Ibsen Martínez

¿A dónde fue el centro en Colombia?

El escrito venezolano Ibsen Martínez, quien escribe para la revista Letras Libres, hace una análisis sobre las pasadas elecciones de Colombia, realizadas el 19 de junio. Sostiene el autor que los comicios afianzaron los extremos del espectro político. Pero el centro colombiano, hoy provisionalmente disperso, podrá sostenerse y crecer.

Foto: Chepa Beltran/LongVisual via ZUMA Press Wire.

Ibsen Martínez

Un tópico académico que llegó a hacerse periodístico hacia fines del siglo pasado contaba entre las singularidades de Colombia el ser “inmune a los populismos”.

Fue tan prolongada la bicéfala hegemonía de liberales y conservadores, que parecía bastar un vistazo a la lista de quiénes fueron presidentes del país desde, digamos, mediados del siglo XIX hasta comienzos del XXI, para persuadirse de que el país era una rara avis.

Señalar en la conversación a Jorge Eliécer Gaitán como precursor populista, como arquetipo del agitador mestizo que, admirador de Mussolini, hechizó multitudes con su vargasviliana oratoria, conduce a que alguien nos agüe la fiesta observando que el movimiento de Gaitán fue un desprendimiento liberal, muy idiosincrásico sí, pero liberal. Clarificar en Colombia qué se quiere decir con “liberal” le puede costar otros cinco pesos, doctor.

Algo parecido ocurre cuando se habla del “centro” como lugar geométrico de quienes promovemos la democracia liberal. Sus correlatos deberían ser todo lo que se desprende del Estado de derecho y una concepción racional, no salvaje, del capitalismo.

A simple vista se advierte que el centro tiene por delante grandes tareas en Colombia, país donde la igualdad ante la ley sigue siendo simbólica y donde grandes extensiones territoriales están, según el bogotano eufemismo, “bajo formas diferentes a las constitucionales”, queriendo decir “grupos armados”. El desmesurado presidencialismo y la exigua separación de poderes han condicionado muchísimas tímidas reformas.

Es Colombia, además, una nación donde las economías criminales e informales, tanto como la corrupción, pesan muchísimo más que la modesta creación de riqueza propia de un capitalismo criollo, vástago de la clase media agrícola que surgió en la segunda mitad del siglo XIX y que, aunque resulte increíble, no es hoy un pez loro de los grandes monopolios. Sobrevive y procura “jugar limpio”.

Los resultados de la última elección presidencial son en este momento juzgados como expresión de la pugna entre dos populismos, uno de izquierda y otro de derecha.

La distinción que en todas partes se hace hoy entre ambos populismos no ha sido muy fecunda: no va más allá de sugerir, sin demostrar de modo fehaciente, que uno, considerado de izquierda, es más filantrópico que el otro, tenido por más autoritario.

Gustavo Petro ha ganado la segunda vuelta con poco más del 50% de la votación. Su ventaja sobre el candidato que aglutinó el multisápido voto adverso, el ingeniero Rodolfo Hernández, fue de solo 3%. Ello autoriza a decir que Petro se dispone a gobernar un país dividido.

Hace apenas dos años, un estudio conducido en toda Colombia por Cifras y Conceptos, encuestadora muy respetada, arrojaba que el 53% de una muy ponderada muestra adulta se identificaba con “el centro”.

No hay duda de que, el 19 de junio pasado, las apabullantes lógicas del balotaje y del llamado voto útil llevaron a candidatos y votantes del centro a afianzar los extremos. Ello no debería oscurecer el hecho singular de que, a partir de las elecciones de 2018, comenzó a emerger en Colombia una clara vocación centrista que ha ido cobrando forma programática cada vez más definida.

Este surgimiento ha sido, junto con la consolidación de la opción electoral de la izquierda, consecuencia virtuosa de la firma de los acuerdos de paz de La Habana en 2016.

Alejandro Gaviria y Sergio Fajardo, las más caracterizadas voces del centro, ofrecieron plataformas programáticas que se traslapan entre sí hasta hacerse casi indistinguibles, ambas regidas primordialmente por la moderación, entendida esta no solo como “buenos modales”. Pese al fragor de la reñida campaña que acaba de terminar, es notorio que la moderación del centro ha ganado terreno en el aprecio público.

