además, qué tanta novedad iba a recitar. Qué más quedaba por decir. ¡Qué vaina! Esta vez tampoco se despediría como lo había planeado. En 1979 fantaseó con la imagen de entregar la banda e irse a pie desde el Congreso hasta la sede del partido. Sería un largo trecho, rodeado de gente, de pueblo que en el trayecto se le uniría. Al llegar, el partido lo recibiría con aplausos, inclinándose ante su jefatura. Eso quiso, eso imaginó pero no pudo, porque se dio cuenta de que entre sus compañeros no había interés en recibirlo con honores. Le achacaban que no puso lo que le tocaba para que Acción Democrática ganara las elecciones y que, encima, cuando perdieron, se apresuró en admitir el triunfo ajeno. No lo perdonaban. Había mucho reconcomio, y en vez de homenajes se estaban cociendo intrigas. Por eso no cerró como quiso su primera presidencia. Se quedó con las ganas. Y tampoco iba a poder en la segunda. Parecía una maldición. Lo que restaba era mantener el aplomo. Guardar las apariencias.

Ajustó el nudo de la corbata, tiró el saco hacia abajo y lo cerró abrochando un solo botón. El semblante ya estaba entrenado para lo que venía, pero por si acaso revisó. El ceño no debía revelar inconveniencias. No era hora para descubrirse molesto, aunque lo estuviera, o triste, que también lo estaba, o impotente o sorprendido o herido o desarmado. Ni un atisbo de su ánimo, de su verdadero ánimo, debía traslucirse. Suficiente con la alocución de la noche anterior. Había que mostrarse sobrio, sereno, firme. Entero. Prohibidos los hombros caídos. Pronto le tocaría despedirse formalmente de su equipo. Pronto llegaría el ejército invasor. En cuestión de minutos comenzaría el desfile y había que seguir el libreto. Apretón de manos, saludo cordial, firma del acta, nuevo apretón de manos, abrazo de rigor, otros apretones más allá, quizá un beso en alguna mejilla, y ya. Sin fanfarrias, sin fausto o aparato. Sin discurso. Cerraba el mes más largo de su vida. De su historia. Tanto de la pública como de la privada. El mes más largo, y eso que apenas habían pasado veintiún días.

La fecha exacta: 21 de mayo de 1993.

***

Moraima –todavía con rastros de trasnocho en el cuerpo– buscaba la noticia en la televisión. Se había acostado a las dos de la mañana, pero la emoción no la había dejado reposar. A las siete ya estaba fuera de la cama, con un café en la mano enfrente del televisor. Desde entonces casi no se había despegado de la pantalla y, a pesar del aporreo, estaba feliz. Ese día no iría a trabajar. Lo había pedido con anticipación porque cumplía cuarenta años y quería celebrar de una manera distinta esa fecha. Iniciaba una nueva etapa en su vida y no quería inaugurarla encerrada en una oficina rodeada de folios y carpetas. Tenía pensado un amanecer diferente, una celebración especial. Pero ni soñaba con lo especial que terminó siendo. Había comenzado a festejar en la víspera, cuando el jueves a las cuatro de la tarde, estando en el trabajo, se enteró de la novedad: «Con nueve votos a favor y seis en contra –leyó en cámara un tipo de rostro grasoso y lentes que le resbalaban en la nariz– la Corte Suprema de Justicia en sala plena declara que hay méritos suficientes para el enjuiciamiento del Presidente de la República, Carlos Andrés Pérez Rodríguez…».

El tipo con lentes no había terminado de hablar cuando un aplauso fuerte y compacto arropó el resto de su discurso. Al magistrado Gonzalo Rodríguez Corro sólo se le veía la cara brillante enmarcada entre un enjambre de cables y micrófonos. Menos de cinco minutos tardó en leer la decisión. A Moraima le entraron ganas de salir corriendo a pegar lecos por la ventana, animada por un alboroto que venía de la calle a la altura de la esquina de Gradillas. Hasta su oficina llegaron los vivas y los cánticos que, como parte de la fiesta, invocaban el nombre de un militar preso. Ella no salió a gritar en ese momento, pero tampoco se quedó sin darse el gusto: en la noche, después de oír el discurso que dio el Jefe de Estado por cadena nacional, chilló de lo lindo desde el balcón de su apartamento en Santa Paula. En su concierto la acompañó su marido, que golpeó sin cesar y sin piedad el fundillo de una sartén. Los dos estaban felices, pero Moraima más; estaba tan contenta que hasta le entraron deseos de lanzar cohetes. Ella, que tanto miedo le tenía a los juegos pirotécnicos desde que, siendo muchachita, se quemó la mano con una luz de bengala. Ella misma se sintió tentada a raspar un fósforo para prender la mecha de un tumbarrancho. Sería una buena manera de empezar su fiesta, se dijo. Tirar cohetes para celebrar una nueva etapa. La suya y la del país. Era el inicio de su cuarta década de vida y el inicio de otra época en la vida del país. No le cabían dudas de lo que venía. El anuncio abría un horizonte de esperanzas, y por sí solo constituía el mejor obsequio que podían darle por su cumpleaños. Ni que lo hubiera encargado. Y esa noche, en los ratos en que no estuvo asomada al balcón o viendo las noticias transmitidas en vivo, se colgó al teléfono para comentar que la renuncia del Presidente –aunque el Presidente no había renunciado pero era como si lo hubiera hecho– era el presente más bonito que le habían dado. En cuanto agarraba la bocina, cada vez más achispada por la champaña, machacaba: es mi mejor regalo.