¿Qué entiende mi comentario por “moderación”? Para explicarme, me serviré de la definición que ofrece un pensador colombiano cuya obra estimo sobremanera: el filósofo y politólogo antioqueño Jorge Giraldo.

Giraldo distingue dos expresiones de la moderación. Una de ellas es “la evitación del maximalismo programático, de la falsa promesa de grandes soluciones inmediatas”. La otra es el pragmatismo, entendido como el apartamiento de soluciones prefabricadas y fórmulas universales, como la adopción de las medidas que funcionan, así no estén acordes con una doctrina o teoría.

Alejandro Gaviria y Sergio Fajardo son, cada quien en su propio registro tonal, dos reformadores exitosos que acumulan muchos años de experiencia en el servicio público.

Fajardo, matemático de formación, fue ya exitoso alcalde de Medellín y es un respetado innovador de la educación universitaria. Gaviria, ingeniero civil y economista, ocupó muy atinadamente la cartera de Salud en el segundo gobierno de Juan Manuel Santos. Es un ensayista liberal muy leído por los jóvenes.

Derrotado en la primera vuelta, Fajardo ofreció a Hernández su programa de reformas y nombres irreprochables para un gabinete económico y social. Fue desconsideradamente rechazado con intemperante grosería. Negado a conciliar con Petro, Fajardo promovió el voto en blanco en la segunda vuelta.

Gaviria, por su parte, estimó en Petro, y así lo hizo público, su declarada disposición constitucionalista, y coincidió en lo esencial con su propuesta de reforma tributaria y del sistema de pensiones. Votó por él y ha aceptado dialogar el nuevo presidente y echar adelante un acuerdo nacional para la gobernabilidad.

En su “decálogo del reformista escéptico”, un hermoso y breve ensayo publicado en 2016, Gaviria escribió que el reformador es casi siempre una figura trágica. “Su respetabilidad (ética) viene de su insistencia en hacer lo que toca en contra de las fuerzas (mayoritarias) de la insensatez, el oportunismo y la indiferencia”.

Con figuras como Fajardo y Gaviria, el centro colombiano, hoy provisionalmente disperso, no solo podrá sostenerse y crecer; de eso estoy seguro. Tiene aún muchísimo que dar a Colombia, quizá más pronto de lo que hoy pensamos.

Bogotá, junio de 2022

Ibsen Martínez(Caracas, 1950) es narrador. Es autor de las novelas El mono aullador de los manglares (Mondadori, 2000) y El señor Marx no está en casa (Norma, 2009).

domingo, junio 26, 2022

Petróleo y mitología

El escritor venezolano Ibsen Martínez


Por Ibsen Martínez
1- Con casi cien años de actividad aceitera a cuestas, no hemos producido ningún libro de historia económica comprehensivo y útil que sea comparable a, digamos, El café en Colombia, de don Marco Palacios.
Las visiones prevalecientes en nuestra literatura sobre el tema, ya sea en obras de ficción o en las pretendidamente fácticas, acerca de cómo nos hicimos una nación petrolera -y más aún cómo nos convertimos en esa monstruosidad llamada “petroestado”- han sido poco felices, por decir lo menos.
Roland Barthes, el desaparecido pensador estructuralista francés, afirma en un ensayo dedicado a las “narrativas históricas” -o “relatos”, como los llaman los posmodernos de lengua romance- que el tropo primordial al que con más frecuencia recurren los historiadores imposta una “voz objetiva” que , según él, “a menudo solo resulta ser una forma particular del género ficción”.

No sé si Barthes tuvo en esto razón -sospecho que sí, aunque solo sea porque soy un escritor de ficciones-, pero de algo sí estoy seguro, luego de años enfrascado en el tema: es poco lo que hay digno de llamarse “objetivo” en buena parte de lo que entre nosotros pasa por “historia petrolera”.

La mayoría de nuestros “relatos” -como llaman los posmodernos a casi cualquier cosa que pueda leerse- muestran un descaminador sesgo anti-norteamericano y, machaconamente, recurren a fórmulas que hablan de “imperialismo” y de “enclaves neo-coloniales”. En el proceso, yerran a menudo el tiro y muestran su ignorancia, sobre todo al confundir los designios de las corporaciones petroleras con los del Departamento de Estado o el Pentágono.

Todo esto puede resultar sumamente engañoso gracias a las paparruchas “posmarxistas” que se han fundido en la corriente primordial que riega casi todos los cultos sincréticos del mundo académico, notablemente el estadounidense. Así, toda laya de “relatos” dan hoy forma a muchas inconmovibles nociones acerca de nuestra historia como país petrolero. Ejemplo protuberante es el relato de cómo surgió la Opep.

La versión oficial -la que se nos enseña en la escuela elemental, el bachillerato y la universidad- sostiene que el doctor Juan Pablo Pérez Alfonso, un distinguido abogado venezolano, fue el “padre” de la Opep.

Pérez Alfonzo, notable profesor de la Universidad Central de Venezuela, no era geólogo ni ingeniero de yacimientos. Sin embargo, en el curso de los años 40 y 50 llegó a convertirse en el indiscutible vocero de los intereses nacionalistas venezolanos y de las políticas públicas que, bien o mal, habrían de atenderlos.

“Era un hombre ascético y parsimonioso”, nos dice de él Stephen G. Rabe en un penetrante retrato moral del doctor Pérez Alfonso, que detestaba el despilfarro en cualquiera de sus formas, incluyendo, desde luego, el de los recursos naturales de Venezuela. Constantemente predicó a sus compatriotas un evangelio de frugalidad. Según propia admisión, era un calvinista en una tierra de Jauja despilfarradora. Como muchos otros adecos, padeció 10 años de duro exilio durante el cual vivió por un tiempo en Washington, luego del derrocamiento de Rómulo Gallegos en 1948.
“Toda una década de reflexión afiló la visión de Pérez Alfonso acerca del papel que su nación y el petróleo deberían jugar en la economía mundial. En una era de sobreoferta y precios declinantes insistió en que el petróleo, el bien primario por excelencia de la civilización moderna, tenía un valor ‘intrínseco’ muy por encima de su valor de mercado y que por ello debía dosificarse y preservarse en bien de las generaciones futuras. Sus observaciones de la vida estadounidense, hechas durante su exilio, lo persuadieron de que las naciones industriales estaban desperdiciando imprudentemente un recurso invaluable”. (Stephen G. Rabe, The Road to Opec, United States Relations with Venezuela, 1919-1976, University of Texas Press, Austin, 1982. Pág. 159.)

En 1959, luego del derrocamiento del general Marcos Pérez Jiménez, Pérez Alfonso se convirtió, a pedido de su amigo don Rómulo Betancourt, en nuestro ministro de Minas e Hidrocarburos. Aspiraba por entonces a controlar los precios mundiales del crudo instaurando un cartel de países productores que enfrentara al cartel de las corporaciones petroleras multinacionales.

A principios de 1960, Pérez Alfonso y Abdula Tariki, el ministro de petróleos de Arabia Saudita, se reunieron en El Cairo donde nuestro ministro confió a su homólogo sus pareceres. En agosto de aquel mismo año -hace ya 50 años- fue fundada la Opep en Bagdad. Fin de la versión oficial.
2- Ciertamente, se trata de una edificante historia acerca de un tenaz ciudadano del Tercer Mundo enfrentado a los grandes y voraces clientes de los países productores de crudo. Y por cierto que, en lo esencial, no es falsa.
Pero el modo en que desde siempre ha circulado entre nosotros, tanto en reseñas periodísticas como en textos de estudio, minimiza -cuando no oculta por completo- el hecho de que, durante su exilio en los Estados Unidos, Pérez Alfonso estudió intensamente y con mucho provecho, según se vio años después, las estrategias reguladoras desarrolladas por la División de Gasolina y Crudo de la Comisión de Ferrocarriles de Texas (TRC, por Texas Railways Comission) durante los años veinte del siglo pasado. Más aún, llegó a sentir una gran admiración por el señor Clarence G. Gilmore, a su vez un distinguido abogado, por largo tiempo comisionado jefe de la TRC.
“En el contexto de las tensas relaciones entre el gobierno estatal y los hombres de empresas, en el estado de Texas prosperó en los años veinte un sentimiento de conservación del preciado recurso natural”, afirma William R. Childs, un autorizado estudioso de la historia de las políticas reguladoras en los Estados Unidos. (William R. Childs, “Origins of the Texas Railroad Commission’s power to control production of petroleum: regulatory strategies in the 1920″, Journal of Policy History, Vol. 2, No. 4, 1990).