Aquello era histórico. Nunca imaginó que viviría para presenciar un hecho parecido. Harta de los partidos y de sus dirigentes, se había convertido en una escéptica. Descreía del sistema democrático, o cuando menos de su evolución. Desconfiaba de todo y de todos. Para ella todos los políticos eran corruptos y todos los jueces se podían comprar; lo que hacía falta era que le llegaran al precio. Por eso estaba convencida de que, al final, los magistrados de la Corte no le iban a dar luz verde al juicio en contra del primer mandatario nacional. Era imposible, decía. Ni en Por estas calles se había visto. Cómo iba a suceder en la vida real, en la vida de verdad, verdad. No ocurriría nada, había predicho, porque nunca ocurre nada en este país. Todo el mundo roba y roba y se sale con la suya. Nadie paga. Esa era una de sus verdades absolutas. Pero se equivocó. Un día antes de cumplir cuarenta años, la misma Corte de la que tanto despotricaba la había sorprendido. Y ella estaba feliz de haberse equivocado.

Para estar guindando, mejor caer, aseguraba. No encontraba inconveniente en que sacaran al Jefe de Estado antes de tiempo, sobre todo si, como decían, había robado una millonada. Y si no lo había hecho, como se atrevía a cantar uno que otro jalamecate, se vería después. Para averiguar lo que se debía averiguar estaba el juicio que se iba a abrir enseguida. En el tribunal se vería quién tenía razón, pero mientras tanto, lo mejor que podía pasar era que el mandatario esperara afuera. Afuera del gobierno, desprovisto de poder y privilegios, como un mortal cualquiera. Bastante se había prolongado la agonía. Las crisis hay que atacarlas rápido, y esta se había demorado demasiado. Nada peor que un país dando tumbos. Era una majadería pretender esperar los siete meses que faltaban para las elecciones, si la solución al atajaperros en que vivían metidos podía encontrarse antes. Sin golpe, sin muertos, sin hecatombe. Ya estaba bien de dar largas al asunto, que para eso es para lo único que sirven los leguleyos. Para argumentar y contraargumentar y buscar resquicios por donde evadirse. Claro que es lógico que el gobierno maneje un presupuesto para seguridad y defensa, y por supuesto ningún gobierno, ni este ni el de Tucusiapón, lo anda divulgado. Eso es una cosa, pero otra muy diferente es que ese presupuesto no pueda auditarse. Que ese dinero no tenga control. Alguna vigilancia debía tener esa plata porque de lo contrario nadie garantiza que no sea desviada para chequeras personales, o comprar una casa para la querida o pagar los gastos de una coronación que nadie pidió.

Moraima estaba acelerada por la avalancha de acontecimientos, y ese viernes en la tarde todavía quería más. Permanecer pegada a un televisor no era la manera que había imaginado para festejar su cumpleaños, pero sin duda fue la mejor. Ya había visto la sesión del Senado que aprobó el juicio al Presidente, y rio de lo lindo con la discusión que se prendió por el detalle del tiempo que debía mandar el sustituto que nombrara el Congreso. «¡Esto es el acabóse! –exclamó–, antes de votar por el juicio se guindan de las greñas para decidir los días que dura la suplencia». Vio también la ceremonia en donde los congresistas juramentaron al suplente, con banda marcial, himno y hasta discursos. El encargado habló de hora trascendental, de duros embates, de resistencia democrática, de la madurez de las Fuerzas Armadas que son ejemplo para América Latina, y, por supuesto, de la carambola que hizo que, ahora sí, le impusieran el collar de la Orden del Libertador y le entregaran la llave de la urna donde están sus huesos.