Según Childs, la TRC es una verdadera rara avis entre las contadas entidades reguladoras estadounidenses de todos los tiempos. Lo fue en la medida misma en que cooperó con la incipiente industria petrolera texana en su lucha contra los monopolios refinadores y ferrocarrileros del este, impuestos por John D. Rockefeller (Standard Oil ) y William Brickell (East Coast Railway) a los pequeños y medianos productores independientes del estado.

El señor Gilmore, al frente de la TRC, logró reconciliar las estrechas doctrinas legales que en su país favorecían a los más grandotes y abusones con la idiosincrásica naturaleza de la naciente industria petrolera en su estado natal. Creía que con una administración paritaria del recurso natural -entre productores y la agencia gubernamental que dirigía- era posible racionalizar costos y ganancias y conservar las reservas del crudo.

El mayor logro de la TRC fue establecer, concertadamente entre los productores tejanos, un sistema de cuotas de producción que estabilizara los precios por la vía del volumen de oferta. Ni más ni menos que lo que, cuarenta años más tarde, Pérez Alfonso, con el asesoramiento de dos antiguos funcionarios de la TRC, desarrolló como la propuesta aceptada sin reservas por los países del Golfo Pérsico.

La conservación de los recursos naturales y un sistema regulador de la producción son la nuez del pensamiento de Pérez Alfonso en cuanto a cómo Venezuela ha debido salir del subdesarrollo. Que no lo haya hecho no es culpa de este, quien murió desconsolado en 1979. Hay algo sin duda aleccionador en el modo en que un irreductible luchador nacionalista como lo fue Pérez Alfonso inspiró su acción política futura en el legado de la agitación antimonopolios, que en los estados del Sur, allá por los lejanos días de 1890, dio lugar a la creación de la Texas Railways Comission.
Así, la Opep bien puede ser vista como una impensada consecuencia del movimiento regulatorio del gran capital que cundió en los Estados Unidos a comienzos del siglo pasado. Las tendencias del negocio petrolero mundial que lucían fatalmente favorecedoras de las Siete Hermanas fueron enfrentadas por un honesto abogado latinoamericano que no tuvo empacho en estudiar con ahínco un momento muy especial de la historia del capitalismo en el país rival de los intereses del suyo propio. Y dio a luz un organismo internacional que, valga lo que valieren sus dirigentes de hoy, desde hace medio siglo es un factor insoslayable del juego petrolero global.

Publicado originalmente en el diario El Mundo Economía y Negocios
jueves, febrero 21, 2013

El otro candidato

El venezolano Henrique Capriles recoge la mayoritaria propensión nacional al centro izquierda que la discordia y la polarización política, azuzadas por Chávez, parecieron haber sofocado para siempre


Por Ibsen Martínez


¿Quién es el otro candidato en las elecciones venezolanas?
RAQUEL MARÍN/ELPAIS.COM

La respuesta corta la da Chávez: “Henrique Capriles Radonski es el candidato de la burguesía, de los yanquis y la derecha”. Opino que hará mal quien se conforme con esa parvedad. Hay respuestas más largas.

Al discurrir sobre nuestra América, a muchos analistas extranjeros les da por pensar que si el hombre es “carismático” —aunque sólo sea un espadón vociferante, tiránico e inepto—, habla “en nombre de los pobres” y llena de dicterios al imperialismo yanqui, entonces el tipo es de izquierdas y, sin más, el bueno de la película. A Capriles Radonski le pasa lo que a José Carreras en el chiste de Jerry Seinfeld sobre los tres tenores: es el otro tipo. Y supuesto que Chávez es la izquierda, entonces el otro tipo debe ser la derecha.

Sin embargo, las cosas no son tan simples en Venezuela, uno de los “petroestados” populistas más antiguos del planeta. El petroestado venezolano y sus singularidades podrían explicar porqué Hugo Chávez bien puede perder ante el otro tipo las presidenciales del 7 de octubre.

Cuando eres un petroestado hispanoamericano heredas la potestad de la corona española sobre la riqueza del subsuelo y acabas convirtiéndote en el “ogro filantrópico” descrito por Octavio Paz: sólo tú cortas el bacalao. Tu sólo dispensas todo el dinero de la renta petrolera y el resto de la población —incluida la burguesía local— no son más que cazadores o pedigüeños de esa renta. Y por lo mismo, menos ciudadanos que súbditos cuya religión laica es el estatismo redistributivo.

Clientes o aspirantes a serlo tienen poco o ningún margen para sentirse electores de libre conciencia en un país donde el petroestado-billetera es indistinguible del gobierno de turno y, en términos absolutos, el empleador de bastante más del 80% de la población económicamente activa.

Los petroestados experimentan fases maníacas y ciclos depresivos, según los vaivenes del precio del crudo. En fase maníaca, de altos precios, a sus gobernantes les da por pensar que ahora sí cegarán definitivamente la brecha que nos separa del Primer Mundo. Se arrogan toda clase de competencias, creando así más y más incentivos al despilfarro y la corrupción. En fase depresiva, los petroestados se endeudan y dan en garantía a los mercados la factura petrolera futura o bien aceptan las fórmulas del FMI.

La fase maníaca que siguió al embargo impuesto a Occidente por los países de la OPEP, en 1973, nos trajo al “primer” Carlos Andrés Pérez y la “Venezuela Saudita”. Chávez no ha sido el primero en pretender comprar con petrodólares el liderato de los condenados de la tierra. La verdad es que elencos estatistas, populistas y clientelares se han turnado en el poder desde 1945, época del primer gran auge petrolero venezolano. En un tal país, con tan colosal inflazón del Estado y sus recursos, con una inescapable sujeción de casi toda la población al Gran Dispensador, ¿qué significa estar a la derecha?

Chávez ha presidido el más prolongado boom de precios registrado hasta ahora, una fase maníaca que ha financiado fallidos planes sociales de subsidio directo a los más pobres, el subsidio a la dictadura castrista, un antiimperialismo tan vociferante como dispendioso e inconducente y un decidido e inequívoco empeño en instaurar un régimen totalitario. El elenco chavista añadió el colectivismo y el militarismo al habitual repertorio venezolano de creencias redistributivas y ha ido tan lejos como ha querido por el camino de abolir no sólo la propiedad privada, sino las más caras libertades individuales.

Con todo, ¿qué tienen de justiciera “izquierda” los modos falangistas con que Chávez segrega del favor estatal —ya sea empleo o contratos— a todo aquel que, amparado por la Constitución, haya firmado en 2004 la solicitud de un referéndum revocatorio? ¿Qué hay de democrático en un régimen cuyo presidente literalmente dicta crueles sentencias al poder judicial desde una cadena de televisión? ¿Que inconsultamente firma acuerdos binacionales con impresentables como Alexander Lukashenko o Mahmud Ahmadineyad? ¿Es posible que cinco millones y medio de venezolanos, el 52% del universo elector, que votaron por la oposición en las parlamentarias de hace año y medio, sean todos ellos elitesca minoría blanca, burgueses oligarcas y agentes de la CIA?

En Venezuela, y a partir de los años treinta del siglo pasado, los partidos modernos, casi sin excepción todos de izquierdas, fueron secreción de los conflictos sociales que trajo consigo el negocio petrolero. Modelados leninistamente, animados por la idea de un munificente Estado social de derecho, socialdemócratas y comunistas forjaron en seis décadas un país mayoritariamente ubicado a la izquierda del centro. El petroestado nos hizo también clientelares, manirrotos, consumistas. “En Venezuela, la derecha desentona”, sentenció alguna vez el desaparecido dramaturgo José Ignacio Cabrujas, voz de la tribu.