–Se nos ofrece la ocasión –decía desde el congreso– para insistir sobre la naturaleza perfectible del sistema, más allá de las aventuras que sólo producen trauma y sobresaltos. Este mandato provisional no lo he buscado ni deseado y me corresponde asumirlo. Actuaré con la firmeza que la situación demanda… No he de actuar como hombre de partido en este trance tan difícil…

Moraima también vio los disturbios a las afueras del Congreso en donde hubo insultos, agresiones y gases lacrimógenos. Y la carretilla de declaraciones que se ofrecieron: ministros, políticos, empresarios, dirigentes vecinales, periodistas, buhoneros, oficinistas y hasta chicheros opinaron sobre el trascendental momento. Ella había visto casi todo lo que difundieron los canales, pero todavía deseaba ver más. Le faltaba el acto de traspaso de mando. Quería mirar las caras, reparar en los gestos, oír las últimas palabras. Quería más, mucho más. Quería ver al mandatario derrocado salir de la casa de gobierno.

***

A un cuarto para las cinco de la tarde, en el Palacio de Miraflores el aire era espeso. Había desaparecido la incertidumbre y el nerviosismo de los días anteriores, dando rienda suelta a las caras largas, las conversaciones en voz baja y el desmayo ante el peso de los hechos. Secretarias, taquígrafos, mensajeros, analistas, mesoneros, electricistas y bedeles, desafiando la norma, estaban reunidos en el pasillo principal que lleva a Presidencia. En grupitos de cuatro y cinco, esperaban la salida de quien fue su jefe durante más de cuatro años. Conversaban en susurros sin prestar atención al ruido que salía impertinente de los dos televisores que estaban encendidos muy cerca. No había funcionarios de alto rango entre ellos; sólo se distinguía Rosario Orellana, viceministra de la Secretaría, que se acercaba presurosa por el corredor hasta apostarse a un lado de una columna y de un muchacho de ojos rayados, de nombre Javier, que la saludó como saluda un subalterno. Aparte de ella, los contertulios, incluido Javier, eran rasos, rasos. Los grandes personeros–ministros y militares– estaban adentro, aguardando un llamado en la antesala del despacho. A ellos todavía les quedaba oficio por esa tarde. Tras la firma del acta y la despedida, deberían reunirse con el nuevo Jefe de Estado y presentar cuentas, o por lo menos ponerse a la orden. Era lo mínimo, aunque más de uno tenía ganas de saludar y salir corriendo. Entre ellos se repetían los murmullos del pasillo. El espíritu cargado. No había bríos para charlas triviales, toda plática era grave, y el comentario más ligero que se escuchó a esa hora tuvo que ver con la bandera nueva que ondulaba sobre el edificio. La anterior se había roto la tarde antes –justo después de conocerse el fallo de los jueces–, y con la corredera no cupo amague para sustituirla. La bandera se rasgó por la franja roja y así estuvo ondeando hasta las seis, cuando la arriaron. Ese era el tema de conversación más superficial de los ministros en el vestíbulo, y también lo había sido entre los empleados de la galería. El ánimo era de entierro.

De improviso, un inusitado movimiento que provenía del patio de estacionamientos irrumpió en la pesadumbre y cortó las conversas. Hubo un momentáneo desconcierto. Esperaban la llegada de la caravana del Presidente provisional, pero los carros que estaban llegando y la gente que se estaba bajando de esos carros no formaba parte de la comitiva oficial. A leguas se notaba. Era gente nueva, desconocida, vestida como para una celebración. Cual hormigas que salían de hoyos negros, los recién llegados comenzaron a derramarse y a colmar el pasillo que hasta hacía pocos minutos dominaban los trabajadores de Palacio. En la primera línea del pasaje se formó un batallón de mujeres perfumadas y encopetadas, escoltadas por caballeros que estrenaban trajes y predios. Los empleados y obreros de Miraflores, empujados hacia la pared, parecían intrusos en una fiesta a la que nunca podían haber sido invitados. El aire que transpiraban los visitantes era de jolgorio. Sólo faltaban los papelillos, la alfombra roja y un rey que caminara encima de ella. Los recién llegados se dispusieron a aguardar.

A las cinco de la tarde terminó la espera de unos y otros. Octavio Lepage, acompañado de su esposa, se presentó en el Palacio de Miraflores a tomar posesión de su despacho. Adentro, aguantando para entregárselo, permanecía Carlos Andrés Pérez. Al ver aparecer a su suplente, Pérez sonrió cortés y empezó a cumplir con el guión pautado. Era lo único que le quedaba por hacer. Quince minutos tardó la ceremonia de traspaso. Al finalizar, siempre sin salirse del libreto, sonrió para la foto y estrechó la mano del encargado:

–Le deseo toda la suerte del mundo, doctor Lepage –exclamó, y mientras se dirigía a la puerta sin mirar atrás para ver lo que se quedaba, se dijo a sí mismo–: ¡carajo!, es que esto yo nunca lo vi venir.
jueves, noviembre 04, 2010
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