Tanto así, que la democracia cristiana, único partido que desde los años cuarenta aspiró a encarnar una derecha conservadora, hubo de mutar rápidamente en un partido populista más, so pena de “desentonar” en un país mamador de gallo donde el catolicismo se funde a menudo en cultos sincréticos afroantillanos. Esa escora “a la izquierda”, junto con el desgaste y descrédito de los viejos partidos, hizo posible, en 1998, el triunfo de Chávez.

Henrique Capriles Radonski recoge, sin duda, la mayoritaria propensión nacional al centro izquierda que la discordia y la polarización política, azuzadas por Chávez, parecieron haber sofocado para siempre. Ello se refleja en las encuestas más fiables: a cien días de la elección, figura ya en “empate técnico” con Chávez. Sin exagerar, también en el fervor de la calle, un fervor que recuerda al que nimbó a Chávez en su mejor momento electoral, allá por 1998.

Capriles ganó más que holgadamente las elecciones primarias, convocadas por la Mesa de Unidad Democrática para designar un candidato único de oposición, acaso justamente por ser el vocero más moderado de ella. Como gobernador del Estado Miranda, el segundo más poblado de Venezuela, que alberga la favela más grande de Suramérica, la mayor parte de la Caracas acomodada, populosas ciudades dormitorio y una vasta provincia rural y atrasada, Capriles ha administrado con éxito, durante casi cuatro años, una réplica demográfica del resto del país. Ganó la gobernación en 2008, al derrotar, contra todo pronóstico, a Diosdado Cabello, designado candidato por el dedo jupiterino de Chávez.

Capriles adoptó y mejoró sensiblemente los más emblemáticos planes sociales del chavismo —salud y vivienda—, mitigando de tal modo el sectarismo que los caracteriza en el resto del país que buena parte de la base social chavista de su Estado hoy le apoya. Capriles se declara de centro izquierda liberal, es manifiesto admirador y estudioso del papel jugado por Felipe González en la transición española y, en lugar de la Cuba castrista, propone al Brasil de Cardoso, Lula y Roussef como modelo. Todos los partidos venezolanos afiliados a la Internacional Socialista forman parte de la coalición que lo apoya.

Chávez ha malgastado 14 años en el poder. Esos años lo han gastado y ahora enfrenta a un adversario joven, sin especial don oratorio pero experimentado en funciones de gobierno y quien, desde que fue electo diputado en 1998, a los 26 años, nunca ha perdido una elección.

“¿Cuál crees que es tu mayor fortaleza?”, le pregunté hace unas semanas. Su respuesta: “Siempre me han subestimado y es mejor así”. Tal vez tenga razón, aunque hoy sean muchos quienes creen que con Capriles, el otro tipo, el péndulo venezolano puede regresar desde el caudillismo autoritario de Chávez al centro democrático y plural.

Se oyen apuestas.

Ibsen Martínez es escritor venezolano.
lunes, julio 23, 2012

El lado oscuro de una epopeya

No odio a aquellos a quienes combato / Ni amo a quienes resguardo", reza un célebre verso del laureado poeta irlandés W.B.Yeats -"Those that I fight I do not hate / Those that I guard I do not love - que bien podría ser el lema regimental de tantos irlandeses que vinieron a morir a las actuales Venezuela y Colombia y de quienes tan poco sabemos los contemporáneos.
EL MUNDO

IBSEN MARTÍNEZ |EL MUNDO
El relato canónico acerca de la llamada "Legión Británica" quiere que los extranjeros que vinieron de Europa a ponerse a la órdenes de Bolívar en Angostura a partir de 1817, lo hayan hecho movidos por intensos sentimientos de simpatía por la causa independentista.

Así, es frecuente leer que tal o cual oficial inglés, irlandés, alemán o francés, quiso venir a morir en nuestros cangilones imbuido del mismo espíritu romántico que llevó a Lord Byron a morir en la batalla de Missolonghi, luchando por independizar al pueblo griego del yugo otomano.

La verdad, sin embargo, parece haber sido muy otra, como sugieren los más recientes estudios. Uno de ellos, sumamente notable, lo ha escrito Matthew Brown, un historiador militar de quien no sabría yo asegurar si es inglés o irlandés, pero sí que enseña historia hispanoamericana en la Universidad de Bristol y que el suyo es un libro sencillamente estremecedor. Un libro que echa por tierra toda mistificación lírica acerca de los legionarios extranjeros en las guerras de Colombia. Se titula: Aventuras en las Colonias Españolas: Simón Bolívar, los mercenarios extranjeros y el nacimiento de nuevas naciones" ( Adventuring through Spanish Colonies: Simón Bolívar, Foreing Mercenaries and the Birth of New Nations, Liverpool University Press, 2006).

Brown ha logrado elaborar una base de datos que puede consultarse "en línea" y que permite hacerse una idea muy distinta de los motivos de, y el papel jugado por, los combatientes extranjeros en nuestra guerra de independencia.

Se calcula, sobre bases sólidas, que entre 1810 y 1825, más de 7.000 -no unos cuantos centenares- mercenarios ingleses e irlandeses zarparon de Inglaterra a combatir en los ejércitos de la Gran Colombia. Estas cifras no pueden explicarse sino por una deliberada y vasta operación de reclutamiento de soldados de fortuna ordenada desde la más alta posición de mando. Y por la necesidad de oponer a las curtidas y disciplinadas tropas profesionales de don Pablo Morillo -quien ganó su rango de general combatiendo a las tropas invasoras napoléonicas- recursos humanos mejor preparados que las antiguas hordas de Boves trocadas, luego de la llegada del cuerpo expedicionario español en 1815, en fuerzas irregulares a las órdenes de Páez.

En sus páginas nos enteramos de algunos sorprendentes hechos capitales: a la mayoría de los reclutados provenían de la famélica Irlanda, b un número crecídisimo de ellos no había tenido ninguna experiencia bélica anterior. Esto contraría la afirmación de que se trataba, en su mayoría, de oficiales y tropas desmovilizados y a media paga, luego del fin de las guerras napoleónicas en 1815, c se atrajo a los combatientes con ofrecimientos más económicos que políticos, tales como doscientos dólares, no bien desembarcasen en Angostura, promoción a rangos superiores de los ostentados en el ejército inglés y proporcionales al número de hombres atraídos por dichos oficiales, incluso tierras cultivables. Como cabe suponer, tales ofrecimientos fueron incumplidos las más de las veces.

Muy pocos títulos se ocupan de esta cuestión, notablemente el de Clèment Thibaud (Repúblicas en Armas, Planeta, 2003). Por eso, es muy de celebrar la aparición en Venezuela de un libro necesario y fascinante: El lado oscuro de una epopeya: Los legionarios británicos en Venezuela (Editorial Alfa), del brillante historiador Edgardo Mondolfi Gudat.

Mondolfi es rara ave como historiador: escribe alarmantemente bien, a diferencia de muchos de sus colegas, como puede constatarse al leer sus biografías de Boves y del Gran Reclutador en Londres, Luis López Méndez.

Y, al tratar el tema de los legionarios, mercenarios, aventureros o voluntarios combatientes de la libertad, según sea el caso de cada uno de ellos, Mondolfi no está en terreno desconocido para él. El estudio de las relaciones entre la naciente Venezuela y el Imperio Británico informan buena parte de su obra pero, esta vez, ha logrado un resultado magnífico que se beneficia de un delicado equilibrio entre la probidad académica con que Mondolfi se acerca a sus datos y el amigable talante didáctico que tiene su prosa.

Los motines, los duelos, el choque cultural que para un hijo de Donegal o Yorkshire ha debido ser la travesía Orinoco y Apure arriba hasta llegar a Achaguas están tratados en su libro con exhaustiva nitidez.

Leyendo a Mondolfi, recordé que, justamente en la región de Achaguas, prevalece un rasgo genético estabilizado: el color claro, grisáceo, de los ojos. A esa característica los lugareños la llaman "el paso del inglés".

El extraordinario libro de Mondolfi rinde tributo a aquellos extranjeros que, embaucados o no, merecen la atención de los lectores venezolanos interesados en poner en claro cómo se forjaron los primeros días de nuestra nacionalidad.
sábado, diciembre 24, 2011
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